En sus tiempos hubo eruditos, entre ellos incluso el Papa Benedicto XIV, que consideraban que la palabra misa deriva del hebreo misach, una palabra que se cita en el Deuteronomio y que significa algo así como oblación espontánea. Sin embargo, es creencia común, y más que probablemente acertada, que le llamamos misa a ese precepto católico cumplido usualmente durante los fines de semana por derivación del verbo latino missere, pronto derivado en mittere, que es como se encuentra en los diccionarios, y que tuvo el sentido de despedir o enviar. La costumbre observada en los tiempos de los primeros cristianos de negar a los penitentes la parte más sagrada de la misa generó la expresión mittebantur poenitentes, que, por lo tanto, cuando llegaba esa parte mollar de la celebración eran sacados de la asamblea, missi.
No es hasta el año 419, en el denominado como segundo concilio de Cartago, cuando encontramos por primera vez escrito que las oraciones públicas realizadas por la Iglesia, culminadas con el sacramento de la Eucaristía, se llaman misa. Hasta entonces es posible que no tuviesen más nombre que asamblea o reunión.
Todos los que hemos recibido educación religiosa sabemos que el sacramento misal fue establecido por el propio Jesús en su última cena. Sin embargo, en aquella ocasión el Hijo de Dios se comportó como esas personas que van por la vida hablando de la chisma, del éste, de la cosa ésa y tal, porque se limitó a decir: haced esto en conmemoración mía.
Con anterioridad a este uso de la derivación latina, se utilizó un vocablo griego, sinaxe, que tiene el significado de asamblea o reunión. Este vocablo tiene las mismas raíces que, por ejemplo, sinagoga, razón por la cual fue utilizado por los primeros cristianos con una pronunciación distinta, para así distinguirse de las reuniones de los hebreos primero y, después, de aquéllos a los que consideraban herejes. Lentamente, igual que ocurre con el vocablo latino ecclesia (que empezó siendo una asamblea o reunión para acabar designando a la Iglesia), sinaxe fue ampliando o precisando su significado, para pasar a designar el sacrificio celebrado en la misa, esto es, la muerte de Jesús y su conmemoración a través de la Eucaristía. En los tiempos del mentado concilio púnico los términos se fueron fijando; la iglesia griega pasó a llamar a todo aquello liturgia, una palabra que literalmente significa servicio público; mientras que la iglesia latina adoptó el de misa. Así pues, en las raíces uno le llamaron al mismo hecho, o bien acto público, o bien despedida.
Un cristiano del año quinientos y pico de nuestra era, si nos oyese hablar de la misa, preguntaría inmediatamente: "¿cuál?" La razón es que entonces no se hablaba de la misa, sino de las misas, missarum solemnia, puesto que, siguiendo el modelo de la vieja iglesia, seguían siendo dos: una sólo para los fieles, en la que se comulgaba; y otra a la que podía acudir el resto del mundo mundial.
Estas dos misas se celebraban en miércoles, viernes y domingo, además de las fiestas de los mártires y los días señalados para el ayuno. En los días que había funeral o aquéllos en los que hubiera una confluencia de celebraciones se decían tantas misas como fuese preceptivo. Los domingos y festivos la misa se decía después de tercia (más o menos entre las 9 y las 10), pero en los días de ayuno se decía bastante más tarde, esto es después de nona (las tres de la tarde) o incluso en vísperas (tras caer el sol). El concilio de Cartago, luego lo recordaremos, decretó que los santos misterios debían celebrarse en ayunas, norma ésta que igualó la misa con los análisis de sangre, ya que está en el origen de la afición de las misas por celebrarse de buena mañana, pues no es cuestión de tirarse en ayunas hasta la media mañana.
