Tras la victoria de Maritsa, los turcos
tuvieron el campo abierto al oeste de sus posesiones balcánicas.
Diversas poblaciones fueron cayendo una a una y, lo que es más
importante, la nobleza local tomó conciencia de que no le podía
hacer la guerra a los islamitas. Lázaro, rey de Serbia, aceptó
pagar tributo a los otomanos; y Juan Chichman III, rey de Bulgaria,
le entregó a su hermana Tamara al sultán para que se casara. En
toda Bulgaria, el único Estado no tributario de los turcos era
Vidin, cuyo rey Stratsimir aceptaba la soberanía del rey de Hungría.
Lázaro cometió el error egoísta de
no ir en ayuda de Chichman cuando éste fue elegido por los turcos
como la primera pieza del dominó que iban a acometer. Para cuando
Chichman cayó, Lázaro trató de oponerse él mismo y la verdad es
que fue capaz de allegar una coalición que incluía a todos los
reinos cristianos de la zona que o no estaban subyugados por los
turcos, como Serbia; o habían alcanzado la paz con ellos, es decir
los griegos imperiales. Lázaro consiguió la ayuda de Tverko, rey de
Bosnia; el voivoda Vuk Brankovitch, gobernador de Kosovo en vasallaje
respecto del propio Lázaro; Mircea el Grande, rey de los valaquios;
y de los alabaneses. A base de pasta y promesas, Lázaro logró
allegar a sus tropas efectivos búlgaros, húngaros y hasta polacos.
Toda esta abigarrada gente se presentó
en el campo de batalla de Kosovo que decidió en 1389 la suerte de
la Europa oriental; cosa, pues, de setenta años antes de cuando
dicen los cultiparlantes y repiten los maestros (éstos porque no
tienen otro remedio) que ocurrió lo que ocurrió.
El ejército turco, merced a las
reformas de Aladín, no era moco de pavo. Incluso estaba reforzado
por contingentes cristianos. Entre ellos podría estar, incluso, un
héroe local, una especie de Cid Campeador balcánico: Marko
Kralievitch, hijo de Vukachin al que hemos visto ahogarse en Maritsa.
Kralievitch es objeto de un montón de poemas épicos serbios en los
que se lo hace aparecer como un guerrero sin par, incluso a veces con
poderes extranaturales, quintaesencia del patriotismo serbio. En la
realidad, como le ocurre al propio Cid, da la impresión de que el
muchacho era más bien una espada de alquiler, que de hecho se
arrendó no pocas veces a esos enemigos a los que la épica dice que
odiaba a muerte y tal.
Kosovo le costó la vida a los dos
reyes principales que participaron en la batalla. Miloch Obilitch, un
noble serbio quien al parecer habría traicionado a sus pares y
quería lavar su afrenta, se las arregló para introducirse en la
tienda de Murad, al que apuñaló. Sin embargo, fue Lázaro quien
corrió peor suerte, pues, sea por la traición de su sobrino Vuk
Brankovitch, sea por la de un general bosnio llamado Vladko, que la cosa
no está clara, acabó en manos de los turcos. Fue conducido a la
presencia de Murad, que todavía presentaba constantes vitales, y
ejecutado allí mismo.
En su lecho de muerte, Murad definió
los términos de su herencia. Dejó la práctica totalidad de la
península balcánica a uno de sus hijos, Bayecid, a quien en España
conocemos como Bayaceto, lo cual es una cosa que siempre me ha
intrigado bastante, pues no logro entender qué puñetera dificultad
hay en pronunciar Bayecid que haga necesario decir Bayaceto.
Murad, sin embargo, dejaba muchas más
cosas que sus posesiones europeas. Desde los primeros años del
sultanato de Murad, los turcos de Asia Menor se habían visto
hostigados por el príncipe de Karaman. Este príncipe, espoleado por
la envidia del éxito turco, había levantado contra el sultán a un
grupo importante de señores de la guerra locales. Murad, como
respuesta, se hizo con Ancira, cuidad que nosotros conocemos mejor
como Angora, lo que le dio el control del centro de Anatolia y de las
grandes rutas comerciales. Más tarde, casó a uno de sus hijos con
la hija del príncipe de Kermian; la niña trajo consigo, como dote,
importantes territorios. Además, compró una parte del principado
de Hamid, aunque esta venta, al parecer, fue de las del tipo que si
el vendedor se negare a vender, perdía la cabeza. Al morir, pues,
Murad era dueño de prácticamente toda Asia Menor.
