La historia que pretendo contaros en
las notas que comienzan aquí es la historia de la medición del
mundo. Bueno, no. A fuer de ser precisos, se trata de la historia de
la medición precisa de la distancia existente entre Dunkerke y
Barcelona; medición que habría de servir para obtener unas
dimensiones del mundo, amén de homogeneizar la medida de la
longitud.
Todo esto es lo que estaba en juego en
junio de 1792, cuando dos astrónomos comenzaron viajes en sentidos
opuestos. Jean-Baptiste Joseph Delambre salió de París en dirección
hacia el norte, mientras que Pierre-François-André Méchain lo hizo
hacia el sur. Con los datos que habrían de traer a París se
establecería la longitud de la Tierra y, una vez hecho esto, se
definiría la medida universal de longitud, el metro, como la
diezmillonésima parte de la distancia entre el Polo Norte y el
Ecuador.
Aquel objetivo estaba claramente
influido, en realidad impulsado, por el espíritu normalizador y
excitadamente confiado en los poderes esencialmente buenos de la
ciencia que trajo la Ilustración y en buena parte no hemos
abandonado (por mucho que, de vez en cuando, descubramos que los
científicos pueden ser tan mezquinos, tan mentirosos, tan
interesados, tan corruptos incluso, como lo puedan ser los de
Letras). Eso sí, lo que era,
por encima de todo, es una necesidad imperiosa. El mundo de la
primera revolución industrial, que se preparaba para el sueño de
crecer económicamente en medio siglo lo que no había crecido toda
la antigua Grecia desde Menelao hasta Aristóteles, no podría
conseguir ese objetivo si mantenía dos cosas que había conservado
de los tiempos viejos: una, la compleja y tediosa red de fielatos y
demás cargas aduaneras con que se veía gravado el comercio cada vez
que se dejaba un condado; y, dos, la no menos compleja y no menos
tediosa red de mediciones. La primera de las cosas no es cuestión de
este relato. La segunda, sí. En cualquier país de aquella Europa, y
España no era una excepción sino más bien su epítome, cada
región, casi cada ciudad, medía las distancias, los volúmenes de
líquidos, o el peso de una gallina, de forma diferente. Cualquier
comerciante que traspasase una frontera (un hipotético ganadero de
Tordesillas que se fuese a feria de Medina del Campo ya estaba
expuesto a este peligro) podía encontrarse con la necesidad de hacer
conversiones de todo tipo, que de hecho lo desincentivaban de mirar
muy lejos; y eso lastraba el PIB (porque el PIB, y esto lo digo para
desgracia de aquellos de mis lectores que suelan utilizar palabras
como neoliberal y austericidio, ha sido siempre
lo que importa).
La inmensa mayoría
de las medidas que se usaban tenían su origen en actos arbitrarios:
la cantidad de vino que cabía en un determinado recipiente. El
espíritu ilustrado quería sustituir estos particularismos por la
universalidad de una medida basada en algo incontestable, como por
ejemplo la longitud del mundo. Así se procuraría su universalidad.
Sólo en Francia
había un cuarto de millón de medidas diferentes, lo cual hace que
no sea extraño que fuese la cuna del proceso unificador ilustrado,
aunque también es cierto que la propia Francia retiene el “mérito”
de ser el primer país que rechazó el uso de ese sistema métrico
que desarrolló. No obstante, no avancemos acontecimientos. Hablemos
primero del viaje de nuestros dos astrónomos.
Jean-Baptiste Delambre estaba destinado
a ser todo menos astrónomo. Sin ir más lejos, hasta los veinte años
fue fotofóbico, hasta el punto de vista de ser incapaz de leer lo
que escribía, y todo el mundo a su alrededor asumía que tarde o
temprano se quedaría ciego. Quizás por esa razón se convirtió en
un gran lector, puesto que no sabía cuánto tiempo le quedaba de
disfrutar de los libros. Uno de sus profesores le procuró una plaza
en la escuela Du Plessis de París, centrada en la enseñanza de los
clásicos. Pero suspendió los exámenes finales por la simple razón
de que no podía leer los papeles con las preguntas. Así pues, los
padres de Juan Bautista lo animaron a regresar a su ciudad natal de
Amiens y tirar por donde parece le correspondía a alguien como él y hacerse sacerdote. El joven Delambre, sin embargo, se quedó en
París, donde se entregó a eso que luego conoceríamos como una vida
bohemia. Para poder vivir, se empleó como maestro del hijo de un
noble en Compiègne. Tenía 22 años cuando regresó a París para
ser el tutor del hijo de Jean-Claude Geoffroy d'Assy, uno de los
hombres de las finanzas del rey. Permaneció 30 años en aquella casa
y, como recompensa por sus servicios, acabó aceptando una modesta
renta que le permitiría dedicarse a los estudios.