El centro de la misa era la Eucaristía; y digo era porque, por mucho que las normas litúrgicas digan lo que quieran, el centro de la misa moderna, desde hace como doscientos años, es, en realidad, la homilía. Inicialmente no era así. Al acto central de la conmemoración del sacrificio del Salvador se seguían unas pocas oraciones; sin embargo, con los tiempos fueron añadiéndose diversos declamados que fueron conformando la forma actual que tiene el rito. Había muchas variaciones entre unos sitios y otros (aparte la gran división entre iglesia griega y latina), pero durante mucho tiempo la misa conservó la división básica en dos partes: la primera o de los catecúmenos, desde el Introito hasta la Oblación. En ese tiempo se cantaban salmos y el hit parade de la época, el Gloria in excelsis Deo, se leían los libros sagrados, sobre todo el Evangelio, se hacían algunas exhortaciones o instrucciones a los fieles (protohomilías, pues) y se terminaba por rezar por el alma de todos los que inmediatamente iban a dejar la misa: penitentes, catecúmenos y energúmenos (entiéndase esta palabra en su etimología estricta: pues energúmeno, antes de significar simplemente un cabrón con borlas, significó aquella persona que está poseída de una u otra forma).
Tras marcharse los que eran de alguna manera impuros para seguir en la misa quedaban solos los fieles. Se hacían entonces las ofrendas que consagraban el pan y el vino, que se distribuían en la comunión. Se rezaba por los vivos y los muertos y se cantaban algunos himnos. En muy buena parte, la estructura actual de la misa es un reflejo de esta organización.
Las misas indistintas, a las que asistía todo el mundo, se dividían en seis partes.
1.- Preparación pública, desde la entrada del sacerdote hasta la colecta.
2.- El Introito, desde la colecta hasta después del Credo.
3.- La Oblación, desde el Credo hasta el Prefacio.
4.- El Canon o regla de consagración, desde el Prefacio hasta la oración dominical.
5.- La Consumación, con rezo del padrenuestro y otras oraciones.
6.- La Acción de Gracias.
Todos estos actos misales están repletos de una importante carga simbólica hasta el punto que, en puridad, buena parte de la misión de la misa no se puede completar si dicho simbolismo no se comprende y se asume. Personalmente considero que la evolución vivida por la liturgia latina en los últimos 150 años, más o menos, ha llevado a la Iglesia a renunciar a la aspiración de que dicho conocimiento sea amplio y profundo por parte de los fieles; razón por la cual ha ido ganando peso la homilía, por ser una oferta, digamos, más mundana y comprensible.
En su evolución, y como lógica y coherente conclusión a la importancia intrínseca que tiene la misa para la práctica religiosa, la Iglesia acabó por decretar que cada sacerdote podía decir únicamente una misa diaria. Sin embargo, Benedicto XIV otorgó el privilegio a los sacerdotes de España y Portugal para poder decir tres misas el día de Difuntos. En Navidad se decían tres misas desde el segundo siglo de nuestra era.
Otro aspecto que, en la larga marcha hacia la comodidad, ha desaparecido de las prácticas de la antigua Iglesia, es que entonces se exigía una preparación al sacerdote que iba a celebrar la misa. Esto, tal y como yo lo veo, es probablemente un residuo de los orígenes judíos de la liturgia, pues en la religión hebrea la preparación del rabino era muy importante. En el siglo IV, Atanasio celebraba una vigilia en la iglesia en la que habría de celebrar la sinaxe; fue costumbre en muchos lugares, y durante mucho tiempo, que el sacerdote permaneciese encerrado en una habitación al efecto durante un tiempo antes de celebrar la misa; siendo conducido la víspera por sus compis (el cabildo de una catedral, por ejemplo) hacia el lugar que se le había designado para orar y prepararse. Esta obligación de prepararse incluso durante horas antes de la misa por parte de quien iba a impartirla se fue, como digo, dulcificando progresivamente. En algunas iglesias, sobre todo importantes, quedó la costumbre de que el obispo que iba a celebrar una misa solemne presidiese el oficio de la víspera y la misa nocturna previa.
