Quién: Larrie D. Ferreiro
Qué: Brothers at arms. American independence and the men of France and Spain who saved it.
Dónde: Random House USA
Cuánto: Unos 15 pavos, con descuentillo en el Kindle. Desconozco si hay versión en español, lo siento.
Nota: 9 sobre 10.
Dicen que el segundo es el primero de los últimos pero, la verdad, cuando lo que se ventila en un premio es la cultura, la cultura de verdad, eso no es tan verdad. Este libro que aquí os traigo hoy, Brothers at arms, quedó finalista en la categoría de Historia del último premio Pulitzer, lo cual supongo lo coloca en el primero en la lista de los libros que no hay por qué leer; y, sin embargo, yo estoy escribiendo estas líneas para recomendaros que lo leáis; que lo hagáis, incluso, antes de leer al ganador que, vaya hombre, ahora mismo ni me acuerdo de quién ha sido.
El comienzo del texto de Ferreiro es cautivador, aunque supongo que tendrá sus detractores en los Estados Unidos. Nos viene a decir el autor que la declaración de independencia, el segundo texto más importante de la Historia de los Estados Unidos (1), no es lo que la gente cree. Está muy lejos de ser una valiente y bravucona declaración de independencia, sino que es una llamada de auxilio con destino en París y Madrid. Porque los hombres que redactaron ese papel tenían claro que nunca serían independientes por sí solos; que necesitaban aliados para poder ganar su guerra.
Tanto Francia como España tenían intereses en la zona, como es bien sabido. Francia anhelaba cuando menos áreas de lo que hoy conocemos como Canadá, y la presencia americana de España se adentraba bastante en Norteamérica. Sin embargo, como bien nos cuenta Ferreiro en su libro, en realidad no fueron, o no fueron principalmente, los intereses territoriales los que impulsaron a París y Madrid a ayudar a los estadounidenses; en buena medida, esos intereses, cuando menos en el caso español, no se veían amenazados por la presencia británica. En realidad, el principal interés de París (España, aquí, operaba un poco como elemento complementario, arrastrado por el Pacto Borbónico) tenía que ver con el gravísimo desequilibrio geopolítico que había creado la denominada Guerra de los Siete Años, en la que Inglaterra se había impuesto claramente a las potencias continentales y había cimentado su supremacía, sobre todo naval.
Francia y España no inventaron la rebelión de las colonias, cierto es. Eso es todo mérito de la clase política británica y de sus reyes, quienes nunca han sido unos hachas, que digamos, entendiendo que incluso a un vasallo hay que tratarlo decentemente. Pero lo que sí es cierto es que, una vez producida la rebelión y comenzada la tangana, se les apareció una oportunidad muy buena de, por decirlo en términos más actuales, «hacerle un Vietnam» a Londres, esto es, desgastar al enemigo en una guerra en la que ellos participaban como consortes, no protagonistas; y, sobre todo, que no tenía por teatro principal su propio terreno. Para Francia, además, activar el teatro bélico americano era de gran importancia porque tenía la sensación (sensación, más que probablemente, cierta) de que no tenía capacidad para afrontar una guerra a gran escala con Inglaterra, que sería la segunda en el mismo siglo; y, sin embargo, esa posibilidad estaba muy cercana por el creciente rumor de tambores de guerra que se apreciaba entre España y Portugal. A la luz de la Historia, cabe decir que la estrategia francesa (pues fue más francesa que española) fue notablemente exitosa: Inglaterra quedó debilitada por la pérdida de sus colonias en Norteamérica, y Francia evitó desangrarse en una guerra prematura, lo que le permitió a la larga consolidar el ejército más potente de Europa y uno de los más potentes de la Historia. Eso sí, la Revolución Francesa vino a impedir que los padres de la movida disfrutasen sus consecuencias.
