jueves, junio 16, 2016

La caída del Imperio (9: Flavio Aecio)

Recuerda que esta serie se compone de:
  1. Las envidias entre Valente y Graciano y el desastre de Adrianópolis.
  2. El camino hacia la primera paz con los godos.
  3. La llegada en masa, y desde diversos puntos, de inmigrantes al Imperio.
  4. La entrada en escena de Alarico y su extraño pacto con Flavio Stilicho.
  5. Los hechos que condujeron al saco de Roma propiamente dicho.
  6. La importante labor de rearme del Imperio llevada a cabo por Flavio Constancio.
  7. Las movidas de Gala Placidia hasta conseguir nombrar emperador a Valentiniano III.
  8. La movida de los suevos, vándalos y alanos en Spain. 

La llegada de los vándalos y alanos de Geiserico a Hipona y la provincia de Proconsularis sí que fue una desgracia para el Imperio, y no el saqueo de Alarico como sostienen los poco informados. El saqueo de Roma, ya lo hemos escrito varias veces, no fue sino una prueba de fuerza sobre una ciudad de gran valor simbólico e histórico pero escaso significado estratégico; viene a equivaler, para que nos entendamos, a que un ejército que ataque España empiece por Toledo. El Imperio no se vio menoscabado por aquel saqueo, aunque muchas familias ricas residentes en la ciudad, sí. Lo que realmente daba y quitaba riqueza en aquella Roma eran las posesiones africanas, y su capacidad de allegar con regularidad a la metrópoli tanto hombres como dinero.


En el momento en que los godos controlaron la Proconsularis, sin embargo, todo eso se acabó. Cartago era el gran puerto desde donde subía toda esa pasta; tenía, pues, para los romanos la importancia que durante los tiempos del Imperio Americano tuvo para España el de Sevilla. El norte de África era el granero de Roma y, en realidad, en el siglo V era ya su mayor foco de actividad económica. De hecho, durante dos o tres siglos había sido la niña bonita de Roma, que había legislado diversos privilegios, fiscales o de nobleza, en favor de las gentes que allí vivían (como cualquier visitante de la zona puede comprobar cuando vaya a las villas romanas, muchas muy bien conservadas, y se encuentre con los casoplones que contienen; los romanos ricos de África eran muy ricos).

La cosa tiene lógica. Desde los tiempos de Mario, Sila y las guerras contra Yugurta, los políticos romanos habían visto aquellas tierras del norte de África como la salida natural a la hora de recompensar los largos años de servicio de armas en sus legiones; por lo demás, conforme Egipto y otras tierras se fueron convirtiendo en el granero de la Subura romana, las siete colinas y toda la pesca, establecerse en el norte de África comenzó a interesar a los patricios especuladores y en general la gente que cortaba el bacalao. Sin embargo, en los primeros tiempos de colonización de aquellas tierras, para cualquier persona que se haga una mínima idea de las condiciones de vida y las distancias de aquella época se hará evidente que, para un legionario retirado, recibir un trozo de tierra en Argelia o recibirlo en la Galia o la misma península itálica, Hispania incluso, no tenía color. Por eso hacía falta incentivarlos; hizo falta incentivarlos durante siglos.

La caída del norte de África, por lo tanto, venía a significar algo muy simple: sin ese territorio, el Imperio era incapaz de allegar los recursos suficientes como para sostener un ejército capaz de mantener la integridad de sus fronteras. Era, pues, un problema que se expandía como un virus. Al tener godos en África, no había pasta. Y, al no haber pasta, no se tenía con qué pagar a los lejanos soldados en servicio en las orillas del Rhin, encomendados de parar la ola de francos, de burgundios, de alamanni, de yutungos. Además, aquellos godos situados en Aquitania, de cuyas inquietudes ya hemos hecho notaría, habían pasado de la inquietud a la acción y comenzado a marchar hacia Arles, la capital de su provincia. En España, los rubios suevos, que habían establecido su sede central en Galicia y el norte de Portugal, se llegaban casi hasta cada esquina de la península sin encontrar oposición seria (más o menos como Zara, pues).

