El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie
En un ambiente relativamente sorprendente y sorprendido, pues se había apostado por un concilio relativamente rápido, y todo venía a indicar que sería todo lo contrario, el Papa Roncalli cumplió 81 años el domingo 25 de noviembre de 1962. Aquel día se confirmó que la primera sesión del concilio terminaría, como se había pensado, el 8 de diciembre.
Normalidad; pero menos. El Papa estaba enfermo. Juan XXIII
sufría de hemorragias bastante frecuentes y, de hecho, la noche anterior a su
cumpleaños tuvo una de especial importancia. Por esta razón, los médicos lo
confinaron en su cama durante ocho días; Roncalli, sin embargo, dejó claro que
estaría el 8 de diciembre en la clausura de la primera sesión; yo creo que era,
ya, más que consciente de que no vería terminar aquel concilio. Así pues, para
él, aquella ceremonia era una especie de farewell privado.
De hecho, da la impresión de que Juan tenía prisa por comenzar la segunda sesión, a ver si le daba tiempo a verla. La anunció, por lo tanto, para el periodo entre el 12 de mayo y el 29 de junio de 1963. Era un calendario pactado con las conferencias episcopales; pero, de todas formas, concitó no pocas críticas entre los asistentes al concilio. Muchos obispos consideraron que el periodo entre una sesión y la otra era demasiado corto; ciertamente, para aquéllos responsabilizados de diócesis muy grandes, o muy complejas, era poco tiempo. Además, existía la sospecha de que convocar la segunda sesión tan pronto, en primavera, pudiera generar una segunda convocatoria el mismo año, ya en otoño; lo cual obligaría a los obispos a mover la cartera más de lo que deseaban; y ya se sabe que la Iglesia va de recibir pasta, no de gastarla. Los titulares de las diócesis del Tercer Mundo, lógicamente más pobres, trataron entonces de hacer rular la idea de que fuesen los obispados más ricos los que les ayudasen con los gastos. Lo que viene siendo la solidaridad cristiana de toda la vida; tras hacer la propuesta, habrían de comprobar la inmarcesible solidez del mensaje evangélico.
Esto estaba pasando antes del cumpleaños del PasPas. La
mayor parte de los padres conciliares quería abrir la segunda sesión el 1 de
septiembre y cerrarla el 15 de diciembre; era la opción más lógica tal y como
iban los debates, por no mencionar que la más barata; porque, claro, las
diócesis ricas no tenían la menor intención de correr con la factura de la
fiesta, porque todo eso de dar cobijo al desamparado y de comer al hambriento son cosas, que, por lo general, ellos prescriben, pero no van con ellos. Inmediatamente después de la noche anterior al cumpleaños en que Juan
XXIII tuvo una hemorragia muy grave, el cardenal Felici anunció que el
Francisquito había cambiado de idea, y que la segunda sesión se abriría el 8 de
septiembre; no aportó fecha de cierre. Da la impresión de que ésa fue la noche
en la que Roncalli se resignó a su situación, y asumió que, en realidad, la
fecha de apertura de la segunda sesión del concilio se le daba una higa, porque lo más probable es que la contemplase desde la Eternidad.
El 23 de noviembre, los padres conciliares habían
comenzado a discutir el esquema o borrador relativo a los medios de
comunicación. Ese mismo día, les fue anunciado a los padres, y al mundo, que el
siguiente tema que se discutiría sería el de la unidad de la Iglesia, que había
sido preparado por la Comisión Preparatoria para las Iglesias Orientales. E,
inmediatamente después, llegaría el esquema sobre la Sagrada Virgen María.
Aquel anuncio fue un tanto caótico, y generó bastante inquietud entre los padres conciliares. Ya de por sí era bastante apresurado; daba la impresión de que el concilio quería acelerar el paso. Pero, sin embargo, el tema era difícil de entender porque, ese mismo día, se había distribuido entre los padres un borrador, preparado por la Comisión Preparatoria Teológica bajo la dirección del cardenal Ottaviani, titulado Sobre la Iglesia que tenía un capítulo entero sobre el ecumenismo; es decir, sobre lo mismo de lo que iba el esquema sobre la unidad de la Iglesia que ahora se anunciaba. Cada vez más, el concilio daba la impresión de ser una asamblea en la que cada Cristo iba a su puta bola.
