viernes, agosto 06, 2010

Folletín de verano (8)

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Nada más llegar a la comisaría, Luján telefoneó al mesón de Pozas.

-Su compañero Galán ha reconocido el anillo –le informó‑. Al parecer, pertenecía a una especie de hermandad comandada por uno de los soldados de su escuadra. Castilla, o Calleja.

-Cendoya –informó Pozas, al otro lado del hilo‑. Julio Cendoya, El Choto. Ahora lo recuerdo. Había olvidado lo de los anillos. Pero es verdad. Eran varios camaradas, muy amigos. Cendoya era el más, no sé…

Luján esperó, mientras la línea telefónica crepitaba ligeramente.

-… el más radical, no sé si me entiende.

-Perfectamente. ¿Qué fue de ellos?

-Murieron en el lago. Cendoya fue el último. Participó en una avanzadilla de un intento fallido de tomar una colina. Yo participé en la cobertura. Ya no regresó. Lo condecoraron por eso.

-Debo confesar que no lo entiendo -reflexionó Luján en voz alta-. Tenemos a un grupo muy cohesionado de camaradas, cohesionado ideológicamente. Se hacen fabricar unos anillos. Esos camaradas mueren a lo largo de los días en una acción bélica especialmente sangrienta. En medio de todo ello, un miembro de su misma escuadra, con pocas trazas de sentirse identificado con ellos, sobrevive a esas acciones, es herido y repatriado. Esto ocurre en el invierno de 1941. En la primavera de 1948, esa persona que resultó herida y repatriada es asesinada en Madrid en extrañas circunstancias. Le cortan las manos para evitar su identificación, pero él se las arregla para meterse en los calzoncillos uno de esos anillos. Pero se supone que esos anillos están todos en el fondo del lago Ilmen, en Rusia. ¿Señor Pozas?

-¡Sí, si, estoy aquí!

-No tiene lógica. ¿O sí?

Siguió medio minuto de silencio. Finalmente, Pozas habló quedo, como si estuviese refiriendo un secreto.

-No sé, subinspector. Me cuesta pensar. Son siete años…

-Lo comprendo –concedió Luján‑. Además, ya ha sido usted de gran ayuda.

-Haré cualquier cosa para aclarar el asesinato de uno de mis hombres.

Luján colgó el teléfono pensando en el tono de desamparo con que el cabo Pozas se había despedido, cuando vio entrar a Azpíriz, sudoroso y casi eléctrico, todavía con su libreta de notas en la mano.

-¡Lo he encontrado! ¡He encontrado el domicilio de Anselmo López!





En los últimos treinta años Madrid se expandía. Lenta, parsimoniosamente. A principios de siglo, las emigraciones hacia la capital habían empezado a ser verdaderamente masivas y ya justo antes de comenzar la guerra, la vieja ciudad caótica y provinciana se había empezado a mostrar incapaz de absorber tanta gente sin empezar a cambiar su rostro. De tiempo atrás, en cualquier caso, Madrid estaba rodeado de pequeños pueblos, aldeas y granjas. Como una araña perezosa, casi de forma imperceptible, Madrid se expandía y digería esos pequeños pueblos lentamente, haciéndolos suyos. Lo que una vez estaba muy lejos, diez años después prácticamente formaba parte del espectáculo de la ciudad. Esos recuerdos de aldeas eran los lugares preferidos por los emigrantes para establecerse. Personas de escasos recursos invadían casas rurales carentes de las comodidades que los pisos urbanos adquirían cada vez más, acentuando la pobreza de sus moradores. En una de esas pedanías, por el camino de Vicálvaro, era donde al parecer vivía Anselmo López. Según testimonios recogidos por Azpíriz, todo el empleo que tenía parecía ser la limpieza de establos en vaquerías cercanas.

-Manos de mujer, limpiando establos –se dijo para sí Luján, cuando Azpíriz se lo contó.

