La imagen de los viejos romanos clásicos entregados a
bacanales de vino y sexo ha cautivado a decenas, si no centenares, de
generaciones. De hecho, en los tiempos contemporáneos los creadores de
películas y novelas cuya atracción se basaba en el morbo sexual han usado mucho
de esta imaginería, centrándose, sobre todo, en la siempre extraña e
inquietante figura de Cayo Calígula.
Por todo ello, es lícito preguntarse si, realmente, todas
aquellas demostraciones corpóreas son ciertas. Y lo primero que cabe contestarse
es que no lo podemos saber con exactitud. De los tiempos antiguos, por
definición, los testimonios que nos han llegado son pocos y, por lo tanto, su
veracidad es difícil de establecer. Ya sé que en la famosa Pompeya aparecieron
mosaicos que representaban escenas subiditas de tono. Pero pararos a pensar,
por un momento, que si un cometa se estrellase contra la Tierra y nuestra
existencia desapareciese, quizá, dentro de miles o millones de años, una nueva
civilización acabaría descubriendo algún libro o foto de alguna pintura clásica
de la anunciación de María; y, a la vista del cuadro, bien podría concluir que
los humanos tenían alas y una aureola dorada que les circundaba la cabeza.
No obstante lo dicho, parece bastante claro que algo de
verdad hay. Aunque no toda. Nos centraremos, en estos comentarios, en los
emperadores romanos más conocidos, entre
ellos el primero de la lista: Julio César.
Julio no era casto en modo alguno. Romani, servati uxores, moechum calvum adducimus, cantaban sus
legiones al entrar en triunfo en Roma. Romanos, guardad a vuestras mujeres, que
os traemos aquí al follador calvo. Nos cuentan algunos relatos, asimismo, que
en los prolegómenos de la decisiva batalla de Farsalia, durante la arenga a sus
soldados, se dedicó a hacer humoradas eróticas con un pepino que tenía en la
mano. Tiene poco de rara la cosa. Julio era un soldado y, como soldado, no
podía ser un tipo que le hiciese muchos ascos a la coyunda con mujer. Aunque
todo parece indicar que, más que un follador desenfrenado, fue un follador
estratégico.
Julio César se casó tres veces, y las tres lo hizo por
conveniencia política. Cornelia, su primera mujer, era hija de Cornelio Cinna,
que había sido dictador de Roma del 86 al 84 a.C. y que pertenecía al partido
antisilano, al que Julio estaba adherido por razones obvias, dado su estrechos
parentesco y relación con el gran enemigo de Sila: Cayo Mario. Tenía 15 años
cuando se casó con Cornelia y 17 cuando se enfrentó frontalmente con Sila, tras
la orden de éste de que la repudiase. Cornelia, sin embargo, murió pronto (68
a.C.) y, un año después, César se casó con Pompeya, hija de Quinto Pompeyo Rufo
y, por lo tanto, nieta de Sila. Como vemos, Julio, con total desparpajo,
cambiaba de partido político mediante el casamiento. Cinco años más tarde, sin
embargo, Pompeya fue relacionada con el escándalo protagonizado por Publio
Clodio Pulcher, quien se había introducido, disfrazado de mujer, en una
celebración en casa de César, al parecer con la intención de pulirse a su
señora. La enorme popularidad de Clodio hizo
que César volviese su crítica hacia su mujer pronunciando esa famosa frase que
se traduce así así, porque más bien quiere decir: me divorcio porque considero
que no puedo tener una mujer que sea objeto de sospecha.
Tres años después de su divorcio, Julio se casó de nuevo,
esta vez con Calpurnia, hija de Calpurnio Pisón, aliado suyo. Al que se uniría,
de momento, Pompeyo, puesto que se casó con Julia, hija de César.
Pero estas son solo las relaciones oficiales. Suetonio le
atribuye a César, además, amoríos más o menos largos con Postumia, la esposa de
Servio Sulpicio; Lolia, mujer de Aulo Gabino; o Tertula, la mujer de Marco
Craso. Pero, por encima de todas ellas, se señala como gran amante de Julio a
Servilia, la madre de Marco Bruto. ¿Quiere ello decir que, tal vez, el
famosérrimo tu quoque, fili, era literal?
No parece, pues la mayor parte de los indicios apuntan a que Julio sentía por
el joven más una admiración por sus habilidades que un amor paternal.
La relación de Julio con Servilia tenía también una vis
política fundamental, puesto que era hermanastra de uno de los principales hombres
políticos del momento: Catón. Como también lo fue la mantenida con la reina
egipcia Cleopatra, con la que todo parece indicar César no estuvo nunca eso que
se dice colgado, sino que la utilizó en el marco de sus movimientos contra su
hermano, Ptolomeo XIV. Algunos historiadores de la época incluso dudan de que
el tan famoso como misterioso Cesarión, hijo de Cleopatra, fuese hijo de Julio.
