Leónidas Breznev
era un producto genuino de la forma de hacer política en la URSS,
entre moderna, medieval y florentina; y por eso sabía bien algo que,
en realidad, saben todos los políticos del mundo mundial, y es que
el sillón del poder donde se sientan cuando llegan al mismo no tiene
respaldo.
Cuando uno cree, pues, que se puede echar hacia atrás para buscar el soporte de los suyos en momentos malos, todo lo que consigue es descubrir que los suyos son sólo de ellos mismos y que, consecuentemente, no hay nadie detrás para evitar la costalada. José Félix de Lequerica, que fue embajador y alto cargo del Movimiento Nacional, solía contestar, al final de su vida, cuando se le afeaba su apego al franquismo: «yo soy carguista». Ésta es la militancia del 99,9% de los responsables políticos del mundo: da igual que sean de izquierdas, de derechas, o amarillo pastel. Y, por mucho que haya gente que crea que en los cimientos de los sistemas politicos comunistas o comunistoides hay «algo más», un compromiso mayor, una observación más perfecta de la democracia, éstos, y entre éstos la URSS, no se escapan a esta tendencia general. Por decirlo en términos matemáticos, el límite de la función política , sobre todo cuando el tiempo t en el que se ejerce tiende a infinito, no es la utopía ni el bienestar común; es, como decía Lequerica, el cargo.
Cuando uno cree, pues, que se puede echar hacia atrás para buscar el soporte de los suyos en momentos malos, todo lo que consigue es descubrir que los suyos son sólo de ellos mismos y que, consecuentemente, no hay nadie detrás para evitar la costalada. José Félix de Lequerica, que fue embajador y alto cargo del Movimiento Nacional, solía contestar, al final de su vida, cuando se le afeaba su apego al franquismo: «yo soy carguista». Ésta es la militancia del 99,9% de los responsables políticos del mundo: da igual que sean de izquierdas, de derechas, o amarillo pastel. Y, por mucho que haya gente que crea que en los cimientos de los sistemas politicos comunistas o comunistoides hay «algo más», un compromiso mayor, una observación más perfecta de la democracia, éstos, y entre éstos la URSS, no se escapan a esta tendencia general. Por decirlo en términos matemáticos, el límite de la función política , sobre todo cuando el tiempo t en el que se ejerce tiende a infinito, no es la utopía ni el bienestar común; es, como decía Lequerica, el cargo.
Porque
ésta era la variable fundamental en la que estaban pensando las
huestes de burócratas que tenían que mantener a Breznev en el suyo
fue por lo que, ya durante la célebre recepción de los astronautas
que fue elegida para escenificar el cambio en el poder soviético,
los periodistas occidentales fueron asaeteados por diplomáticos e
intoxicadores varios que les aseguraban que el objetivo de Breznev no
era otro que prolongar el kruschevismo sin Kruschev. Éste era un
mensaje que quienes lo transmitían querían ver impreso y leído por
las personas del interior, buscando
tranquilizarlas.
Además, Breznev
practicó inmediatamente la que sería la principal característica
de su mandato como secretario general del PCUS: la tendencia a no
malquistarse con nadie. Si algo había aprendido el ruso medio ucraniano
durante su larga vida política es que decir «no», cesar, no digamos ya
fusilar, es la mejor manera de ganarse enemigos eternos. Y él no
estaba dispuesto a tener ni uno solo de ésos, cuando menos ni uno
solo que tuviese la sensación de resultarle incontrolable. Se
acabaron, pues, los tiempos de las amenazas huecas, que no hacen sino
malquistarle a uno con los amenazados, y el optimismo displicente.
Para sorpresa de
propios y extraños, el primer discurso público de Breznev como
nuevo mandamás soviético, realizado como ya sabemos en la recepción
de los astronautas, careció de todo lo que todo el mundo esperaba de
él. Aquél era un terreno lógico, y hasta se diría de legítimo,
para que la URSS desplegase su habitual palinodia de despreciativos
insultos hacia sus dos grandes rivales: EEUU, porque claramente,
según su visión, iba perdiendo la carrera espacial; y China, porque
ni podía planteársela. Pero no hubo nada de eso. Ítem más, el 6
de noviembre, en el cuadragésimo sexto aniversario de la revolución,
Breznev, en un ejercicio de pálida emulación del famoso discurso de
Kruschev del 56, pronunció, más que ninguna, la palabra «problema». Todo eran problemas: el problema del industrialización, el problema del campo, el problema del bienestar de los soviéticos, de su nivel de vida, de la vivienda, de todo. Como veremos enseguida con el tema agrícola, esa estrategia buscaba colocar a los burócratas del Kremlin frente a su pueblo, generando en éste cierta sensación de que podía demandarles que hiciesen las cosas bien. Con ello, el ya relativamente viejo león Leónidas estaba buscando recortar el tiempo que esos mismos burócratas pudieran reservar en sus agendas para conspirar.