El campo fundamental de estudio de
Delambre eran los antiguos griegos. Leyendo sus obras llegó a las
científicas, y fue para complementar los conocimientos griegos que
acabó leyendo el libro de referencia de su momento en materia
astronómica, es decir la Astronomie
de Jerôme Lalande. La lectura le interesó tanto que comenzó a
frecuentar las conferencias de Lalande en el Collège Royal. Un día,
en una de esas conferencias, Lalande dijo que la anchura de la Vía
Láctea era equivalente a la de la esfera celeste. Al terminar la
disertación, Delambre se fue a por Lalande para informarle de que
eso ya lo habían dicho los griegos.
Jerôme Lalande era
el Stephen Hawking de su tiempo. Famoso y respetado, igual que hoy
todo el mundo quiere saber si Hawking piensa que se puede o no viajar
en el tiempo, a finales del siglo XVIII todo París andaba acojonado
porque Lalande había calculado que existían algunas posibilidades
de que algún cometa volviese a impactar contra la Tierra. Persona de
trato difícil y pagado de sí mismo, sin embargo le cogió muy
pronto cariño a Delambre; como hicieron también los D'Assy, que
acabaron construyéndole un pequeño observatorio para él solo en su
propia casa.
La Asamblea
Nacional francesa tomó la decisión de crear un sistema universal y
uniforme de medida, basado en la longitud de la Tierra, en 1790 (la ley es de 22 de agosto). En
abril del año siguiente, la Academia de Ciencias designó como
responsables del proyecto a Pierre-François-André Méchain, Adrien
Marie Legendre y Jean Dominique Cassini. La elección era bastante
lógica si atendemos a la fama de los tres, pero pronto surgieron las
fisuras. Cassini se mostró poco entusiasta con el proyecto. Acababa
de enviudar, y eso planteaba el tema de cómo mantener a sus cinco
hijos; además, todo París sabía que era bastante regalista.
En medio de la
procrastinación de Cassini, el primer ministro Jean Marie Roland
propuso, el 3 de abril de 1792, que el sistema universal (para
Francia) se impusiese de una forma más pragmática: imponiéndole a
todo el país las medidas usuales en París. Urgida por esta
propuesta, la Academia reaccionó partiendo en dos el viaje meridiano
que debía de conseguir la medición de Francia: un viaje, al norte,
entre Dunquerque y Rodez; y otro viaje, al sur, entre Rodez y
Barcelona, en España. No obstante, eso no sirvió para resolver
todos los problemas. Cassini, quien seguía resistiéndose a tener
que darse la paliza de recorrer media Francia haciendo mediciones,
sin embargo seguía sintiéndose con derecho a dirigirlas. Así,
propuso que uno de los trayectos le fuese adjudicado a él, aunque se
quedaría en París mientras un propio hacía el trabajo de campo. La
Academia de Ciencias rechazó la oferta.
Este fue el momento
en el que el inesperado Delambre tuvo su oportunidad. El 15 de
febrero de 1792 había sido admitido en la Academia. El 5 de mayo,
ante la enésima negativa de Cassini, ésta reaccionó eligiendo a Delambre
para realizar el tramo norte. Y así fue cómo un científico en modo
alguno vocacional y casi ciego fue encomendado de la labor de hacer
las observaciones más precisas que nunca se habían hecho en la
Historia.
El 24 de junio
llegó la autorización real para la expedición, y Delambre se
aplicó a buscar puntos altos cercanos a París. Trataba de recuperar
las observaciones realizadas en su momento por Cassini en una
expedición meridiana realizada en 1740, mejorar la precisión de las
observaciones, y comenzar su viaje hacia el norte a finales de año.
