lunes, julio 02, 2012

Fra Girolamo (5)


El gesto de Lorenzo de Médici de llamar a Girolamo Savonarola a su lado en el momento de su muerte hizo al prior de San Marcos extraordinariamente popular en Florencia. Por dos razones. La primera, porque la especie lanzada por sus acólitos de que se había enfrentado valientemente al poderoso alimentó su valía como líder de los republicanos de la ciudad. La segunda, porque la muerte del Medicis, al fin y a la postre, venía a “demostrar” o cumplir una de las profecías de Savonarola; para colmo, tres meses después, también murió otro de los señalados proféticamente por el fraile: el Papa. A partir de ahí, pues, muchas personas comenzaron a creer que, verdaderamente, Savonarola tenía revelaciones divinas. La muerte de Inocencio VIII, el primer Papa que admitió públicamente su paternidad, levantó algunas esperanzas de reforma en la iglesia de Roma; pero la elección de un Borgia para el solio dio al traste con todas esas teorías, lo que reforzó la furibunda dialéctica savonaroliana. El fraile comenzó a afirmar en sus predicaciones que había tenido visiones más o menos alucinógenas que le anunciaban el desastre de la Iglesia y su vuelta a los orígenes.

En aquel punto de su vida, sin embargo, Savonarola estaba lejos de ambicionar el poder sobre Florencia. Estaba más influido por su repugnancia moral hacia el siglo, razón por la cual, allá por 1492, ambicionó la idea de crear, a partir de los monjes de San Marcos, una nueva comunidad a salvo de todos esos defectos. Así pues, en una decisión que sorprendió a muchos, decidió abandonar San Marcos, edificio que consideraba demasiado mundano (aun siendo Florencia, lógicamente, mucho más pequeña que hoy, ciertamente estaba muy cerca del meollo), para crear una pequeña comunidad en la campiña. Gracias a una serie de donaciones compró un terreno en Monte Cano, cerca de la misma Careggi. Allí diseñó un edificio notablemente modesto que, por no tener, ni celdas individuales tenía; Savonarola quería volver a la pureza de las primeras comunidades altomedievales. El proyecto, sin embargo, fracasó, y, aunque no podemos estar seguros, es muy posible que este fracaso no fuese ajeno al camino que luego haría Girolamo Savonarola para convertirse en un líder natural de la comunidad urbana florentina. En efecto, el fracaso de Monte Cano, en buena parte, cegó el camino que sinceramente quiso seguir en primer lugar, ignorando que, en el Renacimiento europeo, el tiempo de los eremitas había pasado. Y saber eso, en buena medida, lo impulsó a seguir el derrotero contrario.

Abandonó por completo la ingesta de carne, y de alimentos mínimamente bien preparados. Sus mortificaciones eran legendarias y continuadas. Seguía durmiendo apenas cuatro horas, pero nunca, nos dicen los testimonios contemporáneos, nunca estaba cansado, ni irascible. Su ejemplo, imposible de imitar, lo convirtió en un líder entre los suyos.

El líder, sin embargo, tenía un problema.

Girolamo Savonarola podía subirse al púlpito y decir lo que le pareciese. Pero no podía dirigir a las masas si solicitaban ser dirigidas. Como prior de San Marcos, no era libre; sus acciones debían ser sancionadas por sus superiores en Lombardía, puesto que el monasterio dependía de ellos. Por esta razón, el primer paso serio de Savonarola hacia lo que consideraba su misión fue albergar la idea de independizarse de la dependencia de la congregación lombarda, la cual, a mediados de siglo, había sido unificada con la congregación toscana.

En la Semana Santa de 1493, Piero de Medici reclamó a Savonarola en Bolonia. Medio Orsini medio Medici, Piero carecía de la inteligencia política de Lorenzo, y además era mucho más bruto que él. Desconfiaba, lógicamente, de Savonarola; pero no estaba en condiciones de pasar de él. Si Lorenzo, y sus antecesores (sobre todo Cosme) habían sido unos cabrones con estilo, Piero era un cabrón sin estilo, y eso le había granjeado una impopularidad acojonante dentro de Florencia en tan sólo un año. Llamó al prior a su lado para ver si así conseguía un poco más de popularidad.

