Los comienzos de Mandela
Está mal el
decirlo, pero la Sudáfrica que metió a Mandela en el maco
experimentó en los años sesenta un periodo de prosperidad económica
irrepetible. En la década de los sesenta, sin ir más lejos, fue el
segundo país del mundo que registró mayor crecimiento económico
después de Japón. Una de las claves de esta bonanza fue el
incremento constante del comercio con los países desarrollados, y un
flujo permanente de inversión en el país con el mismo origen. La
excelente situación económica promovió, asimismo, la inmigración
blanca, en número de un cuarto de millón de personas en aquella
década. Aunque lógicamente esa llegada supuso una mayor variedad de
la Sudáfrica blanca, no por ello cambió el hecho fundamental de que
el poder político y social del país lo tenía la minoría
afrikaner, constantemente atendida y potenciada por la legislación y
el día a día de un país que dicha clase social consideraba suyo.
El Paraíso, sin
embargo, tenía sus problemas. Hendrik Verwoerd, el arquitecto de
aquel sistema como primer ministro, fue asesinado en 1966, aunque no
precisamente por un activista negro. Nadie, sin embargo, se tomó
este hecho como el signo de que algo debía cambiar y de hecho el
sucesor del primer ejecutivo del país, John Vorster, fue escogido
para mantener el sistema en sus planteamientos.
La principal labor
que se planteó Vorster fue frenar el flujo de desplazamientos de los
negros desde las zonas rurales hacia las ciudades (blancas) o sus
alrededores. El objetivo del gobierno era, por lo tanto, que nos
negros asumieran su condición de población fundamentalmente rural,
llevando el concepto de apartheid hacia un significado geográfico.
Para ello, los negros residentes en las ciudades vieron cómo la
mayoría de los pocos derechos de que disfrutaban les eran retirados
y, además, se establecieron políticas para desplazar a las zonas
rurales a todo tipo de negros considerados no productivos (en
esencia, todos menos los hombres jóvenes y algunas mujeres, todos
ellos con trabajo). Se llegó algunos años a provocar hasta 700.000
expulsiones bajo el paraguas de esta nueva legislación.
Como se ha dicho,
el gobierno tendía a respetar ligeramente a los negros empleados,
pero al mismo tiempo se pretendía que todos esos trabajadores fuesen
commuters que se desplazasen constantemente entre su ghetto
y el emplazamiento en las ciudades de los blancos en el que
trabajase; se les permitiría algún que otro desplazamiento al año
al campo para ver a su familia. El destino de los trabajadores
negros, por lo tanto, era, o bien pasar horas yendo y regresando del
trabajo; o bien vivir en barracones de trabajadores, desposeídos de
cualquier infraestructura aparte de la residencial básica, que por
lógica pronto se convirtieron en puntos de extrema violencia,
alcoholismo y consumo de drogas. Ni siquiera se permitía que
aquellos complejos prosperasen. La legislación no permitía a los
negros tener más de un negocio, lo cual, unido a otras
restricciones, hacía que en aquellas áreas para negros las
posibilidades de esparcimiento o de vida cultural fuesen escasas,
cuando no nulas. Eran áreas sin bancos, sin lavanderías, sin
grandes supermercados. Incluso las viviendas carecían de los
servicios más básicos. La barriada que se hizo más famosa fue la
de Soweto, en las afueras de Johannesburgo.
Por supuesto, en el
mundo laboral la situación continuaba. A los negros se les vedaba el
trabajo cualificado, la sindicación o incluso el derecho a hacer la
huelga; y todo ello por un salario que no resistía comparación ni
con el de los blancos, ni con el que hubiera sido lógico pagar en
una economía tan boyante.
Muy especialmente,
el gobierno Vorster inició una cruzada contra los black spots,
como se conocía a porciones de tierra rural que habían sido
tradicionalmente ocupadas por negros (tal vez porque los habían
adquirido mucho tiempo atrás, tal vez porque habían sido en su
origen tierra misional) y ahora estaban rodeados de granjas propiedad
de blancos. En la ideología afrikaner, la presencia de estos lugares
era algo que debía resolverse mediante el exilio de los negros, y
esto fue lo que se practicó. El gobierno procedió a desplazar
forzadamente a centenares de miles de pobladores negros, mientras una
política perfectamente planificada de mecanización del trabajo
rural dejaba sin trabajo a centenares de miles de ellos.