-¿Cómo dices?

-Nada, nada. ¿Qué más?

-Un tipo desconfiado, López. ¿Sabías que todas las cartas y los envíos del hospital y del Ministerio llegaban a una de las vaquerías donde servía? Al principio, el dueño no me lo quiso decir, pero me puse un poco serio y hablé de tirar de la manta, y se achantó. Al parecer, López se lo pidió como un favor.

-Esto no tiene sentido.

-¿El qué?

-¡Todo, coño, todo! Un falangista modélico, un tipo que es todo un camarada, tiene miedo de que el Ministerio sepa dónde viva. Se alista dando una dirección falsa y se las arregla para que los envíos sanitarios, que le son necesarios, lleguen a otra dirección. ¿A qué te huele todo esto?

-A clandestino –respondió Azpíriz.

-A clandestino –repitió como un eco Luján‑. Un rojo infiltrado. Y que probablemente no actúa sólo.

Azpíriz enarcó las cejas.

-Sí, no me mires así. ¿Qué me dices de Cendoya, el radical, y sus compañeros?

-¿Quién narices es Cendoya, el radical?

-Joder, perdona. Tú me estás informando y yo todavía no lo he hecho. Luego te lo cuento. Sigue.

Azpíriz se enfrascó en sus notas de nuevo.

-A ver. El dueño de una de las vaquerías me contó que un día, hará cosa de dos años, López se indispuso. Algo que luego no fue demasiado serio. Llamaron al hospital, vino una ambulancia, lo reconoció el médico y le recomendó reposo, pero en su casa. Como López estaba más allí que aquí, el tipo tuvo que meterse en la ambulancia y acompañarle. Es por eso que pudo decirme dónde está la casa.

-Muy bien, y, ¿dónde está?

-En la carretera de Vicálvaro. Unas viviendas bajas, una especie de antigua colonia, probablemente para trabajadores de la construcción, o ferroviarios.

-Esto es un lío. Vamos a hablar con Rebollo, y mañana será otro día.

Caminaron la sala entera hasta llegar a la mesa de Rebollo. Tras indicárselo él, acercaron dos sillas y le contaron, por turno, sus gestiones. El inspector les escuchó tranquilo, sin mostrar emoción alguna. Al terminar, les señaló con la barbilla y sentenció:

-Mañana ustedes siguen con esto yendo al domicilio de López. En dos días quiero una tesis.

-¿Una tesis?

-Una tesis. Un informe de su puño y letra en el que me digan qué es lo que creen que pasó. No sé si se dan cuenta, pero este caso, tal y como está, está a punto de cerrarse.

-Señor, con todos los respetos…

-Luján, ya sé. Ya sé que su impulso, perdone que se lo diga, de novato, le dicta otras cosas. Entra usted en la Brigada y la primera noche le envían a levantar un cadáver. Créame que lo entiendo: es su caso. Pasarán los años y usted olvidará muchos de los casos que resuelva, pero éste no, porque es el primero. Probablemente, se siente obligado a resolverlo.

-No es eso señor. Es sólo que…

-Es sólo que crees ver una conspiración de altos vuelos -el inspector cambió al tuteo con toda naturalidad-. Ahora ves a un extraño grupo, In Bello Amicitia –recitó el lema en latín con voz exageradamente campanuda‑ del que López formaría parte, aunque no sabes cuándo, ni cómo, ni por qué se unió a ellos. Al fin y al cabo, deberías confiar un poco más en nosotros.

-¿Nosotros?

-Nosotros, sí. El Estado. La Patria. La Falange. Partes de la base de que, no uno, varios criminales rojos pueden apuntarse a la División Azul sin que nadie se entere. Pero, claro, ésa es mi parte del trabajo. Ya os dije que haría llamadas.

Se volvió hacia su mesa y abrió una carpeta, repasando un par de papeles antes de volver a hablar.

