La situación del doping en los juegos de Moscú fue tan
escandalosa que acabó por convencer al príncipe De Merode de que había que
hacer algo, y hacerlo ya. Su primer paso en este sentido fue negociar con la
IAAF, es decir la federación internacional de atletismo, un acuerdo para que
los controles antidopaje se realizasen no sólo durante los Juegos Olímpicos,
sino también en los años intermedios. Es obvio que el COI no era nadie para
realizar comprobaciones en competiciones no olímpicas; ésta es una labor que le
correspondía, en el atletismo, a la IAAF, y la aceptó, siquiera parcialmente.
Además, admitió la inclusión de la testosterona entre las sustancias
prohibidas. Pronto, sin embargo, el deporte mundial acabaría por darse cuenta del fuerte componente estético de estos pasos.
En 1983 se celebraron en Helsinki los Campeonatos del Mundo
de atletismo, y las sospechas son muchas de que la inmensa mayoría de los
atletas acudió hasta la ternillas de droga. Los récords mundiales cayeron
como moscas. Así las cosas, cuando ese mismo año se celebraron en Venezuela los
juegos Panamericanos, la IAAF endureció las condiciones del dopaje. La
consecuencia fue inmediata: doce atletas estadounidenses, directamente, no se
presentaron a las competiciones. De los que fueron, muchos dieron positivo. Y,
en el caso del equipo USA del halterofilia, cuando se supo que los medallistas
serían chequeados en todo caso, los atletas, repentinamente, fueron incapaces
de levantar aquellos pesos que les habrían dado medalla.
Estos hechos no son casuales. Si alguien estaba jodidamente
presionado en 1983, ése alguien era el USOC, el Comité Olímpico estadounidense.
Al año siguiente, los juegos eran en su casa, en Los Ángeles. Ronald Reagan, en
la Casa Blanca, lideraba una revolución conservadora que estaba decidida a
darle el último golpe de riñones a la Guerra Fría. Moscú había sido un paseo
militar de los atletas soviéticos o de su galaxia…
A toro pasado de los juegos de
Los Ángeles 84, el propio comité olímpico estadounidense confesó que no menos
de 86 atletas USA habían dado positivo en diversas pruebas anteriores a las
Olimpiadas, incluidos diez que lo hicieron en los mismísimos trials, sin que se hiciera nada para
impedirles competir. Por lo demás, los juegos de LA se habían montado, como
siempre que se hacen en Estados Unidos, para ganar pasta; y sus organizadores tenían
el precedente, apenas ocho años antes, de los muy ruinosos juegos de Montreal
(además de sospechar que los beneficios de Moscú no podían haber sido nada del
otro mundo). En ese contexto, contemplaban
el trabajo en costosos controles masivos como algo fuera de toda lógica
económica y, por ello, consecuentemente presionaban para que no se diese mucho
por saco con el tema del dopaje.
A estos factores se unía otro
igual de importante. En 1980, es decir el año de los juegos de Moscú,
el COI había elegido presidente en la persona del español (o catalán, según se
mire) Juan Antonio Samaranch. Samaranch era un diplomático excelentemente bien
relacionado en quien se valoraban habilidades como haber sido un alto
funcionario del franquismo y haber sobrevivido a su desaparición y, sobre todo,
el de haber sido, como consecuencia de dicho estatus profesional, embajador en
Moscú. Samaranch, por lo tanto, fue el hombre seleccionado por el movimiento
olímpico para mantener a dicho movimiento extramuros de los grandes conflictos geopolíticos
mundiales. Fue para eso para lo que lo eligieron, además de para que
convirtiese el olimpismo, de una vez por todas, en un negocio redondo.
Ambos objetivos los cumplió. Yo
diría que con creces. Si, por el camino, sacrificó lo poco o mucho de limpieza
que quedaba en las competiciones, eso ya es algo que los amantes del deporte
tendrán que valorar en positivo o en negativo. Yo, que carezco de espíritu
olímpico y que de hecho tiendo a ver el movimiento olímpico como un club de
millonarios que un día se divirtieron compitiendo en unos juegos, y que ya
talludos tratan de ser más millonarios aun; yo, digo, desde esos confesados
pensamientos, creo que la estrategia de Samaranch de no malquistarse con nadie,
de darle a todo el mundo lo que quiere, acabó con los últimos restos del sueño
del barón de Coubertin que, desde entonces, se ha convertido en un mero soporte
para la venta de unos derechos televisivos, y poco más.
Como un ex ejecutivo del COI
(Michael Payne, responsable de márquetin) expresó muy bien, Samaranch, en aras
de su objetivo mayor de mantener la unidad del movimiento olímpico, se dedicó a
«mirar hacia otro lado cuando se producían indiscreciones». El abogado
canadiense Dick Pound, que llegaría a encabezar la agencia mundial antidopaje,
ha dejado dicho que a Samaranch todo aquello de la lucha contra las drogas en
el deporte le parecía un obstáculo; algo que podía dañar la imagen del
movimiento olímpico.
El USOC colocó al frente de la
organización de los juegos a un empresario (el antiguo CEO de la First Travel
Corp., Peter Ueberroth), y no falló: los juegos arrojaron un beneficio oficial
de 250 millones de dólares, poniendo, a partir de ese momento, los dientes
largos a falanges enteras de políticos, alcaldes y primeros ministros del mundo
entero, que, en su estulto esquematismo, tienden a pensar que todo el monte es
orgasmo y que cualquier Olimpiada derramará cascadas de pasta (curiosamente, si algo enseña Los Ángeles es que para que unos Juegos sean negocio,
lo primero que hay que hacer es quitar de encima de ellos las zarpas de los
políticos y resto de representantes de la res
publica). El propio Ueberroth ha contado que el objetivo se lo marcaron
desde el principio: que los juegos no le costaran un duro al contribuyente.
Aceptó el reto, y lo cumplió. Lo cumplió, él mismo lo ha dicho, siendo muy
sistemático en la gestión presupuestaria. Lo cual, mutatis mutandis, quiere decir, entre otras cosas, desplazando los
costosísimos análisis antidopaje a un segundo, si no tercer, plano. El
organizador de los juegos presionó para que los positivos anteriores a la
celebración no se hiciesen públicos, para así no dañar el proceso,
importantísimo para aquellos juegos, de allegamiento de fondos privados.
Además, le puso la proa a los test de cafeína y de testosterona, aduciendo que
su eficiencia no estaba científicamente demostrada. Finalmente, tuvieron que
tragar con ambos controles, aunque inmediatamente surgió un nuevo problema
cuando se supo que cada vez más atletas parecían estar usando la conocida como
hGH o human Growth Hormone; la famosa
hormona del crecimiento de la que aun hoy se habla, sobre todo en foros
balompédicos.
Otro problema fue que los
representantes del Bloque del Este presionaron para que los análisis se
duplicasen: uno en un laboratorio allende el Telón, y otro aquende. Al final no
hizo falta desarrollar esto porque, como se sabe, se acabó yendo al boicot;
tras el cual, los americanos respiraron aliviados, acojonados como estaban con
que la RDA les diese hasta en el cielo de la boca en su propia casa.
Así las cosas, Estados Unidos se
paseó por sus juegos. Incluso en disciplinas donde nunca había brillado, como
la gimnasia deportiva, se permitió el lujo de epatar al mundo. Se llevó 83
oros, 61 platas y 30 bronces, que se dice pronto. En todos los juegos, doce
atletas dieron positivo; ninguno de ellos estadounidense. Y pasaron cosas muy
raras. La mayoría de la documentación relativa a las pruebas nunca llegó a
manos del COI; según algunas versiones, porque se perdió camino de Lausana;
según otras, porque fue destruida. Dick Pound, a quien ya hemos citado,
atribuyó éste y otros juegos sucios a una suerte de entente entre Samaranch y
el presidente de la IAAF, el italiano Primo Nebiolo.
Los juegos de Los Ángeles
supusieron un avance clarísimo; pero no para el antidopaje, sino para el
dopaje, puesto que nuevas y sofisticadas técnicas se pusieron en juego. Herman
Falsetti, un cardiólogo norteamericano, realizó una trasfusión de sangre a
cinco ciclistas antes de correr las finales de su especialidad. Se subieron al
cajón. Buena parte de los pentatletas de aquellos juegos habían usado
betabloqueantes (que habían sido permitidos por el COI por motivos
terapéuticos).
El COI, en 1985, anunció
campanudamente un endurecimiento de las pruebas antidoping. Ese mismo año, sin
embargo, el festival deportivo nacional de Baton Rouge dejó bien claro que la
negociación con las federaciones deportivas había sido tan dura que el plan
había tenido que ser seriamente matizado; entre otras cosas, porque para
sancionar a un atleta, diesen lo que diesen los análisis, hacía falta el nihil obstat de su federación nacional
correspondiente. Los Juegos de la Amistad de 1986, en Moscú, fueron elegidos
por la URSS para demostrar que si hubiesen ido a Los Ángeles lo habrían ganado
todo; consecuentemente, sus atletas eran cestas hiperventiladas de anabolizantes. En 1987, durante los campeonatos nacionales de atletismo al
aire libre en San José, la federación de atletismo USA se negó a sancionar al
campeón de disco John Powell aduciendo tecnicismos. En los campeonatos del
mundo de Roma hubo barra libre de drogas. Sin ir más lejos, Charlie Francis,
entrenador del esprínter canadiense Ben Johnson, no ocultó que su pupilo había
tomado Probenecid, un compuesto capaz de enmascarar la presencia de esteroides,
aduciendo que tenía que tratarse una gonorrea.
Por aquel entonces, en todas las
televisiones del mundo, la española incluida, se emitían reportajes variados
contando la vida de Johnson, su ejemplarizante experiencia de hombre hecho a sí
mismo que en los últimos años, recuerdo bien decía la voz en off de uno de
estos reportajes, «ha engordado decenas de kilos, todos de músculo». En otras palabras: delante de las narices de los
periodistas deportivos se desplegaba un ejercicio masivo y descarado de uso de
sustancias prohibidas, y los periodistas, o bien eran incapaces de verlo, o
bien lo veían, y callaban. No sé cuál de las dos hipótesis es peor.
Así fue como llegamos a Seúl y,
muy concretamente, a su muy esperada final de los cien metros lisos.
Bien, espero las continuaciones. Un detallito: "En 1980, es decir dos años antes de los juegos de Moscú". O es 1978, u ocurrió el mismo año que la competición de Moscú.
ResponderBorrarLlevo ya unos cuantos años siguiendo de cerca todo lo que se comenta de dopaje.
ResponderBorrarEn realidad en 1988 ya pensaba que Perico había sido "apadrinado" por Samaranch para salvar ese Tour (y yo trabajando en Segovia!!!) y de paso asegurar el éxito de las Olimpiadas de Barcelona, pero... ¿toda esta historia está al alcance de los interesados? ¿cómo se puede "escarbar" mas?
Muchas gracias, Juan