En realidad, es que encima de la mesa había tres textos
diferentes que trataban sobre la unidad de la Iglesia. En primer lugar, estaba
el esquema propiamente dicho sobre la unidad eclesial. Luego estaba el capítulo
sobre el ecumenismo que os acabo de citar. Y, en tercer lugar, había otro
esquema o borrador, titulado Sobre el ecumenismo católico, que había
sido preparado por el Secretariado para la Promoción de la Unidad Cristiana e
inspirado, por lo tanto, por el cardenal Bea.
Literalmente, pues: cada tendencia del concilio estaba
haciendo la guerra por su cuenta.
Los sacerdotes y prelados más implicados en el movimiento
ecuménico, es decir, en las estrategias e ideas defendidas para lograr un
acercamiento entre Iglesias, estaban muy descontentos con el texto preparado
por los Ottaviani boys. De hecho, estaban tan encabronados con lo que
allí se decía que habían decidido colocar los otros dos borradores en
circulación; buscando, claramente, que ante el caos se terminase por decidir
refundirlos todos. Esperaban, así, poder diluir los principios de la
fachosfera. La jugada era clara: si los tres textos se prestaban a fusión,
entonces el grupo que realizase dicha fusión tendría que incluir a todos los
que habían participado en dichos textos. Eso quiere decir que tendría que estar
bajo la dirección de Ottaviani, sí; pero también del cardenal Bea, como
presidente del Secretariado para la Promoción de la Unidad Cristiana; y por el
cardenal Amleto Giovanni Cicognani, que presidía la Comisión para las Iglesias
Orientales. Dos contra uno a favor de las visiones más progresistas. De todas
maneras, los progresistas tenían ocho miembros colocados en la Comisión
Teológica como Plan B, en el caso de que fuese dicha Comisión la que se
encargase de la revisión. Los liberales contaban, además, con el apoyo de
muchos obispos de sedes episcopales misionales en África y América Latina,
liderados por el cardenal Raúl Silva Henríquez de Santiago de Chile; entre
otras cosas, porque muchos de ellos habían recibido mucha pasta procedente
de terminales eclesiales controladas por el cardenal Frings.
La influencia de los liberales quedó clara cuando el
secretario general del concilio informó de que, una vez terminada la discusión
sobre la unidad de la Iglesia, y antes de ponerse con el esquema sobre la
Virgen, se discutiría el capítulo sobre el ecumenismo preparado por la Comisión
Teológica, el esquema sobre el ecumenismo católico preparado por el
Secretariado para la Promoción de la Unidad Cristiana, y el esquema sobre la
Iglesia preparado por la misma Comisión Teológica.
La discusión sobre la unidad de la Iglesia la comenzó el
cardenal Cicognani, al fin y al cabo un experto en la materia. Vino a decir que
ya iba siendo hora de que las iglesias se reunificasen y, para lubricar sus
teorías, se guardó mucho de recordar las diferencias que les habían separado.
Dijo, con mucho orgullo, que en su trabajo preparatorio habían participado
personas de los ritos orientales, y que el esquema venía a representar a 24 países
y 16 comunidades religiosas diferentes.
A pesar de tanto optimismo cicogniano, lo cierto es que el
esquema no gustó. El cardenal Liénart, uno de los primeros que habló, solicitó
que fuese completamente devuelto al corral por contener, dijo, errores de
bulto. Aunque hubo otros que lo apoyaron, pronto las terminales liberales
atacaron con la idea que querían defender, que era la fusión de todos los
textos disponibles que abordaban el tema del ecumenismo. Criticaron el borrador
original por ser demasiado arrogante, y por su absoluta falta de autocrítica;
en efecto, en ese borrador parecía que las Iglesias se habían peleado porque
los orientales habían querido, sin mácula de admisión de culpa por parte de la
Iglesia romana. Pero el hecho es que esta posición estaba muy lejos de ser
consensuada. No eran pocos los padres conciliares que, estando dispuestos a
apoyar un texto que invitase a las Iglesias orientales a regresar a la grey
católica romana, no estaban dispuestos ni a reconocer culpa alguna ni a
situarse en un plano agresor-víctima, ni nada que se pareciese.
Así estuvieron los curas, discutiendo durante cuatro días
seguidos, hasta que el 31 de noviembre, un poco hasta los huevos de la
discusión, votaron aplastantemente (2.068 votos contra 39) en favor de la
fusión de los tres documentos; una forma elegante de darle una patada a seguir
al tema y mandarlo a tomar por culo en la segunda sesión.