-De Anselmo López Trujillo no figura en los archivos una sola referencia, ni nuestra ni de nadie, durante la Cruzada. Nadie le dio una medalla; en ninguno de los lados. Nadie, en la documentación que se conserva, le ha dado ni un puto permiso de mierda. Nadie…

-Había milicias sin tanta organización –interrumpió Luján; se sintió compungido al ver el rostro endurecido de Rebollo, pero no se amilanó‑. Anarquistas, comunistas. Eso no demuestra…

-Todo es posible –concedió Rebollo‑. Pero estarás de acuerdo conmigo en que hundirse de esa manera bajo la basura del peor Madrid, esconderse tras de toneladas de estiércol, eso no es algo que haga alguien porque una vez llamó hijoputa a un alférez provisional. Esas cosas las hace quien ha matado mucho, quien ha hecho algo realmente gordo. Y, por cierto, los grandes asesinos rojos no suelen tener manos de mujer, manos de intelectual. ¿Me sigues?

Luján tragó saliva. Azpíriz dijo con decisión:

-Le seguimos, inspector.

Rebollo asintió en silencio, sin sonreír.

-Lo que sabemos de la Escuadra Alcubierre es intachable. El cabo Pozas no puede ser más falangista. No creo que penséis que Franco va a dejar así como así que un masón o un comunista sirva vinos en su patio trasero…

Ni Luján ni Azpíriz mostraron ánimos para decir algo.

-Por otra parte, ¿qué decir del camarada Dositeo Galán? Si acaso, su pecado podrá ser empeñarse en ser demasiado fascista para los tiempos que corren. Pero para ir de ahí a la conspiración roja hace falta dar mucha vuelta, ¿no creen?

-Eso es cierto, señor, pero, ¿qué pasa con Cendoya?

Rebollo se rascó la barbilla y suspiró con fastidio. Luego se alzó de hombros.

-Reconozco que eso que me traéis es nuevo. Así que estoy en calzoncillos. Pero ya os diré algo. Mientras tanto, me apuesto el sueldo de un mes a que Cendoya y sus camaradas van a resultar ser camisas azules de los buenos. Y que estás tratando de reputar de rojos a unos héroes que murieron en Rusia con honor.

-Puede ser, señor. Pero, aún así, persistirá el misterio sobre dónde, cuándo, cómo y, sobre todo, por qué, recibió Anselmo un anillo de su pequeña confraternidad.

Rebollo se rascó de nuevo la barbilla.

-Con eso no tienes para continuar el caso, Luján.

-Lo sé, señor. Pero, como usted sabe, a mí lo que me preocupa es tener razón.

Aquella noche, cuando llegó a casa, Laura escuchaba Radio Nacional cosiendo a la luz de una lámpara. Luján observó su cabeza rubia en la espesa penumbra de la estancia y la encontró, una vez más de tantas ya pasadas y por venir, muy bella. La besó en la frente y se sentó en el sillón junto a ella, dejándose caer con un sonoro suspiro.

-¿Qué tal el día? –preguntó ella sin levantar la vista de la labor‑ ¿Algún detalle no repugnante que se pueda contar a una persona normal?

-Todos, todos –Luján le palmeó la rodilla‑. Hoy todo ha sido entrevistas. No ha habido que inspeccionar cadáveres o que bucear en la basura.

-Ajá. ¿Has avanzado algo?

-Lo dudo –confesó Luján, torciendo los labios‑. Me temo que mi jefe y yo tenemos teorías diferentes sobre el caso.

Laura levantó la cabeza de la labor cuando escuchó la palabra jefe. Le miró muy seria.

-Carlos, Carlos. ¿Teorías? Ayayay…

Él la sonrió de nuevo.

-No te preocupes. Es normal, mujer. Avanzas, te planteas teorías, las confirmas, no las confirmas… Ése es mi trabajo, al fin y al cabo.

-¿Cuál es tu teoría?

