Los comienzos de Mandela
Biko
El país y sus vecinos
En 1984, la situación socioeconómica de los negros empeoró de tal manera que su proclividad a los conflictos se disparó. Sudáfrica entró en una crisis económica de dimensiones sistémicas, una crisis que se cebó especialmente en el paro negro. Además, la economía acusó un crecimiento exponencial de la inflación, lo que empobreció notablemente a muchos ciudadanos, pero muy particularmente a los negros de nuevo. Unas cosechas desastrosas sirvieron para unir el campo a la fiesta, y de paso alimentar la inflación.
En 1984, la situación socioeconómica de los negros empeoró de tal manera que su proclividad a los conflictos se disparó. Sudáfrica entró en una crisis económica de dimensiones sistémicas, una crisis que se cebó especialmente en el paro negro. Además, la economía acusó un crecimiento exponencial de la inflación, lo que empobreció notablemente a muchos ciudadanos, pero muy particularmente a los negros de nuevo. Unas cosechas desastrosas sirvieron para unir el campo a la fiesta, y de paso alimentar la inflación.
Cuando llegó el
momento previsto para las elecciones que habrían de designar los
representantes de los mulatos y los indios, la situación se hizo
todavía más complicada. La mayoría de las organizaciones de estos
grupos sociales llamaron al boicot y, de hecho, la bajísima tasa de
participación dejó bastante claro el poco nivel de apoyo que tenían
las reformas de Botha. Para colmo el gobierno, con escaso tacto,
decidió poner en marcha la reforma de los gobiernos locales, una
reforma que exigía incrementar sus niveles de ingresos. Como
consecuencia, la gente se encontró con que en el peor momento de su
situación económica, la presión fiscal se incrementaba.
A finales de año,
en septiembre, todo ese ambiente cristalizó en violencia. Ésta fue
presidida por activistas negros que mezclaban la reivindicación antisegregacional con la revolución sistémica, y que obtuvieron una pronta
alianza con los estudiantes, pero sería totalmente desenfocado decir
que sólo los jóvenes formaron parte de aquellas protestas. La
miopía gubernamental, que como acabo de decir había llevado a cabo
en medio de la merdé una impopular reforma de los ayuntamientos,
provocó que grupos sociales enteros, en no pocas veces alimentados
por iglesias, se unieran a las protestas contra el apartheid.
Los disturbios
adoptaron un cariz muy complejo para el gobierno. Aparte de medidas
pacíficas, como los boicoteos de consumo o las huelgas de alquiler,
muchos grupos organizaron una especie de tribunales populares que
decretaban la persecución de los colaboradores del régimen. Todos
ellos seguían las consignas del ANC, que buscaba hacer irrespirable
la vida en muchas de las ciudades y municipios de Sudáfrica. Los
activistas, si podían, asesinaban a los colaboradores, en lo que
suponía claramente un escalado del conflicto.
Con estos problemas
en la calle, la respuesta del gobierno tenía que ser militar, y lo
fue. Enjambres de soldados fueron enviados a los municipios para
poner orden; pero, por lo general, carecían de un plan coordinado
para ello. Sudáfrica se convirtió en inquilino habitual de las
primeras imágenes de los informativos televisivos del mundo, siempre
tan proclives a ofrecer muertos, coches ardientes y esas cosas. Era
lo que los activistas negros sabían que iba a pasar (y es que es de
pura lógica que sea así), y tuvo el resultado que ellos esperaban:
la opinión pública internacional culpó de todo ello al culpable,
es decir el sistema de segregación.
El verdadero
problema para Sudáfrica llegó cuando, en 1986, se reprodujo para
ella el gran problema que para muchos países europeos se presentó
en 1929, cuando estalló la crisis económica en Estados Unidos: los
grandes bancos estadounidenses decidieron, en sus risk
assessments, que conceder créditos al emprendimiento sudafricano
sobrepasaba los niveles del riesgo tolerable y, consecuentemente,
dejaron de manar dinero. Esto, lógicamente, provocó una gravísima
crisis financiera en un país que claramente carecía de los recursos
monetarios necesarios para financiarse. A mediados de los ochenta,
además, la presión de las opiniones públicas del mundo era tal que
Sudáfrica perdió incluso, si no el apoyo, sí cuando menos la
calculada tibieza que habían mantenido hacia el tema sudafricano
grandes líderes mundiales de corte conservador, como Ronald Reagan o
Margareth Thatcher. Como resultado, las propias organizaciones
patronales blancas acabaron por solicitar reformas y, sobre todo, la
liberación de Mandela.