A los boloñeses, sin embargo, Fra Girolamo no les gustó. Encontraron sus sermones demasiado bastos y directos, como es lógico pues la retórica del prior, exenta de recursos prosódicos y de elegantes juegos conceptuales, no tenía nada que ver con lo que estaban acostumbrados a escuchar los boloñeses. Pronto, lo etiquetaron como un predicador de mujeres. Sin embargo, la cosa cambió el día que, por tercera vez, la mujer del tirano local interrumpió su sermón.

En efecto, la buena señora, que al fin y al cabo era la Primera Dama, tenía por costumbre llegar a la misa cuando le daba la gana y, además, penetraba en la iglesia con gran pompa y mucho séquito, lo cual era una molestia para el sermón. La primera vez que pasó esto, Savonarola se limitó a callar e interrumpir su perorata hasta que todo estuvo de nuevo en calma. La segunda, le pidió en público a aquella mujer que no molestara. Y la tercera, estalló, bramando: ¡”Contemplad cómo llega el Diablo para interrumpir la Palabra de Dios!” La mujer ordenó a su guardia que lo matase allí mismo, pero ellos se echaron atrás, temerosos de cometer un sacrilegio. Varias horas después, le envió dos matones a su celda. Savonarola los recibió con calma y se limitó a decirles, en tono amenazador, que los boloñeses no se iban a sentir muy felices con su muerte. Los sicarios se fueron por donde habían venido.

Savonarola llegó a Florencia ya plenamente convencido de que su futuro pasaba por independizarse de la provincia lombarda, y para ello inició inmediatamente las negociaciones. Fue la primera vez que tuvo que negociar directamente con el Vaticano.

Los lombardos, obviamente, no querían que el San Marcos florentino se les escapase de las manos; es fácil imaginar que la dependencia vendría a suponer algún tipo de participación en las rentas monacales. En Roma, sus intereses los representaba el cardenal Ascanio Sforza, que no era precisamente un cualquiera: era hermano del gobernante del Milanesado y vicecanciller del Papa. Savonarola tenía que perder; pero algo pasó. Algo que requiere cierta explicación.

Hablamos de Italia, de la Historia de Italia, de la posición italiana sobre tal o cual cosa, a pesar de que, formalmente hablando, esta expresión, antes del siglo XIX, no deja de ser una entelequia. Es obvio que los italianos lo son, que hablan una lengua común (con diversos dialectos) y que tienen una identificación como pueblo que es la que finalmente generó su unificación. Pero la Historia de Italia es algo muy complejo en lo que confluyen muchas fuerzas.

El primer gran elemento definitorio de la Historia de Italia es que contiene un elemento distorsionador que no se puede encontrar en ningún otro sitio: el Papado. El Papa es una figura discutible desde el punto de vista de la creencia; pero su influencia en la Historia está fuera de toda duda. No hay en el mundo una figura más paradójica que el Papa de Roma: es un líder espiritual, pero también es un líder temporal, porque es jefe de un Estado; su discurso teórico es proclive a la caridad y contrario a los elementos inhumanos, también del capitalismo, pero el escándalo del IOR descubrió que es uno de los principales banqueros del mundo; su reino no es de este mundo pero, sin embargo, reinó durante siglos sobre lugares bien terrenales, los llamados Estados Pontificios.

El poder temporal del Papa de Roma se basa en dos grandes conceptos.

El primero es una puñetera mentira, y es lo que conocemos como Donación de Constantino. Un documento pretendidamente cierto, que en realidad es una falsificación, por el cual el último emperador unificado de Roma, Constantino, legaba al Papa dicho Imperio.

Para ser más exactos, en el acta citada el emperador Constantino, agradecido al Papa Silvestre I por haberse curado de la lepra, le entrega el palacio de Letrán y una serie de símbolos e insignias. Asimismo, por el mismo acto Constantino equiparaba al clero con el Senado, les otorgaba el carácter de milicia imperial y, finalmente, regalaba al pontífice la ciudad de Roma y su entorno junto con todas las provincias itálicas. Es posible que quienes crearon este documento (con seguridad, monjes) no estuviesen pensando en usarlo con fines políticos. Sin embargo, la decisión de incluirlo dentro de unas falsas decretales, las conocidas como Seudoisidiorianas, le dio al papelito un vuelo y una importancia inesperadas.

Merced a la Donación de Constantino, todos los reyes del orbe cristiano no son sino realquilados a los que el casero verdadero, el Papa, heredero del casero original, Constantino, deja reinar en sus casas. Cuando el canciller Otto von Bismarck acudió a la Dieta germana para señalar que Alemania haría conforme a sus principios aunque el Papa no los aprobase, dictaminó: "No habrá otro Canosa". Con esa frase, se cerraban más de mil años de poder temporal de los Papas en Europa. En la humillación de Canosa, 1077, un sacro emperador romano, Enrique IV, se echó a los pies de un Papa, Gregorio VII, y reconoció: you are The Boss, man.

En el Renacimiento, sin embargo, quedaban muchos años para el anuncio-reproche de Bismarck y para las soflamas de Garibaldi, que le decía a sus soldados aquello de "usaremos los intestinos del último rey para ahorcar al último Papa" (¿o era al revés?)

El segundo elemento del poder temporal papal son los Estados Pontificios.

A partir del año 554, y durante dos siglos, la involucración del imperio bizantino en Italia, impulsada sobre todo por Justiniano, generará un choque casi constante de los bizantinos con los centroeuropeos que se quieren establecer en la península; enfrentamiento que Bizancio más o menos conseguirá dominar con el establecimiento del Exarcado de Rávena, en el año citado. Sin embargo, la pujanza de los ostrogodos será cada vez mayor, por lo que Bizancio, crecientemente, tendrá que echar mano del Papa para conseguir pararlos.

La situación, para los intereses constantinopolitanos, hace crisis en el siglo VIII, durante el cual no sólo los lombardos conquistan crecientes territorios en Italia, sino que, a causa de la apuesta iconoclasta por parte de los emperadores isáuricos de Oriente, Roma y la capital se distancian cada vez más. De aquí es de donde parte buena parte de la tendencia centrífuga italiana, pues para protegerse, y ante la inexistencia de un poder central, los distintos territorios italianos se constituyen en ducados; realidad que no les es ajena, pues ya el exarcado de Rávena gobernaba a través de duces nombrados por él. El ducado de Roma se vuelve hacia las autoridades civiles, y no encuentra casi nada; circunstancias en las cuales acepta el gobierno del Papa como la cosa más normal. Para cuando los lombardos conquistan Rávena y acaban con el exarcado (751), el Papa ya es el jefe espiritual de la ciudad, así como su primer gobernante temporal.

Astolfo, rey godo, da un ultimátum a los italianos tras conquistar Rávena. El Papa de Roma se vuelve hacia la que entonces todavía es su metrópoli, o sea Bizancio, quien manda a un embajador, Juan, llamado El Silenciario. El Papa Esteban II y el propio Juan viajan a Pavía para negociar con Astolfo y tratar de recuperar todo o parte de los territorios ocupados por los lombardos.

El fracaso total de las negociaciones obliga al Papa a buscar nuevos aliados. Y es entonces cuando mira hacia el reino de los francos y desarrolla la idea del pacto básico carolingio; pacto que, sin embargo, no será exactamente con Carlomagno, sino con Pipino el Breve. En Ponthion primero, y en Saint Denis después, se produjeron las negociaciones. En esta segunda ciudad, el Papa ungió a Pipino, en un acto en el que declaró a toda su familia patricios romanos.

Un año después (754), en la dieta de Quierzy-sur-Oise, los francos deciden la intervención en Italia y, tras la victoria de la misma, 756, la donación de los territorios al Papa. La entrega, concretamente, consistió en los terrenos del antiguo exarcado de Rávena, incluyendo Bolonia y Ferrara; la denominada Marca de Ancona; y la ciudad de Roma. Desiderio, rey lombardo, incumplió los términos del armisticio con Pipino y llegó a ocupar Spoleto y Benevento; pero para entonces Carlomagno ya estaba al frente del reino franco, y lo que hizo fue bajarse al sur y acabar con la dominación lombarda.