Así las cosas, el 1 de diciembre, a una semana de clausurar la primera sesión, el concilio comenzó la discusión del esquema que, por lógica, era el más importante de todos, es decir, aquél que trataba de la propia Iglesia. Ottaviani, es decir el presidente de la Comisión Teológica, intervino el primero. El cardenal estaba convencido de que la discusión del esquema no se podría completar en la semanita que quedaba. Así que quería proponer que este esquema de 36 páginas le cediese el sitio al de la Virgen, que sólo tenía seis páginas. Dijo que, de esta manera, los padres conciliares terminarían la primera sesión “en paz y armonía”; admonición que supongo os dará la medida de cómo habían puesto las cosas la discusión litúrgica, la de la revelación y la del ecumenismo. Pero no le hicieron caso, tengo yo por mí que porque la confluencia alemana se sentía fuerte, y quería aprovechar el momento. Y, también, un poco porque ya había padres conciliares que eran conscientes de que la discusión en torno a la madre de Dios no iba a ser una pista de curling, precisamente.
El bando liberal, efectivamente, tenía muchas cosas que
decir sobre el borrador de la Comisión Preparatoria Teológica sobre la Iglesia, y casi ninguna
buena. El principal punto de ataque tenía que ver con el cambio estratégico de
visión que, en opinión de los liberales, estaban dictándole los tiempos a la
Iglesia. Si yo tuviera que escoger la gran idea-fuerza de los liberales en el
Vaticano II y, por lo tanto, el principal concepto que esperaban difundir
quienes impulsaron en concilio, ésta sería la de la, por así decirlo, co
gobernanza de Dios.
Me explico. La Iglesia católica que forzó la convocatoria
del Vaticano II era, ya lo he dicho en estas notas, una Iglesia que, en el
último siglo anterior al concilio, y por primera vez en su existencia de 2.000
años, salía al campo a empatar el partido, y eso con un poco de suerte. La
Iglesia Católica, Apostólica y Romana había dejado de ser la institución
mandante, tanto social, como económica, como políticamente. En cien años, la
habían destrozado como entidad política, arrancándole sus Estados Pontificios;
habían reducido notablemente su capacidad económica; su capacidad geopolítica
se había reducido notablemente, conforme los gobiernos se hacían laicos; y
hasta le habían desamortizado sus bienes. Esto había ocurrido por muchas
razones; pero la principal, dicho de frente y por derecho; la razón principal,
digo, era y es que la mayor parte de la gente ha dejado de creerse sus memeces.
Porque la Iglesia hacía y hace muchas cosas muy importantes, no cabe duda; pero
lleva 2.000 años soltando por la boca unas gilipolleces de enorme calibre. La
más importante de ellas, su autoridad moral, y su liderazgo. Sus monopolios.
La Iglesia se define como el Cuerpo Místico de Cristo.
Esto quiere decir que está estrecha e indefectiblemente unida a Jesús, el hijo
de Dios engendrado y no creado (lo cual quiere decir que está a la misma altura
que el Padre en el organigrama). Dios, por lo tanto, habla a través de la
Iglesia, y de nadie más; o, cuando menos, Dios no habla a través de
otros con la misma calidad de señal que lo hace cuando habla a través de la
Iglesia. La wifi eclesial, pues, es más potente que cualquier otra que Dios
haya podido instalar.
Esta idea, en un mundo crecientemente democratizado como
el del siglo XX, calzaba cada vez peor; y los liberales lo sabían. La mayor
parte de los padres conciliares liberales, ya os lo he dicho, eran titulares de
sedes episcopales occidentales; lugares en los que, en 1962, empezaba a ser más
importante el rock & roll que el puto padre Gómez. Y una de las cosas que
no podían admitir era la teoría clásica del Cuerpo Místico de Cristo, porque
apenas le dejaba al laicado la labor de obedecer y, sin embargo, ellos se daban
cuenta de que la única manera de que los laicos se interesasen por la Iglesia
era que se sintiesen parte de ella. Dueños de ella.
Durante los debates del esquema, las acusaciones de
hieratismo, de rigidez, se sucedieron. El esquema, se dijo, estaba muy
preocupado en defender y definir los ineluctables derechos de la jerarquía de
la Iglesia. La Iglesia, pues, seguía hablando de que otros la obedeciesen, en
un momento en el que debía de estar hablando de caridad, de ecumenismo (es
decir, de que otros también atesoraban la verdad), y de humildad. El obispo De
Smedt, quien como ya hemos visto curraba en el chiringuito de la unidad cristiana
del cardenal Bea, lo resumió diciendo que el esquema era triunfalista,
clericalista y legalista.
"...hasta que el 31 de noviembre..." probablemente fuera el 30
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