Hay otro aspecto muy importante de esta nueva etapa de poder soviético. Con Breznev, la
URSS hacía un experimento totalmente nuevo en su Historia: ensayar a
un secretario general del PCUS que, más que dominar el Ejército,
estaba decidido a no malquistarse con él y, de alguna manera, mediatizado en sus decisiones por la opinión de los estados mayores. Leónidas no fue lo que se
dice un cobarde. Pero lo que sí fue, es un gobernante decidido a
morir en la cama; lo cual, en un sistema como el del Kremlin, viene a
significar no enfrentarse con nadie (¿hay paralelismos entre Breznev y Franco? Los hay, pero imperfectos. Franco no era colega del Ejército; era parte del Ejército, incluso la parte más importante). Con los años, además, el
Ejército había adquirido un importante papel dentro de la Unión.
Internamente hablando, fue el gran ganador de la Guerra Fría y,
consecuentemente, los hombres uniformados cada vez tenían más
poder. El proceso de consolidación de Breznev en el poder soviético
es, en buena parte, la historia de cómo se fue acomodando a lo que
las Fuerzas Armadas estaban dispuestas a tragar.
Sin embargo, el
primer paso que dio fue, probablemente, fruto de su propia concepción
estratégica. La primera medida seria que tomó Leónidas Breznev
fue, en este sentido, tratar de lamer las heridas de los comunistas
chinos, muy cabreados con Kruschev. Una de las personas que estuvo
presente en el discurso de aniversario de la revolución fue Chou En
Lai; lo cual es ya todo un síntoma de que había cierto deshielo
entre ambas partes. Chou, sin embargo, se volvió a Pekín con la
cartera llena de papeles no firmados, aunque seríamos un tanto
pollas si le adjudicásemos ese fracaso a la URSS. Para el momento en
que Breznev quiso negociar, los chinos estaban bastante mosqueados y,
además, se sentían fuertes interiormente. No fue, pues, tanto Moscú
quien hizo ofertas estúpidas, sino Pekín quien se obstinó en no
aceptarlas, abocando a ambas naciones a darse de leches, como de hecho acabaría ocurriendo en 1969.
Aquel fracaso
estratégico supuso la primera decepción de Breznev y, también, su
primera claudicación ante los militares, a los que por otra parte
tanto debía. Al Ejército soviético las estrategias de buen rollo
con los chinos no le molaban nada. No se trata, ni modo, de que los
generales quisieran una guerra con los chinos; aquél habría sido un
paso muy peligroso, con una frontera común tan amplia y un dictador
como Mao, que estaba deseando poder lanzarle bombas atómicas a
alguien. Lo que realmente le jodía a los militares era la blanda y
abandonista estrategia que había desplegado Kruschev, no en China,
sino en Asia. A su modo de ver., la mejor forma de pelearse con
China, y con Estados Unidos, era tratar de incrementar la influencia
de la URSS en el área. A Breznev la idea no le gustaba nada; él ya
tenía en mente las escenitas de porche con el Nixon de turno; puede
que incluso se hiciera alguna pajilla con la idea de ser, algún día,
Nobel de Paz a lo Obama, y tal. Por eso no quería disputarle a
Washington la influencia en eso que llamamos Asia-Pacífico. Los
militares, sin embargo, consideraban que ese paso había que darlo
sí, o sí. En febrero de 1965, Breznev envió a Kosigyn a Hanoi y
Pyonyang. También pasó por Pekín, aunque la entrevista con Mao,
por lo visto, fue más fría que un Frigopié. Casi inmediatamente,
la implicación soviética en el conflicto vietnamita, hasta entonces
trabajo de chinos, comenzó a incrementarse. Y en el altar de las
escaramuzas entre Vietcong y sudvietnamitas se quemaron las
oportunidades de acercarse a los Estados Unidos; y con ese sacrificio
se hizo otro simultáneo, que fue el enterramiento de la principal
apuesta internacional que albergaba Kruschev cuando se lo laminaron:
drenar presión contra el bloque soviético por su flanco occidental
mediante un acercamiento a la República Federal Alemania que
contrarrestase el dañosísimo Ich bin ein Berliner declamado por el amigo
ocasional de Norma Jean Baker.
Internamente, y de
una forma escasamente sorprendente, Breznev decidió apuntalar su
poder ante los soviéticos convirtiéndose en un líder agrario. Digo
que no sorprende mucho: era de lo que sabía, y lo que además, en el
pasado, medio por su sabiduría medio de chamba, le había ido bien.
Así pues, el secretario general del PCUS des-kruschevizó el
partido, eliminando la división en industrial y agrario para volver
a dar importancia a la segunda de estas patas, y luego anunció
(marzo de 1965, ante el Comité Central) una especie de New Deal para
agricultores.