Botha, sin embargo,
estaba en otro rollo. Aquel primer ministro era, por así decirlo,
una especie de Gorvachov del segregacionismo. De Gorvachov se ha
dicho que muy probablemente fue el último miembro del Presidum del
Soviet Supremo de la URSS sinceramente marxista. Esto lo convirtió
en una persona que era capaz de apuntar reformas, perestroika,
glasnost y todo eso, pero siempre con un carácter limitado, porque en
el fondo no creía que la salida para su país fuese otra que el
comunismo. A Botha le pasaba lo mismo. Era un político lo
suficientemente finisecular como para entender que su país tenía
que abordar reformas; pero, al mismo tiempo, todas esas reformas
tenían, en su cabeza, que ser de tal naturaleza que conservasen
intacto o prácticamente intacto el poder blanco. Era, por lo tanto,
un reformista de utilidad limitada, un político que se crecía ante
la presión, optando por ser más represor todavía de lo que lo era
con anterioridad.
El gobierno
sudafricano declaró el estado de emergencia, situación bajo la cual
las fuerzas de seguridad recibieron la orden de trabajar, de forma
legal o alegal, para descabezar a las principales organizaciones
negras, buscando a sus líderes y neutralizándolos. El ejército
pronto comenzó a enviar hacia las prisiones autobuses repletos de
activistas. Se impuso la censura de prensa y el primer ministro
declaró que Sudáfrica era perfectamente capaz de caminar sola.
Inicialmente, todo
esto mostró su utilidad. En efecto, como había esperado Botha, la
mayoría de las organizaciones, grupos y grupúsculos, perdidos sus
principales líderes y las personas más activas, no supieron muy
bien qué hacer.
En todo este tiempo
de escalada de violencia entre negros y blancos, el inquilino de la
prisión de Pollsmoor, Nelson Mandela, realizó varias intentonas de
negociación. A través de terminales y amigos, trató de llevar la
propuesta de una entrevista con Botha en la que ambos líderes,
decía, tratarían de buscar una solución para que el futuro de
Sudáfrica no consistiese únicamente en violencia y más violencia.
Botha, sin embargo, ni siquiera se dignó contestar aquellas
sugerencias. Ni de coña estaba dispuesto a reconocerle al ANC el
estatus de interlocutor suyo; pero, ciertamente, ordenó que las
condiciones de encarcelamiento de Mandela fuesen suavizadas. El día
de Nochebuena de 1986, Mandela vio la calle por primera vez en 26
años; un funcionario de la prisión se lo llevó de paseo en su
coche por Ciudad del Cabo. Fue el primero de una serie de viajes
cortos de relajación prisionera. Mandela fue llevado, en esos
desplazamientos, a hoteles costeros y pequeños pueblos pesqueros, o
a las montañas en el interior. En esas visitas pudo sentarse como un
ciudadano normal en terrazas y tomar café, cosas así. En una
ocasión, incluso se reunió con su mujer y sus hijos.
Esto lo hemos
sabido con el tiempo. Por supuesto, el gobierno encargó la
organización de estas visitas a un grupito de funcionarios de
prisiones que no podía confesárselo a nadie y, de hecho, en el
tiempo de aquellas salidas ni una sola se filtró al conocimiento
público (probablemente, de haber ocurrido esto las visitas habrían
terminado). Mandela se mezclaba con la gente normal, además,
prácticamente sin riesgo de ser reconocido. Ninguna de las personas
que se lo cruzaba por la playa mientras paseaba lo había visto en 26
años.
Mandela, sin
embargo, no se contentó con estos regalos, que estaban diseñados
para convencerle de que cambiase su bienestar personal por dejar de
dar la matraca con el tema del diálogo. De hecho, utilizó su
régimen más cómodo para redoblar sus mensajes sobre la necesidad
del diálogo. Le transmitió al gobierno sudafricano la idea de que
él no estaba interesado en ser liberado de la prisión, a menos que
esa liberación fuese una más de una serie de medidas simultáneas,
entre las cuales debía incluirse, sí o sí, la legalización del
ANC. Tardó dos años, pero lo consiguió. En 1988, el gobierno
nombró un grupo de altos funcionarios que, de una forma discreta,
estudiaría con él la viabilidad de diversas medidas políticas.
Esta comisión se
reunió con Mandela durante meses. Las cosas no fueron ni bien ni
mal, y esto es lo que acabó por impacientar al líder negro. Un día,
en medio de una de las negociaciones, Mandela estalló y les dijo que
no tenía sentido hablar con personas como ellos, que no tenían el
poder efectivo. Yo, dijo, con quien tengo que hablar es con el señor
Botha.
Así, finalmente se
produjo el hecho histórico: el encuentro, el 5 de julio de 1989,
entre Nelson Mandela y Pieter Willem Botha; la víctima y el
victimario.
Aquel día, Mandela
se encontraba en la prisión Victor Verster cerca de Paarl. Unos
policías fueron allí a sacarlo, meterlo en un coche y llevarlo a un
aparcamiento subterráneo debajo de Tuynhuys, una mansión en Ciudad
del Cabo cerca del Parlamento, que servía de residencia del
presidente. Desde allí fue conducido al despacho de Botha.
Mandela dejó dicho
que su primera impresión fue muy sorprendente. Él esperaba
encontrarse a un hombre duro y despreciativo (al fin y al cabo, él
no dejaba de ser un puto negro), pero se encontró con un hombre
amable, sonriente, que cruzó todo el despacho para estrecharle la
mano y saludarlo con una amplia sonrisa en el rostro. “Lo que más
me impresionó”, dijo, “es que fue él quien sirvió el té”. A
nosotros nos podrá parecer una gilipollez. Pero para un negro
sudafricano de 1989, que un blanco, para colmo primer ministro, le
sirviese el té, debió ser como hacer un viaje el tiempo hacia el
futuro.
Mandela y Botha no
estaban ahí para resolver el problema de Sudáfrica. Estaban ahí
para romper el hielo, y eso fue lo que hicieron. Su conversación
duró una media hora, y se centró en aspectos generales de la
Historia de su país. Días después la noticia del encuentro fue
filtrada a la prensa, y mucha gente se hizo pajas con su contenido. A
la versión seudooficial del gobierno sudafricano, que se limitaba a
calificarlo de courtesy call, los típicos lisssstos y
enteradillos de vía estrecha, porque en el mundo, desde Solón,
siempre ha habido tertulianos, opusieron la versión de que todo era
mentira y se llenaron la boca diciendo que tenían fuentes muy
fidedignas según las cuales ambos líderes habían entrado poco
menos que a negociar la cotización media de los trabajadores negros
a la Seguridad Social del año 2040. Pamemas, comme d'habitude.
Ambos líderes charlaron de esto y de aquello. Lo único importante
era que charlasen.
Botha sabía muy
bien lo que estaba haciendo con su gesto y la subsiguiente filtración
para su conocimiento público: se había reunido con un tipo al que,
hasta cinco minutos antes de la reunión, había calificado de
terrorista comunista. Pero también es cierto que este gesto,
exactamente este gesto y nada más, es todo lo que Botha estaba
dispuesto a darle a los negros de Sudáfrica y a la opinión pública
mundial. Pieter Willem Botha había decidido que él no iba a pasar a
la Historia como el blanco que le entregó el país a los negros.
Probablemente pensaba que era inevitable que fuese así, pero el suyo
era un compromiso personal con el sistema en el que había nacido y
se había hecho grande como político. Botha estaba dispuesto a
servirle el té al jodido Mandela, pero no a darle derechos a los
jodidos negros.
Es probable,
además, que aquel 5 de julio de 1989 P. W. Botha supiera cosas que
los demás no sabíamos, o hubiese tomado decisiones que obviamente
sólo conocía él. Porque el caso es que, no más de medio año
después de aquella entrevista, el primer ministro dimitió de su
cargo. La violencia, la crisis económica y los gestos amables hacia
Mandela lo habían tensionado en exceso, y para entonces las
diferentes sensibilidades blancas tenían serios problemas para
entenderse. Pero ése no fue un proceso que se produjese desde la
entrevista con Mandela; si acaso, tan sólo se aceleró. Venía
produciéndose de tiempo atrás, sobre todo a causa de las presiones
de la clase empresarial a la que muchos políticos pertenecían. Por
lo tanto, no hemos de interpretar, en mi opinión, que la entrevista
Botha-Mandela rompió el gobierno de los blancos. Para mí, lo más
probable es que la entrevista se produjese porque el gobierno
estaba roto, Botha lo sabía, conocía su escasa supervivencia en el
poder y, por lo tanto, sabía que su gesto no tendría consecuencias
para él.
Tal vez pensó:
“para dos minutos que me quedan en el convento...”
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