Exactamente igual que Orkán y Aladín,
Murad también abordó la organización de su imperio con la ayuda de
su visir, Kara Halil Djendereli, que adoptó el nombre de Khair el
Din. Es de los tiempos de Murad que la estructura de la nobleza
otomana quedó fijada, como quedó fijada la estructura de mandos
administrativos: los Anadolou beilerbeyi o gobernadores de las
posesiones asiáticas; los Roumili beilerbeyi o gobernadores
de las posesiones Europeas o de los romanos; el kazi askier,
juez del ejército que luego pasó a serlo de asuntos civiles; y los
soubacht o gobernadores de distrito. El creciente poder turco
también forzó una reforma del ejército.
Murad fue también un devoto musulmán
que hizo construir un montón de tekké o monasterios de
derviches, así como madrasas o escuelas de teología islámica.
Aunque a los no turcos nos importe más bien poco, también hay que
anotar aquí que Mourad inventó la toughra o firma
tradicional de los sultanes otomanos. Posteriormente convertida en un
monograma, su origen viene del momento en el que Murad firmó su
primer tratado con un reino cristiano (Ragusa); para darle algo más
de solemnidad, decidió meter la mano en la tinta y firmar estampando
su palma entera al pie del documento. Fue Murad, por lo tanto, un
gran sultán, llorado por sus súbditos, que lo llevaron a enterrar a
Bursa, donde, además de otorgarle el sobrenombre habitual de los
sultanes (ghazi, o sea, vencedor), le otorgaron el de
Khodavendiguiar, que viene a ser como señor o soberano, pero
con importantes reminiscencias de poder religioso o sobrenatural (el
término es de origen persa y deriva de Khouda, Dios).
Bayecid, por su parte, llegó al trono
con las ideas muy claras: lo primero que hizo fue hacer matar a su
hermano Yakub. De hecho, esto de cargarse al hermano al llegar al
poder se convertiría en una costumbre entre los otomanos e incluso,
según algunos autores, llegó a estar regulado por la ley.
Bayecid se planteó desde el principio
ser un potente jefe militar; y lo consiguió. La batalla de Kosovo
puso a su disposición Serbia, entonces gobernada por una reina
regente, la princesa Militsa, quien lo hacía en nombre de sus hijos
Esteban y Vouk. Militsa tuvo que convertirse en tributaria de los
turcos, así como aportarle hombres a su ejército. Bayezid, por
último, se casó con la hija menor de Lázaro y Militsa.
Lo segundo que hizo Bayezid fue jugar
constantemente sus cartas en diferentes alianzas con emperadores
bizantinos. Eran tiempos muy convulsos para Constantinopla, los
tiempos de Juan V y de sus hijos y nietos, Andrónico IV, Juan VII, o
Manuel II. Los turcos se aliaban con unos u otros partidos según les
convenía. De esta manera, Manuel II tuvo que formar parte, junto con
tropas griegas, en el sitio de Filadelfia, un destacamento que había
quedado dentro de las posesiones turcas pero que conservaba una
guarnición bizantina. Algo más tarde Juan VIII hubo de aprobar la
erección en Costantinopla de una cuarta mezquita y, además, de un
tribunal de derecho islámico, que se encargaría de juzgar a los
turcos residentes en la ciudad.
En 1393, Suleimán Chelebi, hijo de
Bayezid, se lanzó al frente de un ejército potente contra Tirnovo,
capital de Bulgaria. Durante tres meses, los búlgaros resistieron
como pudieron, comandados por el patriarca Evlimi. Pero el 13 de
julio, la ciudad fue tomada al asalto, tras lo cual los turcos
entraron en ella a sangre y fuego. Chichman, rey de los búlgaros, no
se encontraba sin embargo en la ciudad; probablemente, se refugió en
la fortaleza de Nicópolis. No está muy claro si mantuvo una lucha
contra el sultanato durante unos años, muriendo en batalla, o fue
finalmente apresado por Bayezid y murió en cautiverio.
Al año siguiente, Bayezid regresó a
Asia, donde realizó una leva importante de soldados con la que cruzó
de nuevo a Europa. Su intención era atacar a Mircea, príncipe de
Valaquia. En algo muy parecido a un paseo militar, le plantó
batalla, lo venció, lo hizo prisionero y envió a Bursa. Sin
embargo, acabó por liberarlo con la condición de que aceptase su
soberanía y le pagase tributo.
Una vez que Valaquia se hizo súbdita
del sultanato (aunque por poco tiempo), la siguiente pieza del dominó
que quedaba era Hungría. Allí reinaba para entonces el rey
Segismundo, bien conectado con las potencias occidentales europeas,
entre las que buscó apoyos. De hecho, Segismundo consiguió la
solidaridad y el concurso de diversos nobles franceses, tales como el conde de Eu, Felipe de Artois; el de Nevers, el almirante Juan de Viena, el mariscal de
Boucicault, Juan II conocido como Le Meingre; o el señor de Coucy, Engerrand VII. Asimismo, diversas órdenes
caballerescas, como los caballeros teutónicos, los de San Juan de
Jerusalén o los bávaros, se unieron a la tropa de Segismundo.