Cincuenta años después de que Lenin comenzase a cagarla bien cagada con sus notabilísimamente desenfocados análisis del agro ruso, sus necesidades y líneas de evolución, por fin un seguidor de sus sacrosantas recetas se medio caía del bolcheguindo: Breznev anunció que ya no habría más programas acelerados, tipo tierras vírgenes y tal, y que la gestión de la agricultura se basaría en «la autonomía de las granjas», que podrían adaptar sus producciones y técnicas a las peculiaridades locales, con la única condición de entregar una parte de su producción al Estado.
Cincuenta años después de que Lenin comenzase a cagarla bien cagada con sus notabilísimamente desenfocados análisis del agro ruso, sus necesidades y líneas de evolución, por fin un seguidor de sus sacrosantas recetas se medio caía del bolcheguindo: Breznev anunció que ya no habría más programas acelerados, tipo tierras vírgenes y tal, y que la gestión de la agricultura se basaría en «la autonomía de las granjas», que podrían adaptar sus producciones y técnicas a las peculiaridades locales, con la única condición de entregar una parte de su producción al Estado.
Hace cosa de
veintipico años, a unos treinta o cuarenta kilómetros de Chemnitz,
me tomé dos o tres cervezas con un tipo que era el presidente de la
cooperativa agraria local, y que también lo había sido en tiempos
de comunismo. La RDA fue, de hecho, uno de los satélites de la URSS
que de una forma más relapsa se obstinó en aplicar un leninismo de
libro, ciega a las evoluciones incluso de la propia Unión. Aquel
tipo me contaba, entre otras cosas, que en tiempos del comunismo todo
se planificaba; de modo que la cooperativa que hacía forraje no
podía tener ganado que se lo comiese, y la cooperativa que se
dedicaba al ganado no podía generar forraje, aunque ambas estuviesen
en condiciones de hacerlo. Cuento esta anécdota porque creo sirve
para sustentar la afirmación de que quienes no hemos vivido en un
sistema así no podemos hacernos una idea del tipo de cambio que
estaba proponiendo Breznev con eso de la autonomía de las granjas.
Hay que tener en
cuenta, además, que los koljozes soviéticos estaban entonces en una
posición muy comprometida. Ya desde Lenin, habían sido obligados a
satisfacer cuotas de producción a precios anormalmente bajos (o sea: un impuesto disfrazado de pitufo). Stalin llegó a imponer cuotas que
incluso superaban las expectativas racionales de producción, y
Kruschev las matuvo muy altas. Breznev, sin embargo, las abolió.
Fijó una cuota global bastante fácil de alcanzar (55,7 millones de
toneladas) y, además, anunció que permanecería fija por lo menos
seis años.
Anunció la subida
de los precios públicos que pagaba el Estado y, obviamente, al
situar la cuota obligatoria en niveles tan bajos, por debajo de las
necesidades, estaba lanzando a las granjas el mensaje de que les
compraría más mercancía a mejor precio. Además, bajó los precios
de los bienes de equipo agrícolas. Pero ni siquiera se quedó ahí:
anunció la introducción en el campo de un salario mínimo y de
pensiones de jubilación. Por último, redujo las condiciones
fiscales de las granjas libres, buscando que enchufasen más
productos en los mercados de las ciudades, mejorando así la calidad
de vida de los ciudadanos en general.
El movimiento de
Breznev con esta reforma creo es fácil de interpretar: buscaba un
bastón para su poder que no fuese el ejército y los lobbys de
la nomenklatura soviética que habían decidido apoyarle.
Buscaba el apoyo de la gente y, esta vez haciéndole caso a Lenin,
creía que, en Rusia, el apoyo lo tiene aquél a quien aman los
agricultores. De haberle salido bien la tirada de dados, Leónidas
Breznev podría haberse convertido en el primer líder comunista
mundial que se pasease por el mundo exhibiendo algo parecido a un
apoyo popular suficientemente masivo; una especie de Chávez
adelantado en el tiempo. Pero le salió mal, por la misma razón que
le puede salir mal a Maduro.
El problema es
cumplir las promesas. Breznev no pudo cumplir las suyas porque, al
fin y al cabo, estaba actuando en un sistema centralizado y
colectivizado, petado de desincentivos: en las granjas, para la
eficiencia, la competitividad y los incrementos de producción; y en
Moscú, para la ordenación de los mercados basada en mejorar sus
potencialidades.
En todo caso, hemos
de tener en cuenta que la agricultura es sólo una parte de la
economía. Peor noticia que el fracaso de una reforma agrícola sería
el fracaso de una reforma económica. De qué pasó con ésta nos
ocuparemos en el siguiente post.
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