Como ya se ha dicho, la misa tiene una vocación mañanera; la vocación principal es celebrarla entre hora y media antes de salir el sol y el mediodía, consecuencia lógica de su estrecha relación con el ayuno.
A la Iglesia nunca le han gustado las misas cortas, y por muchas veces ha criticado duramente a los curas que apenas invertían un cuarto de hora. Pero como la gente puede ser tonta pero no gilipollas, también se ha ocupado de avisar que no hay que pasarse; la mayoría de los autores coinciden en que media horita es más que suficiente para hacer todo lo que hay que hacer. Benedicto XIV, como se ve un gran teórico de la misa, consideraba que tenía que durar entre veinte minutos y media hora. Lástima de no haber leído sus escritos cuanto era chaval, porque más de un jesuita coñazo se habría enterado.
La lectura de los principales cánones de los concilios y sínodos celebrados por la Iglesia nos da una buena pista sobre cuáles fueron las principales preocupaciones surgidas entre los padres en torno a la celebración de la misa. Como ya se ha dicho, en fecha tan temprana como el concilio de Cartago del 597, se decreta que el celebrante de la misa deberá estar en ayunas cuando la celebre (hecho éste que apuntala su condición mañanera). Muy poco después, sin embargo, la Iglesia ha de regular en Toledo (646) que si el oficiante cae enfermo cuando está celebrando los Santos Misterios, otro obispo o sacerdote podrá sustituirlo, aunque él también deberá haber ayunado. Se adivina en esta decretal la traza del problema generado por los ayunos de los sacerdotes, así como la posibilidad de que, ante su debilidad, fuesen comúnmente sustituidos por mediopensionistas.
En el concilio de Roma (1059) comienza la preocupación por el desempeño excesivamente licencioso de los sacerdotes. De hecho, se decreta que todo aquel sacerdote de quien se tenga constancia ha tenido concubina no podrá celebrar misa. Ni siquiera podrá realizar labores menores en la celebración. El concilio dio permiso a los fieles a no asistir a las misas cantadas por estos frailes folladores.
Casi inmediatamente: en York (1194), y París (1212), surge la que, a todas luces, aparece como la principal preocupación en torno a la misa durante los siglos de formación de la Iglesia: las formas de simonía. Estas dos asambleas citadas, en efecto, fueron muy activas en la regulación de la gratuidad del acto de decir misa, signo inequívoco de que se estaban produciendo abusos comunes. En York se decretó que el sacerdote, a cambio de decir una misa, ha de aceptar la voluntad de lo que se le quiera entregar. Y en París se ordenó a los obispos controlar que los sacerdotes de su grey no cobraban por celebrar el santo oficio. En Toledo (1324) el problema claramente aun no estaba resuelto, puesto que se volvió a decretar que los sacerdotes sólo podían pedir la voluntad. Esta batalla, por cierto, está irremediablemente perdida en los tiempos modernos, se pongan los papas de los pobres modo Francisco del decúbito que les pete.
El concilio de Bolonia (1317) reguló el hecho de que la misa mayor fuese la única en la Iglesia. Hasta entonces era común que la misa grande se combinase con alguna llamada misa baja o leída (missa lecta, en latín; también se traduce como misa rezada), esto es la celebración donde no había canto y todo se leía. Bolonia reguló que cuando hubiese una misa grande no habría en la misma iglesia misa o misas leídas, para no distraer a los fieles; de donde cabe estimar que, antes de estos cánones, algunos días la hora de misa debía de ser un puro cachondeo. El concilio provincial de Colonia (1549) precisó esto un poco más, al establecer que las misas leídas podían celebrarse al mismo tiempo, pero debían terminar antes de la lectura del Evangelio en la misa mayor y no comenzar hasta pasada la comunión.
Por último, el concilio de Colonia (1536) prohibió el canto tras la elevación de la hostia, por ser obligación de todos los fieles en ese momento estar postrados.
En fin: podéis ir en paz.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario