miércoles, enero 29, 2014

Galiza ceibe (9)

El de 1934, como sabe todo el mundo, fue el peor año para el sentimiento nacionalista o autonómico en mucho tiempo. Una persona de cierto poder político y no muchas luces estratégicas, Lluis Companys, se dejó convencer por uno de sus ministros, el filofascista Dencàs, de que la cosa estaba ya madurita para que Cataluña se fuese por su parte. Así, coincidiendo con el golpe de Estado revolucionario de las izquierdas, montó el pollo independentista, aunque en cuando salieron las tropas del general Batet a la calle, las ínfulas se fueron al carajo. Companys terminó en la cárcel, Dencàs huyendo por las alcantarillas, y la autonomía catalana, la única que había conseguido avanzar en realidad, suspendida.

La suspensión de la autonomía catalana soltó todas las tripas que tenía que soltar en la derecha gobernante que, si antes podía haber estado algo dispuesta a hacer de bajo vientre corazón con una situación que no le gustaba nada, a partir de ahora no se cortó un pelo. Esto tuvo una consecuencia obvia para el nacionalismo gallego, puesto que pronto sus dirigentes se convencieron de algo que, por otra parte, era una verdad absoluta: la única forma racional de conseguir la autonomía gallega sería aliarse con las izquierdas.

Ya en la III asamblea del PG, celebrada en Orense en enero del 34, las gentes de Vicente Risco, el increíble hombre menguante del nacionalismo galaico, habían salido trasquiladas. La asamblea aprobó un mandato a los dirigentes del PG en el sentido de acercarse a cualesquiera fuerzas republicanas fuesen partidarias de la autonomía. Siguiendo este mandato, Castelao y Bóveda inician contactos con Izquierda Republicana, formación que, no se olvide, se había comido la ORGA de Casares Quiroga, que para entonces ya estaba a lo suyo, que era gobernar en Madrid, como finalmente conseguiría, con resultados más que cuestionables para España. Por su parte, Azaña tenía de autonomista lo que Tom  Cruise de físico cuántico; pero también era un señor que se apuntaba a un bombardeo por conseguir el poder, bien fuera éste real o meramente indiciario; y, de hecho, cuando inició las negociaciones con el Castelao Team, ya estaba mascullando en su interior la idea, propia de gentes bipolares en proceso de profunda demencia senil política, de que si algún día montaba un Frente Popular con Largo Caballero lograría manipularle y llevarle a su huerto (algo que también creía Prieto; y es que la clase política de la República, qué nivel, Maribel). Como ya había hecho alguna que otra vez en su dilatada carrera política, Manuel Azaña estaba en ese punto en el que estaba dispuesto a firmar lo que fuese, declamar en los mítines lo que fuese, y defender cualesquiera ideas, con tal de recuperar sus expectativas racionales de tocar moqueta otra vez. En consecuencia, convertirse en un autonomista gallego convencido no le costó ni medio telediario.

Ambas fuerzas, PG e IR, llegan a una alianza táctica, motivo por el cual, en abril de 1935, en la siguiente asamblea del PG, se monta la mundial. Sin embargo, al discurso tradicionalista de Otero Pedrayo responden los asistentes a la asamblea con notoria frialdad. Como consecuencia de estos hechos, José Filgueira, a quien yo tuve la ocasión de conocer una tarde en Pontevedra en la que trató de convencerme de la santiaguedad de los huesos que están enterrados en la catedral compostelana, se escindió del PG y formó un grupo casi testimonial, la Dereita Galeguista de Pontevedra.

El Partido Galeguista, cada vez más implicado estratégicamente con IR, obviamente sigue a esta formación cuando Azaña decide su integración en el Frente Popular. Este gesto provocará la salida del partido de Vicente Risco, fundando la Dereita Galeguista de Ourense, que no tuvo, como la otra, práctica actividad.

Los galeguistas se encontrarán con que en el patio de Monipodio que fue la elaboración de las listas del Frente Popular, nadie o casi nadie estaba dispuesto a darles boleta (mucho menos Casares Quiroga, quien desde el principio de estas notas está mirando por lo suyo, y ahí sigue). De hecho, a pesar de que en las elecciones del 33 puede exhibir el PG cierto punch en La Coruña y Pontevedra, todo lo que consiguen, y eso tras mucho vivaquear en las reuniones del Frente en Galicia, es colocar cinco candidatos: Ramón Suárez Picallo y Antonio Villar Ponte en La Coruña; Alexandre Bóveda, en Orense; Xerardo Álvarez Gallego en Lugo; y Alfonso Rodríguez Castelao en Pontevedra. Saldrán elegidos los dos coruñeses y Castelao, entre otras cosas porque en las votaciones hay mucho navajeo, y el Frente Popular le hace la cama a Bóveda en Orense, de modo y forma que los militantes del resto de formaciones del Frente no le votaron.

El Frente Popular, no obstante, honrará los compromisos que había adquirido antes de las elecciones, y convocará referendo del Estatuto para el 28 de junio de 1936.

En aquel referendo votó a favor del Estatuto el 73,96% del censo electoral. Es una cifra impresionante que hace escribir párrafos cheos de orgullo a muchos historiadores gallegos. Sin embargo, incluso Castelao, desde el balcón del exilio, viene a reconocer que hubo, si no pucherazo, sí manipulación. Entendámonos. No cabe hablar de pucherazo porque, según todas las trazas, el Estatuto tenía las de ganar en el referendo. Sin embargo, lo que es más que probable es que, en una votación limpia, no hubiese alcanzado, en una región tan dispersa como Galicia y con elevadas cotas de abstención, el nivel de apoyo que le exigía la Constitución. Evidentemente, ni el nacionalismo gallego, ni el Frente Popular, se podían permitir que el Estatuto no saltase el listón. Así pues, lo saltó; sí, o sí. Por decirlo mal y pronto, los diputados nacionalistas gallegos intentaron que, en atención a las especiales características organolépticas de la nación gallega, se permitiese la aprobación del Estatuto por mayoría absoluta, y no los dos tercios que exigía el texto constitucional. Como quiera que la propuesta no fue atendida por Madrid, el referendo se ganó con tres cuartos del censo por el artículo 33. 

Alfonso Rodríguez Castelao, que se reputa normalmente como el principal candidato para ser presidente de la autonomía gallega, salvó su vida gracias al Estatuto votado en el referendo de junio. El estallido de la guerra civil, en lugar de pillarlo en Pontevedra, donde con casi total seguridad habría acabado fusilado, le pilló en Madrid, encabezando una delegación de parlamentarios gallegos que venía a presentar el texto a las Cortes. Un texto cuya piedra filosofal era la cooficialidad del gallego y el castellano, que establecía un sistema electoral proporcional que desentonaba con el resto de sistemas existentes en la República, y que, por cierto, ya entonces se preocupaba de hacer ese fistro jurídico de regular el derecho de voto de los gallegos de cierta diáspora (y decimos cierta porque hay diásporas que no nos dan derecho de votar una mierda). Durante la guerra civil, Castelao estará obsesionado con que se realice un acto jurídico de recepción del Estatuto por las Cortes. Y lo consigue en la última sesión del congreso celebrada en territorio español, en 1938; situación que consideramos de legalidad, olvidando movidillas de quórum y tal. Con este gesto, el pontevedrés consiguió situar el Estatuto gallego entre lo que la Constitución de 1978 consideró nacionalidades históricas.

Supongo que no hace falta decir que, con la victoria de los nacionales, las organizaciones nacionalistas fueron prohibidas, sus bienes incautados, y sus dirigentes perseguidos. Los dirigentes del ala izquierda, como Bóveda o Víctor Casas, fueron juzgados y fusilados. Los derechistas que, a pesar de serlo, no se habían apartado del PG, fueron sujetos a variados tipos de ostracismo (entre ellos, Otero Pedrayo). Y, por último, los nacionalistas más de derechas, como Risco o Filgueira, no tuvieron sino que alinearse con el franquismo para pillar cacho. Pero hay gente, como el alcalde de Santiago Anxel Casal, que experimenta las repugnantes consecuencias que en la guerra civil tuvo eso que se llama salir a pasear.

En el exilio, evidentemente, la principal figura será Castelao, quien con los años será elevado al areópago de los intocables; y, la verdad, merece mucho más ser intocable que otros que también lo son, como Companys.


Galicia, con el resto de España, acaba de entrar en eso que Celso Emilio Ferreiro llamó la longa noite de pedra.

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