La afamada serie Roma, de la BBC, recoge
de alguna manera esta versión, haciendo al niño hijo de Pullo, el legionario
que es uno de los dos protagonistas principales de la serie.
Según el griego Dion Casio, al final de su existencia, en la
cumbre del poder dictatorial de César, sus partidarios llegarían a defender la
necesidad de una ley que permitiese al dictador, literalmente, follar con quien
le apeteciese.
El gran asuntillo sexual que ha perseguido a César durante
2.000 años, e inclusodurante su vida, es el de su estancia en Bitinia,
en la corte del rey Nicomedes. Fue ésta una estancia bastante larga y, además,
al volver a la metrópoli, César se las arregló para regresar de nuevo. Lo cual
alimentó, rápidamente, la especie de que Julio era homosexual, y Nicomedes su
chochito. Existen testimonios de que hubo senadores, que, durante los debates
con Julio, lo trataron a propósito con el género femenino; uno, incluso, dijo
de él que era “el esposo de todas las mujeres y la mujer de todos los maridos”.
Sila, su enemigo, lo llamaba “el hombre
del cinturón flojo”, lo cual era una alusión directa a la forma de vestir
habitual de los homos de la época, que llevaban la toga más suelta (ignoro
por qué). Conocida es también la admonición pública con que Cicerón recibió la
victoria cesarea frente a Pompeyo, afirmando que nunca habría esperado que un
hombre tan poco ceñido pudiese ganarle (hay que añadir, para entender esta
frase, que de la heterosexualidad de Pompeyo; más aún, de su condición de lo
que hoy llamamos Macho Alfa, no dudaba nadie).
Coleen McCollough, erudita biógrafa moderna de César, no
cree la historia de Nicomedes. Este bloguero diría que no, pero sí. No, en el
sentido de que César fuese homosexual, en el sentido en que más que probablemente
lo fuera, por ejemplo, Calígula. No practicó el amor con hombres normalmente.
Pero sí, porque para Julio, es al menos lo que para mí se destila de las líneas
anteriores, el sexo era parte de la carrera por el poder. Seducir, para él, era
allanar su camino hacia el poder. Y no parece que Julio fuese de los que se
arredraban ante el hecho de que la seducción tuviese que producirse sobre
elementos volumétricamente más abundantosos que los que se encuentran en una
entrepierna femenina. Eso sí, acusaciones como las de Catulo, que apuntan hacia
la relación con amantes menores por puro placer (como sí pudo tenerlos Sila), son difíciles de creer.
Tras la exagerada vida de Julio, le sucedió Octavio, quien
claramente derivó hacia una existencia algo más calmada. En buena parte hijo
político de Julio, Octavio también practicó el casamiento por razón de poder.
Su primera mujer, Claudia, era hija de Publio Clodio e hijastra de Marco
Antonio; Octavio se casó con ella para consolidar el que se conoce
habitualmente como segundo triunvirato (43 a.C.) Dos años después, la repudió
sin siquiera haberla desflorado (todo un detalle, porque era una niña).
Inmediatamente, Octavio se casó con Escribonia, tía política
de Sexto Pompeyo. En apenas un año, tuvieron tiempo de tener una hija, la
escandalosa Julia; pero, pasados más o menos doce meses, se divorciaron en
medio de grandes peleas.
Aquí, sin embargo, acabó la identificación de Octavio con
Julio pues éste, que con el detalle demuestra que tenía criterio y no estaba
dispuesto a seguir las costumbres habituales, se casó por amor. Y cómo se casó.
Se enamoró de un pibón de 19 años, Livia, que no sólo estaba casada con Tiberio
Claudio Nerón, sino que estaba embarazada de seis meses (de su hijo Tiberio,
que sería emperador). En enero del año 38, Octavio le guindó la piba a Tiberio,
y se casó con ella. A partir de entonces, Livia se convirtió en su gran
confidente y un verdadero contrapoder en la sombra; aunque sus acciones y
habilidades como asesina envenenadora, de las que tanto eco se hace Robert
Graves en su I, Claudius, están lejos
de estar atestadas.
Un historiador clásico, Aurelio Víctor, dice de Octavio que
experimentaba una flagrante haud modice
luxuria; o sea, que estaba más empalmado que un mandril. Es posible que sea
cierto. Y hasta es posible que, como dicen otros, se hiciese llevar jovencitas a palacio para
darle lustre al lápiz. Pero todo ello, si lo hizo, lo hizo con sentido de
hombre de Estado, y evitando a toda costa el escándalo. Aunque es posible que
una vez se le fuese la mano, con la muy sensual Terencia, mujer de Mecenas, a
la que quizás tuvo que llevarse a la Galia porque sus condumios en Roma eran ya
vox populi.
A la muerte de Octavio, le sucedió Tiberio, su hijastro. Con
él, comenzó el, probablemente, reinado imperial más famoso por motivos sexuales
y, por ello mismo también, más sometido a discusión.
Dejémosle, por el momento, casado con su hermanastra Julia
El Putón.
Alea iacta es, follatore moriture
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