jueves, septiembre 02, 2010

Folletín de verano (35)











En una iglesia lejana, las campanas acababan de dar los cuartos. Ya se había hecho de noche. Al salir aquella tarde de casa, Carlos Luján se había asomado al balcón de una primera tarde todavía cálida, y había equivocado el juicio. Pensaba que estaría poco tiempo fuera del hogar y por eso había salido a cuerpo; si hubiera sabido que pasaría toda la tarde fuera, se habría protegido contra las traiciones del otoño cuando se va el sol.


El había creído que sólo sería testigo de un interrogatorio; cosa de un par de horas. Uno más como varios que había dirigido el comisario Azpíriz en los últimos días. Puro trámite todos. Personas residentes en la ciudad dormitorio donde se ubicaba el banco atracado a las que se les presentaba el retrato robot de los tres atracadores, así como la foto del cadáver de su desgraciado, e inexperto, cómplice. Luján acudía a aquellos interrogatorios por evadir sus pensamientos del trasiego de su oficina, inusitadamente intenso desde el consejo de ministros del 17, y también porque así se lo había pedido Azpíriz. Tal vez tú veas algo con tu olfato de buitre, le dijo. Como siempre, sin mala intención; pero también sin tonos netos que definiesen la frase como una broma.


La tarde del 21, sin embargo, les tocó la lotería. De los dos interrogados, uno resultó ser una mujer que se encontraba en la zona del banco visitando a una amiga, ya que ella vivía en la otra punta de la ciudad. Fue una suerte que estuviera allí. Los atracadores habían sido listos. Habían actuado en un entorno en el que sabían que se podían ocultar con rapidez; pero, al mismo tiempo, habían escogido muy bien la sucursal bancaria. Cuando la mujer los reconoció como los huéspedes de Ciriaco el Mecánico y comprobaron la dirección de Ciriaco Huertas Capdemón, pudieron ver que el domicilio se encontraba bastante lejos de la sucursal; de hecho, para ir desde uno hasta la otra, si se quería usar el transporte público, era necesario realizar diversas e incómodas combinaciones de autobuses. Era un lugar claramente escogido para que no fuese fácilmente relacionado con la base donde los ladrones se escondían.


Montar el operativo llevó unas dos horas. Por eso, cuando Carlos Luján, José Antonio Azpíriz y una dotación de siete policías armados se apostaron frente a la casa baja donde vivía Ciriaco, sonaron los cuartos posteriores a las ocho. Esperaban. Tenía que llegar una orden judicial y aún no había llegado. A todos los efectos, estaban investigando a unos chorizos, y ambos habían decidido que así debía ser, por lo menos de momento.


Carlos Luján puso la radio del coche dentro del cual esperaba con su ex compañero. Sintió un escalofrío en el espinazo al escuchar la voz neutra del locutor de Radio Nacional, con el tono seco y algo lúgubre de las grandes ocasiones.


En el curso de un proceso gripal, su Excelencia el Jefe del Estado ha sufrido una crisis de insuficiencia coronaria aguda, que está evolucionando satisfactoriamente, habiendo comenzado ya su rehabilitación y parte de sus actividades habituales.


A las diecinueve horas del día de hoy, su Excelencia el Jefe del Estado recibió en su despacho al presidente del Gobierno, con quien mantuvo una conversación de cuarenta y cinco minutos.


Azpíriz bufó más que suspiró hacia la ventana abierta del automóvil, y luego dio una larga chupada a su cigarrillo.


-Ya ha empezado -musitó.


-Ya ha empezado, ¿qué? -Preguntó Luján.


-¿Y tú me lo preguntas?


El navarro miró a Luján. Luján pensó: joder, me mira como si Franco fuese su padre.


-¿Dónde lo tiene?


-¿Dónde tiene qué?


-¡Luján, joder...! El... el cáncer.


Carlos Luján se recordó en el mediodía del día anterior en el despacho de Lastres. Qué cabrón es el navarro, pensó. Yo hice la misma pregunta.


Él respondió lo mismo que le respondió Lastres.


-No hace falta un cáncer para morirse.


Azpíriz procesó la información. Luján pensó, así pues probablemente también dijo con su mirada: es todo lo que te puedo decir. Hasta aquí puedo leer. El navarro lo aceptó, o pareció aceptarlo.


-Los que me dais miedo sois vosotros -terminó por decir, con el rostro vuelto hacia la calle.


-Nosotros.


-Vosotros, sí. Los defensores del Movimiento. Las...


Luján encendió un cigarrillo y dejó escapar una risa breve.


-¿No lo dices?¿Desde cuándo te callas lo que piensas, Azpíriz?


-...


-Las cloacas del franquismo. Puedes decirlo. Sin miedo. No te preocupes. Lo tengo muy asumido. Soy una rata que merodea por las cloacas del Movimiento. Por lo visto -continuó, suspirando y moviéndose en el asiento para eliminar algún dolor de espalda provocado por la inacción-, por lo visto hoy por hoy el problema no está en los troskistas que van por ahí matando guardias civiles y comisarios de policía; o los sindicalistas que reciben telegramas de Moscú; o los aprendices de políticos que tienen engañada a media Europa. El problema somos nosotros: las ratas. Hay que ver cómo han cambiado los tiempos.


-No me entiendas mal, yo...


-Tú sólo has querido decir que qué pasará si muere Franco. Qué haremos. Y yo te lo voy a decir: ya está todo preparado. En las siete horas siguientes a la muerte de Franco, nos vamos a llevar por delante a siete mil españoles. Más o menos. Con eso basta. La lista ya está hecha. Si ésos están muertos, la hidra pierde la cabeza. Nada de arrestos ni polladas. Ocultaremos la muerte de Franco siete horas, durante las cuales dejaremos España como la patena. Será su testamento.


Azpíriz miró a su ex compañero. Ojos fríos, inexpresivos. Luján pensó: como no podía ser de otra manera, me ha calado.


-Si eso fuera verdad, no me lo contarías.


Luján rió.


-Cierto, cierto.


-Vale. Pero, entonces, fuera bromas. ¿qué cojones vais a hacer?


Un taxi paró cerca. De él se bajó un hombre y por la tensión en el rostro de Azpíriz, supo Luján que su amigo le conocía; así pues, probablemente, era algún funcionario judicial. Luján agarró el brazo de Azpíriz para captar su atención durante los segundos que el hombre tardó en caminar hasta su vehículo.


-Vamos a confiar, Azpíriz. No hay otra. Atado y bien atado. Son sus órdenes y, aún con las arterias reventadas, aquí, como hace cuarenta años, sólo manda Uno.


Entraron en casa de Ciriaco Huertas derribando la puerta. No se molestaron en llamar. Querían el bollo blando desde el primer mordisco. Y consiguieron lo que querían. Ciriaco el Mecánico (en realidad, mecánico en paro) dormía en su catre vestido apenas con unos calzoncillos y cuando se levantó, a gritos de los armadas, todavía como sonado por el sueño, en el centro de su escaso ropaje había una oscura y húmeda mancha. Luján pensó: me encantan los testigos que se lo hacen encima. Son el más claro preludio de un interrogatorio fácil. A eso se unió la mala hostia que se le puso al comprobar que Ciriaco, contra lo que él había esperado, estaba solo.


Siguiendo instrucciones de Luján, los uniformados buscaron un par de motivos fútiles, pequeños retrasos en cumplir sus instrucciones, alguna breve contestación a destiempo, para arrearle alguna que otra hostia al mecánico. Poca cosa, pero suficiente. Ciriaco se arrebuñó como pudo en la solitaria silla que los policías colocaron en el centro de la pieza de la casa que hacía las veces de salón y dormitorio, protegiéndose la cara. Un policía le lanzó una patada certera al estómago, y a partir de ese momento el interrogado ya no supo qué hacer, cómo cubrirse. Pero no lloraba. Imploraba con los ojos, desde la sombra de los brazos. Dos pequeñas luminarias que miraban alerta.


Luján se adelantó.


-Baja los brazos.


-¡Yo no he hecho nada!


-Montón de mierda: baja-los-brazos.


En sus años de policía, Carlos Luján había aprendido una cosa. La mayor parte de la gente se acojona y obedece a un policía que les grita a todo pulmón. Pero algunos parecen creer eso del perro ladrador, poco mordedor. Pero si a alguien, en una situación en la que está esperando que le grites, le das una orden tajante, en voz casi inaudible, muy, muy despacio, todo el mundo entiende el mensaje a la perfección. Sólo existe la alternativa de obedecer, o tener un par de costillas rotas antes de dos minutos.


Ciriaco obedeció y miró a Luján con su rostro cruzado de arrugas. Luján hizo un gesto de satisfacción, dio un paso adelante y se quedó frente al hombre, que bajó la vista.


-¿Dónde están?


-¿Dónde están, quié...?


La patada certera en la pata izquierda delantera de la silla la tumbó y dio con Ciriaco en el suelo. Un policía se adelantó para patearlo, pero Luján lo detuvo con la mirada. Dejó que el interrogado se hiciese un ovillo en el suelo para protegerse.


-¡Yo no sé nada!


-No, tú no sabes nada. Somos nosotros los que sabemos.