¿Que tenían que
hacer los expedicionarios? Pues, simple y sencillamente, triangular,
que es algo que habían hecho otros muchos antes para medir
distancias y seguiría haciéndose después prácticamente hasta la
llegada de los GPS. Cualquiera que se dedicase a atender
superficialmente en clase de trigonometría conoce el principio: si
de un triángulo se conocen los tres ángulos y la longitud de uno de
los lados, se pueden obtener todas sus dimensiones. Así pues, para
medir una distancia había que encontrar estaciones o nodos,
normalmente elevados. Si cada uno de los nodos era visible desde al
menos otros tres nodos, entonces el científico podría crear una
serie de triángulos que fuesen trazando la longitud del meridiano
objetivo. Así pues, su función era ir de estación en estación,
midiendo los ángulos y la longitud de uno de los lados del
triángulo, y luego calculando las dimensiones que le faltaban. Una
vez que hubiese terminado, derivando por métodos astronómicos la
latitud de los nodos más al norte y más al sur de su observación,
podría extrapolar la longitud del meridiano.
Este principio, sin
embargo, se tenía que corregir constantemente, por causas como la
diferente altura real de los puntos utilizados o la incapacidad de
situar los instrumentos exactamente donde debían estar, por ejemplo
el vértice del triángulo, sin mencionar el fenómeno de la
refracción o el otro, mucho más importante todavía, de que los
ángulos de un triángulo curvo no suman exactamente 180 grados, como
décadas después desarrollaría con elegancia Riemann.
Para que nos
hagamos una idea de las dificultades que presentaba el proyecto nos
bastará la primera decepción de Delambre: cuando, en 1792, se subió
al primer nodo, la torre de la iglesia de San Pedro cerca de la
cumbre de Montmartre, comprobó, desilusionado, que ni uno solo de
los otros nodos usados por Cassini décadas antes se veía ya.
El proceso de
elección de los primeros nodos fue tan complicado que las primeras
mediciones de Delambre datan del 10 de agosto de 1792. Ese día,
Delambre situó sus instrumentos geodésicos en el campanario de la
colegiata de Danmartin y envió a su joven becario, Michel Lefrançais, a Montmartre, con la instrucción de usar un reflector parabólico
desde uno de sus tejados. Le dieron las diez de la noche sin notar
señal alguna y, la verdad, más allá de esa hora ya podía su
becario bailar con el espejito, que no reflejaría nada. Eso sí, vio
con claridad la luz inconfundible producida por el fuego: el palacio
de las Tullerías estaba ardiendo. En efecto, aquél fue el día en
que los parisinos tomaron el palacio real, pero eso Delambre no lo
sabía. Lefrançais había pensado en hacer señales lumínicas
aquella noche desde su tejado de Montmartre, pero se dio
juiciosamente cuenta de que podría ser pelín peligroso: los
milicianos podrían interpretarlo como señales de los monárquicos.
A la noche siguiente, asistido por su tío (Lalande) consiguió hacer
un fuego, pero no ardió el tiempo suficiente como para permitirle a
Delambre una lectura adecuada.
Delambre decidió
pasar de la colina de Montmartre como su nodo central parisino, pero
no acabaron ahí los problemas. Estaba empezando a emplazar sus
trabajos en la cúpula de Los Inválidos, su nuevo nodo, cuando
recibió noticia de que el pueblo airado había presionado en Montjai
para que una pequeña plataforma-observatorio que él había
construido fuese derribada. El astrónomo fue allí y trató de
convencer a la asamblea de ciudadanos de lo guay de su labor, pero
todo lo que consiguió fue soliviantar a otras aldeas de la zona
contra él. Así pues, también abandonó Montjai y se decidió por
el castillo de Belle-Assise, donde sus problemas no fueron menores.
La cosa, pues, no
comenzaba muy bien.
Disfruto con anticipación de esta serie, un tema que resulta de lo más interesante.
ResponderBorrarQuizá a alguien más de la exclusiva audiencia de este blog le pase: yo no puedo ver una mención a Delambre y Méchain sin acordarme de una novela infantil, llamada "La guerra de los botones", de Louis Pergaud.
Debí de leerla por lo menos diez veces, y la escena de uno de los protagonistas (chavales de una aldea del Franco-Condado a finales del XIX) tratando de sobrevivir al examen sobre el sistema métrico es genial.