Roma, sin embargo, tenía un líder: Flavio Aecio. Ya sabemos de él que surgió como ganador de los enfrentamientos consiguientes a la llegada de Valentiniano III al trono, y que tenía una experiencia de gran valor en su relación con los hunos. Igual que Constancio, sus orígenes familiares estaban en los Balcanes (allí había nacido su padre, Gaudencio); se podría decir, en términos actuales, que eran una familia de rumanos. Este Gaudencio, que fue asesinado en la Galia tras un levantamiento de los soldados, había pegado un buen braguetazo tras casarse con una rica heredera de la clase senatorial de toda la vida.

Sabemos de Aecio que era un excelente jinete y un más que potable arquero, signos ambos en los que podemos adivinar las consecuencias de la estancia con los hunos, pues éstos eran auténticos maestros en ambas disciplinas.

Aecio tomó control efectivo del Imperio occidental en el 433, en medio de una situación bastante desesperante. Roma llevaba diez años embarcada en luchas intestinas que habían labrado su esclerosis. En medio de esa situación, la invasión de inmigrantes había sido masiva, y algunos de ellos estaban causando graves problemas, como los llamados bagaudae por las fuentes históricas, en la Galia y en la zona de los Alpes. En el verano del 432, la confluencia de tensiones en diversos puntos del Imperio amenazaba con el colapso: estos bagaudae en el noroeste de la Galia, los visigodos en el sudoeste, francos, burgundios y alamanni en el Rhin y los Alpes, los suevos en el noroeste de Hispania, y la nación vándalo-alana en el norte de África. Todo esto, más el hecho de que las Islas Británicas habían ejecutado un Brexit por el artículo 33, y no se podían considerar bajo la disciplina de Rávena.

Aecio, según sabemos, podía contar los diez años de luchas intestinas romanas, hasta su acceso al poder, por victorias; pero, sin duda alguna, cuando a partir del 433 se encontró en posición de mandar sin ser cuestionado, su capacidad creció aun más. Y esto fue así porque, como ya le pasaba a Constancio, en realidad Aecio y su padre provenían del Imperio oriental y, por lo tanto, podían aspirar a recibir ayuda de allí.

El gran problema de Aecio, efectivamente, es que tenía que atender dos frentes muy lejanos: la Galia, y el norte de África. Un general menos sensato (Hitler, por ejemplo) habría dividido sus fuerzas en dos para atender ambos frentes, pero Aecio sabía que no podía hacer tal cosa. Constantinopla respondió con generosidad a su petición de ayuda, y envió de nuevo a Europa a un viejo conocido nuestro, Aspar, con una tropa más que decente. Esto fue posible porque Aecio había aprendido de los tiempos de Constancio que, con los emperadores, hay que hacer cualquier cosa menos mostrar querencia a ser uno mismo emperador. Lejos de ello, Flavio Aecio siempre se preocupó de dejar claro a sus superiores purpurados que no tenía ambición de poder imperial alguna; él prefería ejercer dicho poder de verdad; si la gente no se echaba al suelo delante de él para tocarlo con la frente, se la sudaba.

Aspar era un experimentado militar y diplomático, y en África hizo exactamente lo que se esperaba de él. Lejos de plantear una guerra abierta, planteó lo que normalmente se conoce como guerra de contención, una especie de intercambio constante de golpes con el objetivo de cansar a su rival. El rival, en efecto, acabó lo bastante cansado como para negociar. El 11 de febrero del 435, los vándalos y alanos por fin tuvieron su ansiado tratado con los romanos que jurídicamente les otorgaba existencia en el mundo. Recibieron varias partes de Mauritania y Numidia; pero los romanos retuvieron las provincias de Proconsularis y Bizacena, con lo que lograron retener buena parte de la fábrica de PIB que había estado en peligro.

Así las cosas, Aecio podía pensar en volver su vista hacia la Galia. Allí los problemas eran de gran magnitud, pues el bando que Flavio Constancio había tenido a su favor, los godos un día comandados por Alarico y Ataúlfo, ahora estaba crecientemente soliviantado contra Roma; lejos de ser la solución, formaban parte del problema. El general romano necesitaba refuerzos, pero todos los que le podían llegar de Constantinopla estaban ya luchando para él en el norte de África. Así las cosas, todo lo que le quedaba eran los hunos.