Luján alargó un brazo con la palma de la mano mirando hacia atrás. Oía ruidos tras de sí y sabía que había movimientos hacia el interrogado. Pero quería dejarle respirar. Si, además de estar cagado de miedo, lo agobiaban, no escucharía. Escuchó a Azpíriz susurrar órdenes breves; aún recordaba bien sus métodos, pues.


-¿Sabes algo de lo de SIARSA, Ciriaco?


-No sé de qué me habla -contestó Ciriaco desde el centro de su ovillo. Daba la impresión de que habría contestado lo mismo si le hubiesen preguntado su nombre.


-Te refrescaré la memoria. Una forja local. Cerca de aquí, en el polígono. Ochenta y cinco trabajadores, cuarta más, cuarta menos. El mes pasado fueron la huelga. Doce días.


-Le repito que no sé de qué me habla.


-Pero eso es sólo porque eres un subnormal de mierda y por eso aún no te has preguntado por qué sabemos tan bien dónde vives. Se montó una buena fiesta rojinegra1 en SIARSA. Acción directa, creo que le llamáis a eso.


-¿Le... llamamos? No sé de quién me habla.


-No te preocupes, yo te lo digo -Luján se sentó en la silla, justo al lado de aquel hombre maduro semidesnudo y tumbado en el suelo-. La mayoría de los obreros de SIARSA son cagarros como tú mismo. Unos son mierdecillas rojas y otros mierdecillas negras, y cuando se juntan la montan. Fueron a la huelga y hace cosa de tres semanas, en medio de los paros, apedrearon a tres furgones de la policía que acudieron a causa de los conflictos que se producían en la puerta de la fábrica. Y, ¿sabes una cosa que hacemos siempre cuando vamos a una así?


Luján cruzó una mirada con Azpíriz. Azpíriz, el siempre eficiente policía que tenía fichado a medio Móstoles y que, esa misma tarde, le había enseñado a Luján el pequeño informe que ahora estaba invocando. Luego se inclinó y, con la mano derecha, agarró fuerte la pelambrera de Ciriaco. El mecánico gimió. Luján tironeó como si quisiera separar la cabeza del cuerpo. Ciriaco gritó más. Luján se arrodilló en el suelo y colocó su rostro frente al de Ciriaco. El mecánico se orinó de nuevo. Luján esperó a que pudiese dominar mínimamente el dolor y entornase los ojos para mirarlo.


-Llevamos cámaras de fotos, Ciriaco. Y tenemos una muy bonita de ti, en medio de una pequeña multitud de rojos cabrones, tirando piedras. Dime, hijo de puta. ¿Cuándo cojones has trabajado tú en SIARSA?


Mandoble con la mano izquierda. Un nuevo grito.


-¿Desde cuándo contratan mecánicos en las forjas?


Un puñetazo. La nariz del viejo mecánico comenzó a manar sangre.


-Despídete de tu cara, Ciriaco -gritó, esta vez sí, Luján-. Éstos -señaló hacia detrás de él con la cabeza, hacia los policías- te van a hacer una nueva, por cabrón.


-¡Yo no he hecho nada malo!


Luján se irguió e irguió a Ciriaco, sin dejar de tirarle de los pelos. Una vez semierguido el mecánico, le propinó un rodillazo en el estómago. Escuchó el aire huir de su cuerpo. Lo empujó contra un mueble. Ciriaco chocó con estrépito contra la especie de cómoda. Un tocadiscos que había sobre ella salió disparado, y el ruido de múltiples pequeñas piezas rotas rebotando contra el suelo se multiplicó. El mecánico se quedó semisentado en el mueble, con los calzoncillos chorreando, llorando a lágrima viva y sangrando cascadas de sangre por la nariz rota.


-Deja de decir gilipolleces -le dijo Luján, recuperando el tono bajo y monocorde-. Estás a punto de donar a la ciencia policial tus huesos y la poca salud que te queda. Si no juegas bien tus cartas, para cuando amanezca no te van a conocer ni los hijos de puta de tus hijos.


Con la izquierda le agarró el cuello. Con la derecha le puso el dedo índice delante de los ojos.


-Te lo preguntaré una vez. Una sola. ¿Dónde están?


Ciriaco boqueaba, sin aire. Luján esperó. Cuando notó que los músculos del mecánico se relajaban, rebajó la presión. El interrogado recuperó el resuello. Y, luego, comenzó a sollozar. Un llanto callado, pero neto. Ciriaco lloraba por sí mismo. En ese momento, Luján supo que no hablaría.


-Lleváoslo -acabó por decir a los uniformados, que esperaban detrás de él-. Esta noche tenéis partida de ping pong.





1 El rojo y el negro son los colores del anarcosindicalismo.

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