Son los Estados Pontificios, por lo tanto, un regalo de los pipínidos, consolidado por Carlomagno, que entró en Italia a llevarse a los godos por delante, pero también a deshacer la labor de Justiniano, que había ganado territorios en la península en favor de Bizancio para consolidar su dominación del orbe cristiano, que operaba contra la autoridad vaticana. Carlomagno no tenía ni putas ganas de ser rey de Italia, pues consideraba a los italianos muy difíciles de gobernar; y, además, le debía al Papa el carné imperial que le había dado a su familia, gracias al cual había podido crear el primer germen de Estado moderno, a pesar de tener en su seno seres como francos, borgoñones y aquitanos, que se odiaban intensamente (no por casualidad, en la fantástica serie fílmica Los visitantes, el fiel escudero Delcojón muestra un odio africano hacia todo lo borgoñón).

Los Estados Pontificios convirtieron a un tipo encerrado en Roma, constantemente en peligro de que los romanos le diesen de hostias (paradójicamente, pues en teoría las hostias debería dárselas él a ellos), en el propietario de algunas de las llanuras más fértiles del continente; en el poseedor de vidas y haciendas capaces de alimentar las más ambiciosas levas de guerra; etc. El Papado identificó rápidamente los Estados Pontificios con el liderazgo espiritual del mundo y, conservándolos, generó en la Historia de Italia, como decía, una distorsión que no tiene parangón en ninguna otra nación de Europa.

Si la historia de Europa entre los siglos VIII y XV es una Historia de acción-reacción, de movimiento centrífugo (feudalismo) y luego centrípeto (monarquía, creación del Estado moderno), este proceso se realiza en la península de un modo imperfecto. Reino sin rey, parcialmente gobernado por un rey que no se llama tal porque de sí mismo dice que sólo es el primer cura entre los curas, las especialísimas circunstancias de la península italiana hacen que, en la misma, el feudalismo pueda mutar en otra cosa y generar gobernantes de pequeños estados, adaptados a la nueva situación, pero procedentes del viejo orden anterior. Son los Colonna, Orsini, Sforza, Medici, Dell'Este, que gobernarán un país que no lo es.

Cuando Italia se reunificó, el movimiento centrípeto nació de donde podía nacer: el área más rica del país que, además, se las había arreglado para permanecer lejos de la sombra de la tiara papal: Lombardía o, si se prefiere, en términos más genéricos, el Norte. Y esto es así desde mucho tiempo atrás porque ya en el Renacimiento, en los tiempos de Savonarola, a pesar de que a experimentos como Venecia, Génova y la propia Florencia les queda mucho carrete, el Milanesado tiene ya amplias aspiraciones de poder más allá de su frontera sur. Pero tiene un problema, que es su frontera norte. Porque Italia no existe y porque el Milanesado carece de posesiones que tal vez habría podido conquistar, ya que son Estados Pontificios, para esta satrapía resulta difícil resistir la pujanza de las grandes potencias europeas nacientes. Si el sur de Italia estaba experimentando el embate de una de ellas, España; el norte experimentaba la de la otra, o sea Francia.

Francia y los lombardos, pues, luchan por la preeminencia en Italia, con el permiso de España, en un proceso del cual es árbitro el Papa. Ludovico Sforza, el capitán de los milaneses, tiene muy amplias ambiciones expansionistas y de control sobre los pueblos italianos; ambiciones que también tiene París, que aspira a controlar la política italiana para virarla a su favor, consciente de que España está haciendo lo mismo desde el sur.

Girolamo Savonarola se consideraba más allá de los temas temporales y despreciaba los conflictos del siglo. Sin embargo, su pretensión de independizar a una de las principales, si no la principal, comunidad monacal de Florencia, del yugo, por así decirlo, del mando por la congregación lombarda, lo colocó, de hoz y coz, en medio de aquel choque de trenes.

Con su decisión de apoyar la reivindicación de Savonarola, Piero de Medici no estaba tomando posición alguna sobre las pretensiones morales de los frailes de San Marcos. En puridad, a Piero las cuestiones sobre santidad y buena moral le daban por culo. Si lo hizo, fue para mandarle una señal clara al cardenal Sforza, al Papa, y a Milán. Quería que supieran que estaba dispuesto a jugar la carta profrancesa, nada más. Y nada menos.

Una parte muy importante, si no la que más, de la revolución savonaroliana, acababa de activarse.

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