En el año 436, en un momento que los burgundios estaban hostilizando la actual Bélgica, Aecio decidió pedir ayuda a sus otrora secuestradores. En los siguientes meses, la nación burgundia sufrió una serie interminable de derrotas militares, tan aplastantes que los supervivientes pudieron ser reubicados por Aecio en las orillas del lago Ginebra. Una vez asegurada la frontera, una tropa romana con aliados alanos se dirigió hacia Armórica, donde un tal Tibatto había soliviantado a los bagaudae. Tras la victoria sobre éstos, en el 437 pudo considerarse que la administración romana había sido garantizada en la zona.

Otra cosa hay que decir del suroeste de la Galia. En el 436, en medio del follón con los burgundios, los visigodos se habían rebelado. De nuevo se movieron hacia el sur, pero esta vez no hacia Arles, sino hacia Narbona. Aecio reclutó una tropa complementaria de hunos y, con éstos y sus propios soldados, contraatacó a los godos y los hizo retroceder hasta Burdeos. La lucha terminó con la reafirmación de los términos del tratado del 418, lo cual, teniendo en cuenta que lo lógico es que los godos se hubiesen levantado en contra esos mismos términos, viene a hacer sospechar que aquella paz fue, básicamente, una victoria romana.

Así las cosas, quedaba España (y Portugal). En nuestra piel de toro, como es evidente, las cosas habían mejorado con la marcha de los vándalos y los alanos que, sustancialmente, había otorgado a los suevos el monopolio de la oposición a los romanos. Sin embargo, aquí Aecio, tal vez consciente del cansancio bélico de sus tropas, más que impulsar la guerra, impulsó la diplomacia. Los suevos, por su parte, supieron entender que, de no mostrarse comprensivos, se podrían estar jugando su extinción. El caso es que los residentes romanos de Galicia y los propios suevos llegaron a acuerdos que mantuvieron la zona relativamente calmada.

Así pues, lejos de esa idea que concibe la caída del Imperio romano como una evolución sin cambios hacia la mierda, en realidad ya hemos visto que, en relativamente poco tiempo, la metrópoli contó con dos comandantes inteligentes que supieron mantener la cohesión imperial: Flavio Constancio y Flavio Aecio. Aecio había conseguido mantener a francos y alamanni fuera de sus fronteras, había sofocado las rebeliones burgundias y de los bagaudae, había obligado a los visigodos a regresar a las tierras que les habían sido concedidas en el 418, había controlado la situación en España y, por último, había resuelto con nota la peligrosísima invasión vándalo-alana en África.

Esto, sin embargo, no podía durar. Parece obvio que los vándalos y alanos habían firmado su tratado en el 435 arrastrando los pies y por lo tanto no estaban nada contentos con él, porque en octubre del 439, desde Mauritania, Geiserico inició una serie de ataques hacia el norte, amenazando de nuevo las provincias más ricas del imperio africano. Y, de nuevo, generó una gravísima crisis presupuestaria en Rávena. El 3 de marzo del año 440, un decreto imperial otorga a los comerciantes del este la potestad de comerciar con granos con la ciudad de Roma, en lo que es fácil de interpretar como una medida desesperada para tratar de garantizar el suministro de comida de la ciudad, ahora que ya no va a llegar desde el África ahora dominada por Geiserico. En junio, otra ley autoriza a los civiles a llevar armas en el momento que quieran.

Roma sabía que venían los vándalos, y no se equivocó. En cuanto llegaron los meses buenos para la navegación, Geiserico comenzó a realizar una serie de razzias marinas sobre Sicilia, incluyendo un asedio de meses sobre la ciudad de Panormus, principal punto militar. A finales del 440, sin embargo, el tiempo hizo regresar a los godos, mientras que Aecio, que había estado allegando tropas en Galia, recibió nuevas ayudas de Constantinopla. Así pues, comenzó a formarse una gran armada en la misma Sicilia.

Aquel ejército era tan grande que su mando era ejercido por cinco generales: Aerobindo, Ansilas, Inobindo, Arinteo y Germano, con uno más encargado de la logística, Pentadio, quien parece ser hizo una labor impresionantemente buena. Es de imaginar el espíritu y la moral que habría entre esas tropas. Sin duda debían de ser decenas de miles de soldados, y estaban embarcados en una expedición para reconquistar Cartago, esto es, para revivir una de las mejores páginas de la Historia romana, que todos conocerían bien porque el Imperio todavía no había inventado la Logse.


Sin embargo, aquel ejército, al revés que el barquito chiquitito, nunca navegó.

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