La población
negra, por lo tanto, estaba fuertemente discriminada en su propio
país. Pero aun así, eso no impedía que algunos negros lograsen una
educación mínima; y en ese mundo de estudiantes jóvenes fue donde
se crió una nueva generación de activistas con cierta capacidad de
tomar el testigo de los primeros resistentes del ANC, casi todos en
la cárcel. El principal elemento de esta resistencia fue Steve Biko.
Biko, un estudiante de medicina, estaba fundamentalmente preocupado
por los efectos que había tenido el apartheid sobre los negros a la
hora de acabar con su propia estima y con la percepción de su poder.
Su eslógan, por lo tanto, venía a ser algo así como “los negros
sólo nos tenemos a nosotros mismos”. En 1972, abandonó sus
estudios de medicina y decidió dedicarse al activismo full time.
La respuesta del poder fue casi inmediata: al año siguiente, tanto
Biko como otros siete activistas fueron objeto de órdenes
restrictivas. En el caso de Biko, su confinamiento se produjo en King
William's Town; no sólo se le impuso vivir allí, sino que se le
prohibió hablar delante de más de una persona a la vez, o escribir.
Pasó tres años trabajando en el lugar de su confinamiento, pero
permanentemente hostigado por la policía, que en ese tiempo lo
detuvo 29 veces.
En 1974, el poder
colonial portugués en Angola y Mozambique se derrumbó, noticia que
supuso una importante inyección de moral para el activismo negro
sudafricano. Y más aún dos años después, cuando en Angola el grupo
marxista del MPLA tomó el poder y las tropas sudafricanas debieron
abandonar el país. Para los negros sudafricanos, aquello fue una
victoria suya y una derrota de los blancos.
Con todo, lo que
soliviantó a los negros hasta el punto de comenzar una rebelión
fueron las decisiones del gobierno blanco sobre el sistema de
educación de los bantúes, o sea ellos. Verwoerd había
diseñado un sistema que, básicamente, estaba hecho para que los
negros recibiesen educación sólo en aquella intensidad y materias
que fuesen necesarias para servir a los blancos. Solía decir aquel
primer ministro, por ejemplo, que no era necesario enseñarle
matemáticas a los negros si, al fin y al cabo, no las iban a usar en
la vida (argumento éste, por cierto, que es diariamente esgrimido
por cienes y cienes de jovenzanos educandos de la LOGSE, a los que les costará entender que hay gente para la cual saber integrar es una reivindicación de libertad). La propia
política administrativa, que reservaba para las escuelas bantúes
tan poco dinero que las convertía el cubos de basura, estaba
indirectamente fomentando el abandono escolar; los blancos, digámoslo claramente, lo tenían montado todo para que los negros fuesen tontos del culo. Ahora, sin embargo, el
gobierno dio un paso más imponiendo la enseñanza de materias en
afrikaans e inglés, en lugar de la lengua vernácula de los bantúes
(lo que se dice una inmersión lingüística; no sé si sonará). El
problema no era el inglés, un idioma que (con un acento por lo general bastante inextricable,
todo hay que decirlo) tanto profesores como muchos alumnos llegaban a
dominar decentemente. El problema era el afrikaans; un idioma extraño
totalmente a la mayoría de los negros. Y es que, ejem, obligar a alguien a estudiar en un idioma que no es su idioma materno viene a equivaler a apostar doble contra sencillo a favor del abandono escolar o, en el mejor de los casos, el rendimiento apenas pasable.
Así las cosas, en
Soweto, comienzo de la movida, los estudiantes comenzaron a boicotear
las clases en afrikaans, luego convocaron huelgas y luego una gran
manifestación. El 16 de junio de 1976 se produjo dicha
manifestación, formada por varias columnas de manifestantes. La
policía llegó y abrió fuego, matando a un niño de 13 años.