Pronto se les unió Mircea, que estaba deseando dejar de ser
tributario del turco.
El encuentro se produjo a orillas del
Danubio, cerca de Nicópolis, el 22 de septiembre de 1396. El ataque
primero de los caballeros franceses fue brillante y muy efectivo;
pero, a la larga, la falta de disciplina de esta tropa caballeresca
acabó siendo la condenación de los cristianos. Mircea y Segismundo,
que conocían bien las tácticas de los turcos, quisieron sacar a los
caballeros franceses de la primera línea, pero éstos se obstinaron
en permanecer allí y, de hecho, tras su primer ataque, en lugar de
retirarse para dejar espacio a la infantería magiar, se empeñaron
en permanecer. Decidieron avanzar por su cuenta, sin el apoyo
necesario, y se encontraron con una tropa de 40.000 jenízaros, que
cambiaron el signo de la batalla.
Mircea, viendo el tema perdido, se
retiró con las tropas valaquias (como dicen los argentinos: soldado que huye, vale para otra guerra), mientras germanos, húngaros y
franceses supervivientes resistían como podían. En algún momento
pudo parecer que los cristianos podían ganar. Pero fue un cristiano,
el serbio Esteban Lazarevitch, que combatía del lado turco, el que
terminó por poner la Historia en hora. Los turcos persiguieron a
Segismundo, quien sin embargo pudo escapar gracias a la flotilla de
Venecia y Rodas que esperaba en la boca del Danubio.
En Nicópolis, en realidad, no ganó
nadie, pues ambas partes sufrieron pérdidas catastróficas. Bayecid,
de hecho, quedó tan cabreado de lo diezmado de su grey que ordenó
ejecutar a todos los prisioneros, aunque los grandes nobles turcos
acabaron por convencerlo de que parase, tras veinticuatro horas de
carnicería.
Quien pagó muy cara la batalla de
Nicópolis fue Bulgaria. Bayezid hizo prender al zar Stratsimir, que
había abierto las puertas de sus ciudades a los cristianos, y lo
exilió a Anatolia, donde no tardó en morir. Con su presidio,
Bulgaria dejó de ser una nación autónoma, y tardaría siglos en
volver a serlo.
Tras la batalla, los turcos avanzaron
saqueando Estiria; pero la debilidad en que había quedado su
ejército acabó provocando que fuesen vencidos en Pozsega. Entonces
entraron en Valaquia, pero Mircea, que como ya hemos visto reservó
inteligentemente sus fuerzas cuando vio que de Nicópolis no iba a
salir nada bueno, les batió en Rovina, cerca de Craiova. El ejército
turco que atravesó de vuelta el Danubio no se parecía en nada al
que había hecho el camino contrario.
El sultán, ya lo hemos escrito un poco
más arriba, practicó durante aquellos años una política de
alianzas estratégicas con unos u otros hombres de poder en Bizancio.
Sin embargo, nunca olvidó el objetivo de tomar Constantinopla. De
hecho, prohibió que se abordase toda obra de mejora de sus murallas
o instalaciones de defensa, mientras que, al mismo tiempo, construía
la fortaleza de Guzel Hissar (el castillo bello) en uno de los puntos
más estrechos del Bósforo. En la práctica, desde 1391
Constantinopla era objeto de un bloqueo en toda regla.
En el año 1400, el sultán, viendo el
momento de tomar la villa, la envió una suerte de ultimátum al
emperador Juan V, al que sin embargo ofreció una salida honrosa
personal. Los griegos reaccionaron preparándose para la llegada de
los turcos, en una batalla que probablemente habrían perdido.
Pero no hubo batalla. Algo había que
hacer para que le cuadrasen las fechas a los tontos del culo ésos
que dicen que la Edad Media terminó en 1453.
Regresemos a Asia. Durante su reinado,
Bayezid se había hecho dueño de los principados de Aidin, de
Saruhán, de Menteché y una parte del siempre díscolo principado
de Karamán. En 1392, Bayezid repelió un ataque de Aladín de
Karamán, tras lo cual se hizo con el resto de esta nación, con la
inclusión de su capital Konia. Con eso y otras conquistas, Bayezid
logró juntar todo el antiguo imperio selyúcida, esto es todo el
Asia Menor. Sólo le faltaban Esmirna, en poder de los caballeros de
Rodas; y Trebisonda, que era un principado griego.
Todo estaba a favor para que Bayezid
coronase su labor imperial tomando Constantinopla. Pero no, no pudo.
De repente, tambores de guerra sonaron al este de su imperio, y la
cosa se fue a la mierda.
Ha llegado el momento de hablar de la
batalla de Angora.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario