miércoles, septiembre 12, 2018

Constantino (1: El hijo del césar de Occidente)


Una de las putadas clásicas de los exámenes de Historia es preguntar qué emperador romano le garantizó al cristianismo su prevalencia en el Imperio romano. El estudiante mediocre o poco atento, muy a menudo, suele caer en la trampa cual ratoncillo borracho, y escribir en su examen el nombre de Constantino el Grande. El alumno saldrá del examen contando esta pregunta como una de las “seguras”, de las de “por supuesto que la puse bien, mamá”; sin embargo, días más tarde descubrirá que la preguntita de marras no era sino una sutil tela de araña que había tejido el cabrón de su magister para pillarle. No, no fue Constantino; formalmente hablando, fue Teodosio en el edicto de Tesalónica.



Cada examinador que ha perpetrado esta putada, y son decenas de miles, si no centenares, en los últimos dos o tres siglos, está cometiendo, en realidad, una gran injusticia. Una injusticia que consiste en encalomarle a los educandos la mayor de las incoherencias de la Iglesia católica; esto es el hecho, inexplicable se mire como se mire, de que el arquitecto de esa misma Iglesia, arquitecto de su estructura de creencias, de su forma de funcionar y de su poder, no fuese, en realidad, miembro del club. Eso de que Constantino fue alguna vez cristiano es un concepto que hay que ser un tanto imaginativo para admitir. Su historia tiene su interés y por eso a mí me apetece contarla. A lo mejor a alguno de vosotros os pillo todavía a tiempo para esquivar la putada.

Constantino llamado el Grande fue emperador de Roma unos 300 años después de que lo fuese Augusto, es decir, después de que la institución imperial comenzase su lento y seguro rodaje al frente del Estado romano. Esta referencia es importante porque hay mucha gente que tiende a ver en el Imperio romano una forma política algo parecida a los faraones egipcios, esto es, una forma política que pasó momentos de mayor o menor poder, de mayor o menor estabilidad; pero durante todos esos cambios permaneció básicamente siendo la misma. Pero no es verdad. Los emperadores romanos siempre se llamaron emperadores, pero acabaron por cambiar de una forma tal que, probablemente, de haber resucitado por milagro alguno de los primeros y más conocidos; de haber resucitado Claudio, o Augusto, o Calígula, en los tiempos ocurrentes tres o cuatro siglo después de ellos mismos, probablemente no habrían sido capaces de identificar lo que viesen como propio.

Algunas de las cosas que acabaron por pasar fueron, sin lugar a dudas, plantas y frutos cuya semilla habían plantado esos emperadores, o sus inmediatos antecesores (como Julio). Me refiero a la progresiva pérdida del poder senatorial. Hay, sin embargo, otras características que en realidad importan más.

El Imperio, como digo, cambió mucho, y muchas veces. Pero su cambio más radical se produjo apenas unos pocos años antes de la llegada al poder de Constantino, con el mando de Diocleciano. Este emperador reinó justo en el encabalgamiento entre los siglos segundo y tercero de nuestra era. Fue en ese momento cuando el emperador reinante se dio cuenta de que el Imperio se había vuelto un ente ingobernable. Para entonces la extensión de los dominios de Roma, y de sus territorios tributarios, era tan grande que ni el mejor estratega militar podía prometer una protección integral del territorio con los efectivos disponibles. Para Roma había dos problemas graves: su extensión extracontinental en el norte de África, y su extensión, también extracontinental, más allá del Bósforo. En ambos casos, Roma había desbordado sus fronteras naturales, por así decirlo, y su capacidad de abrazar toda esa administración bajo un mando único era muy compleja. Esto, que era un problema para la gestión de las cuestiones diarias, era especialmente peliagudo en el caso del ejército, y que la incapacidad que tenía un hombre solo, el emperador, de ejercer con eficiencia el mando supremo de las tropas, llevaba a que los generales en jefe de éstas, sobre todo en zonas alejadas de la metrópoli, se dejasen llevar con facilidad por las ambiciones del cesarismo. A partir del siglo III y sobre todo del IV, por ejemplo, las guarniciones romanas en las islas británicas no dejaron de ser un problema, y de ellas surgirían muchos de los movimientos disgregadores que sufrió el poder romano.

Roma se encontraba, pues, ante el reto de modificar su sistema de gobierno para adaptarse a este nuevo conjunto de necesidades. Pero no fue eso lo que hizo. Lo que hizo fue ajustar el propio sistema, sin ponerlo en cuestión, para mejorar su eficiencia.

Diocleciano mismo había experimentado en su ascensión al poder imperial las necesidades de que Roma tuviera más capacidad de respuesta de la que tenía. Él mismo era una persona de origen relativamente modesto, emplazado además en uno de los últimos círculos concéntricos del Imperio (era dalmacio, esto es, rumano); pero hizo carrera en el ejército y allí, llamándose todavía Cayo Valerio Diocles, entró a currar de guardaespaldas del emperador Caro. Debía de ser un tipo fiel, eficiente o ambas cosas, porque el caso es que en el año 283 Caro lo hizo cónsul; que no es que fuera lo mismo que en los tiempos republicanos, pero todavía era un puesto de poder.

Caro murió aquel año del 283 y, aunque como sabemos el Imperio no era exactamente una monarquía hereditaria, por lo común los descendientes del jefe solían tener cierto derecho de tanteo sobre el cargo. Los hijos de Caro, por lo tanto candidatos a sucederle, se llamaban Numeriano y Carino. A ambos ya se los había designado césares, esto es: personas asociadas al emperador, con parte de su poder y, lo que es más importante, designados para sucederle. Una especie, pues, de príncipes de Asturias o, de forma más precisa, pre o proto emperadores.

Según los historiadores de la época, hubo una conjura que pasaba por matar a Numeriano y luego ocultar su muerte para dar tiempo a los conspiradores a hacerse con el poder. De hecho se lo cargaron cuando estaba desplazándose en su litera, y allí dentro lo dejaron muerto para ocultar la noticia; lo que pasa que unos soldados que pasaron por allí días después se olieron la tostada (nunca mejor dijo) y descubrieron el cadáver.

En este punto, pues, Carino debía tomar el poder, un hecho que cuando menos a mí siempre me ha hecho pensar que algo tendría que ver en la muerte de su hermano (ya se sabe, qui prodest). Carino, además, quería ocultar la muerte de su hermano porque sabía bien que sus partidarios nunca le aceptarían a él al frente del Imperio. Y no se equivocó, pues las tropas partidarias de Numeriano, cuando supieron de la muerte de su líder, eligieron a otro; y ese otro fue Diocles, quien adoptó el nombre de Cayo Aurelio Valerio Diocleciano Augusto, que es como le conoce la Historia. Hubo una guerra civil en la que las tropas de Diocleciano, más numerosas y valiosas, llevaron las de ganar, y en la que Carino habría de entregar la vida.

Diocleciano, por lo tanto, y esto es muy importante, llegó al poder gracias a una guerra interna que había desangrado gravemente a Roma; y consciente del gran déficit de poder que un solo gobernante tenía y siempre tendría en un Imperio tan enorme donde era tan fácil montar conspiraciones contando con el manto de la distancia como ayuda. Además, como persona de origen humilde que había llegado a la cúpula de un sistema de poder descaradamente elitista, sabía bien que lo que él había hecho otro lo podría hacer; Roma estaba en un riesgo cierto de convertirse en un Imperio que encadenase un reyezuelo tras otro hasta disolverse bajo la espada de sus enemigos.