Conforme la noticia de la muerte se fue conociendo, los negros
pasaron de la manifestación a la violencia; atacaron edificios del
gobierno, así como comercios. Los problemas se extendieron a otras
ciudades del Transvaal. En una semana, más de 150 personas habían
sido asesinadas por la policía. En ese punto, el gobierno decidió
dar marcha atrás con su chorrada de la inmersión lingüística en
afrikaans, pero para entonces ya daba igual; las protestas habían
pasado del fuero al huevo.
Coincidiendo con
esa revitalización de las protestas callejeras, Biko había
comenzado a romper las reglas de su estricto régimen legal. Comenzó
a viajar y a escribir. En agosto de 1977, cuando regresaba de una
reunión clandestina en Ciudad del Cabo, fue arrestado cerca de
Grahamstown. Estuvo arrestado veinte días, completamente desnudo y
en unas condiciones deplorables. Después, fue trasladado desde su
celda a la sede central de la Policía, en el edificio Sanlam de Port
Elisabeth, para su interrogatorio. Por interrogatorio hemos de
entender que le dieron tal mano de hostias que colapsó. Desmayado,
lo esposaron de pies y manos y lo dejaron un día entero en el suelo,
sin asistencia médica alguna, para que se recuperase. Para entonces
ya apenas decía incoherencias. En la noche le liberaron las manos
(no así las piernas) y le dieron algunas mantas (seguía desnudo).
Todavía pasó un día entero más antes de ser llevado al hospital,
y eso sólo porque lo encontraron echando espuma por la boca. En ese
estado, además, lo llevaron al hospital, sí; pero a Pretoria, casi
1.000 kilómetros más lejos. Hizo un viaje de once horas en la parte
de atrás de una furgoneta policial, con la sola compañía de una
botella de agua. El 12 de septiembre, en el hospital, donde lo
dejaron en el suelo cubierto con una manta, terminó de fallecer.
Dos días después,
James Kruger, ministro del Interior del gobierno sudafricano, anunció
la muerte de Biko, si bien dijo que la causa de la misma había sido
una huelga de hambre.
La muerte de Steve
Biko cambió muchas cosas. Hay mucha gente que muere y prácticamente
no sirve para nada. Pero en el caso de Biko, a sus parientes, amigos
y seguidores les puede quedar, sin ninguna duda, el consuelo de
pensar que no se trató de una muerte completamente inútil. En el
corto plazo, el fallecimiento del detenido provocó una nueva espiral
de violencia por parte de los negros, pero hay que reconocer que no
fue una espiral muy productiva y que, con el tiempo, pudo ser
dominada por las fuerzas policiales blancas. Pero la cosa no termina
ahí.
Hay una ley física
que antes se estudiaba en la escuela, hoy la verdad ya no lo sé, que
es la Ley de Hooke. Si no la recuerdo mal, habla de la capacidad de
un muelle de regresar a su posición inicial tras haber sido
estirado, y de la existencia de un nivel de fuerza a partir del cual
el muelle ya no regresa a dicha posición inicial. Steve Biko, de
alguna manera, fue la Ley de Hooke de Sudáfrica. Aunque las
protestas que provocó su muerte dentro del país fueron a la postre
sofocadas, incluso para los más inteligentes políticos blancos de
Sudáfrica se hizo evidente que el poder blanco se había cebado con
él en exceso, había permitido su muerte en unas condiciones de
desprecio ético insostenibles, y que eso acabaría por tener sus
consecuencias. El martirio de Steve Biko colocó al régimen
sudafricano, fuertemente dependiente en su economía de la inversión
extranjera, expuesto al juicio internacional. Sudáfrica comenzó a
apestar a sudor de negro torturado; y ésos son negocios de los que
el dinero, cobarde por naturaleza, no quiere saber nada.
A partir de la
muerte de Biko, el apartheid sudafricano comenzó a jugar un partido
al que no estaba acostumbrado. La idea de la dominación blanca era
hacer y deshacer a conciencia aprovechando que nadie miraba, porque
al fin y al cabo la pasta fluía (algo parecido a lo que ocurre con
la China actual). Ahora, sin embargo, los aspectos más deplorables
de ese hacer y deshacer se habían hecho evidentes.
Había llegado el
momento de saltar al campo con el público en contra.
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