El enfoque de Ferreiro no es, sin embargo, darle el protagonismo de su relato a las grandes líneas estratégicas, que por otra parte son descritas con eficiencia. Lo que busca el autor es que su libro lo protagonicen personas con nombres y apellidos. Y acierta, la verdad. El apoyo a la revolución americana tuvo, qué duda cabe, importantes elementos de eso que hoy llamamos geopolítica. Pero también hubo muchos pequeños y grandes protagonistas que se dejaron llevar por sus decisiones, en ocasiones sus ambiciones, personales. Es una cosa parecida a las Brigadas Internacionales de nuestra guerra civil: muchos de sus integrantes vinieron a luchar a España porque el comunismo internacional, coordinado por la URSS, tenía una estrategia que se basaba en ello. Pero otros muchos vinieron a luchar a España por convicciones personales; porque consideraban necesario para su conciencia revolucionaria tomar las armas, o porque consideraban España como el principal teatro de una revolución en la que creían. Es muy difícil, en circunstancias como ésta, construir un relato equilibrado; de hecho, la mayoría de los libros sobre las Brigadas cargan demasiado de un lado, o del otro. Por eso se hace interesante y deliciosa la lectura de este libro, ya que está muy decentemente equilibrado. Tendencias políticas y estratégicas y peripecias personales se juntan, se mezclan, se explican unas a otras, y el resultado es un retablo muy completo de lo que pasó.
El protagonismo, en todo caso, es de las personas, y son muchas las peripecias personales que son relatadas en el libro. Quizá mi preferida sea la de Pierre-Augustin de Beaumarchais, un dramaturgo francés que tenía gran querencia por España (cosa que se nota en sus famosas obras Las bodas de Fígaro y El barbero de Sevilla). Beaumarchais fue un tenaz y aplicado financiador de la revolución americana, cosa que en todo caso hizo mediando un notable ánimo de lucro personal; y lo hizo pretextando ser un honrado comerciante español. Para ponerle una adecuada fachada a su actividad creó una firma llamada Roderigue Hortalez. Un gesto que viene a demostrar que el buen gabacho creía conocer España, pero en realidad no era tanto así. Pues es un hecho que en España jamás ha habido nadie que se llamae Roderigue, ni que se apellide Hortalez. Décadas después, otro escritor francés, Víctor Hugo, cuando quiso poner en el título de una de sus obras el nombre de una población netamente española, decidió escribir Hernani. No sé muy bien cómo le pudo sentar esto a Sabino Arana.
¿Han sabido los Estados Unidos reconocer el mérito de sus conmilitones? De esto van las últimas páginas del libro, en mi opinión con matices excesivamente positivos. Es cierto que los estadounidenses no han olvidado a Jorge Farragut ni, por supuesto, al general Lafayette; es cierto que en la toponimia estadounidense hay trazas de esos homenajes a los hombres que lucharon por la independencia de las colonias. Pero también lo es que para un país que ha construido una (lógica) épica nacionalista basada en el concepto de que nos mataos que apenas tenían a Dios de su parte comenzaron a tirar cajas de té por las bordas, a gritar Brits are cumin'! de pueblo en pueblo, a bordar banderas en secreto y toda la pesca; una épica basada en estos elementos, digo, es muy poco compatible con la subordinada «aunque, la verdad, sin los franceses y los españoles no habríamos ganado ni de coña». La Historia la escriben los vencedores; y los vencedores, por definición, denigran al adversario, y esconden al aliado.
Lectura, pues, entretenida, documentada y yo diría que necesaria para todo aquél que tenga la idea de que la España del siglo XVIII no fue sino un tiempo en el que viejos hidalgos nostálgicos de grandezas perdidas sestearon sentados en sus sillones mientras veían al país caerse a trozos, mientras el rey cazaba venados en El Pardo. Hicimos cosas muy molonas en el Caribe, en Pensacola. Y, al fin y a la postre, le dimos en todo el bebe al bullier de aquel patio que fue el vestíbulo del siglo XIX. Y, no sé a vosotros; a mí, sin duda alguna, tocarle los huevos a la Pérfida Albión me pone mucho.
(1) ¿Todavía te estás preguntando cuál es el primer texto más importante de la Historia de los EEUU? Pues, obviamente, la respuesta que Groucho Marx le da a Margaret Drummond al final de A day at the races: «Te confieso que soy veterinario, no médico; pero si te casas conmigo, te prometo no volver a mirar a otro animal»
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