La única solución que encontró Diocleciano para este sudoku fue compartir, siquiera formalmente, el poder imperial. Designar un colega, un co-emperador, que le ayudase a ejercer el poder. En el año 285, Diocleciano había designado césar a un colega militar, Maximiano; mientras él permanecía siendo augusto, esto es, situado claramente por encima. Esto no era novedad, otros emperadores lo habían hecho. Lo que sí fue un cambio fue que, al año siguiente, otorgase a Maximiano el carácter de augusto, esto es: formalmente, lo hizo tan emperador como él mismo. Eso sí, Diocleciano permanecía, por así decirlo, como primer emperador, puesto que siempre tiene que haber alguien que mande más que todos los demás.

La existencia de dos emperadores casi equipotenciarios adelantó, además, la división imperial territorial que todos conocemos, ya que Diocleciano estableció su Corte en la actual Turquía, mientras que Maximiano se estableció en lo que algún día los romanos conocerían como Imperio Occidental, residiendo fundamentalmente en la Galia.

En el año 293, este sistema evolucionó de nuevo cuando ambos emperadores designaron, cada uno, un césar; un probable sucesor ya designado que compartía parte del poder en el día a día. De esta manera es como se perfeccionó un sistema tetrárquico, por el cual el Imperio pasó de estar gobernado por una sola persona, a estar gobernado por cuatro. Diocleciano nombró césar a Galerio y Maximiano a Constancio. En ambos casos, eran colegas. Todos ellos eran militares nacidos en la zona de los Balcanes; los tiempos del orgullo de la ciudadanía romana estricta para los nacidos en la metrópoli quedaban ya muy lejos.

Sería un error considerar, en todo caso, que aquél fue un movimiento democrático. Diocleciano era consciente de que con estas reformas quería conservar el poder, pero también es cierto que en todo momento las impulsó para permanecer él en una posición preeminente respecto de todos los demás. A todas luces, el emperador creó un grupo de gobernantes siguiendo el principio básico de los jefes mafiosos (ten cerca a tus amigos, pero más cerca aun a tus enemigos), convencido de que lograría domeñarlos. Esto, sin embargo, sería más difícil de lo inicialmente calculado. La tetrarquía, que formalmente era un rollo de colegas, venía a adelantar, en mi opinión, la estructura moderna de poder. En el poder contemporáneo, en efecto, y hablamos tanto de poder político como en una gran empresa o en una asociación, es muy común que el líder, para mantener su liderazgo o más bien para reducir la capacidad de sus adjuntos de hacerle sombra, lo que hace es crear una estructura por debajo de él en la que coloca a personajes enfrentados. Una estrategia de este tipo hace que los adjuntos inviertan más tiempo en pelear entre ellos que en pelear con el jefe; algo de lo que el jefe, claramente, se beneficia. Diocleciano, por lo tanto, no fue, cuando menos en mi creencia, ni altruista ni generoso; pretendía, precisamente, consolidarse en el poder más de lo que lo habían estado sus antecesores emperadores.

En fin, como consecuencia de los cambio tenemos a Marco Flavio Valerio Constancio, a quien todos llamaban Cloro por tener la piel extremadamente blanca, situado como césar. Para cuando le nombraron tenía veinte años y estaba casado con una mujer, Helena, con la que había tenido un hijo llamado Constantino. Sin embargo, Constancio repudió a Helena para casarse con Teodora, hija de Maximiano, para de esta manera afianzar los vínculos entre los tetrarcas. Galerio, por su parte, se casó con Valeria, que era hija de Diocleciano. Es de suponer que a Helena todo aquello no habría de hacerle ni puñetera gracia. Eso sí, acabó por cobrarse la cabronada.

El nuevo matrimonio de Constancio tuvo seis hijos: Constancia, a la que volveremos a ver; Anastasia, Eutropia, Anibaliano. Dalmacio y Julio Constancio; el hijo de este último, Juliano, sería el último emperador constantiniano de Roma, y es normalmente conocido por el seudónimo de El Apóstata.

Así pues, Constantino era hijo de césar.

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