Contento de poder hablar de su trabajo, Luján se echó hacia delante en el sillón y, conforme le fue refiriendo a su mujer los datos, iba agarrándose dedos de la mano izquierda, como contando.

-El hombre cuyo cadáver tuve que levantar hace algunos días, ¿lo recuerdas? Resultó ser un voluntario de la División Azul. Con no mucha suerte. Regresó de Rusia herido y mutilado y, por alguna razón que desconocemos, no logró prosperar. Fue asesinado siendo pobre de solemnidad.

-Qué horror…

-Pero la cuestión es por qué. El asesinato fue horrible. Un asesinato con razones muy poderosas para ser cometido; tan poderosas, que el principal deseo del asesino tras cometer su crimen es ocultar la identidad de su víctima. ¿El robo? ¿Qué puede poseer de tanto valor un limpiador eventual de establos? ¿La venganza? Que sepamos, ese hombre sólo luchó en una guerra, en Rusia, y todos lo califican de excelente compañero. ¿Un crimen político? Pero un crimen político es matar a Franco.

-¡Carlos, por Dios!

-¡Laura, coño! ¡Que no estoy diciendo que nadie vaya a matar a Franco, joder! Estoy diciendo que todo crimen político busca siempre a una víctima, ¿cómo decirlo…?

-¿Vistosa?

-Vistosa vale, sí. Una víctima vistosa. Pero, ¿acaso un mutilado sin fortuna es una víctima vistosa? Y, sobre todo, ¿qué vistosidad hay en matar a alguien y tratar de enterrarlo en basura para que nadie lo encuentre, además con las manos cortadas?

Laura entrecerró sus ojos verdes.

-Y tu teoría es…

-Mi teoría es… ‑Luján sintió que el rubor le subía a las mejillas antes de hablar‑ que el muerto era un rojo clandestino. Y que fueron otros rojos clandestinos los que lo mataron.

Laura tomó aire y lo dejó dentro de sí, como si no fuese a expirar más. Luego suspiró, negó con la cabeza y volvió a su costura.

-¡Carlos, por los Clavos de Cristo! –alcanzó a musitar.

-¿Qué? ¿Qué? –Luján sintió que la ira lo tomaba‑ ¿Tampoco tú me vas a dar ni medio minuto de gracia antes de dejar de creerme? ¡Esto es la hostia!

-¡Carlos, por favor! –El rostro de Laura se había vuelto hacia él como un resorte.

-Perdona, Laura. Perdona. Pero es que… ¡no hay otra explicación! Nada más encaja con el perfil del crimen.

Laura negó torciendo los labios, como una madre ante una travesura obvia, y le habló con voz pausada.

-Mira, Carlos. ¿Te has parado a pensar en que ese hombre pudo ser asesinado por alguien que no lo conocía?

-¿Que no lo conocía?

-Pues sí. Alguien que, por ejemplo, lo confunde. Un vulgar ladrón asesino. Cree estar abordando a alguien rico… o vistoso, pero ese hombre sólo se le parece. Lo mata y, cuando lo ha hecho, se da cuenta de que se ha equivocado. Más que eso. Se da cuenta de que ha matado a un veterano de la División.

-No puede ser.

-¿No puede ser? ¿Le encontraste documentación al muerto?

Luján trataba de pensar más deprisa que su mujer. Pero no lo conseguía.

-No.

-Claro. Primer indicio, pues: el asesino la hizo desaparecer.

-Sí, ya –protestó Luján‑. La documentación y las dos manos. ¡Demasiado esfuerzo, Laura!

-Demasiado esfuerzo –concedió ella, volviendo a la costura‑. Lo cual convierte mis ideas en descabelladas –dio dos puntadas, que casi marcaron el tiempo como un reloj‑. Pero no más que las tuyas.

Horas más tarde, tras la cena, Luján sintió temblar a Laura en la cama. Se volvió hacia ella y la abrazó en la oscuridad. Ella, de espaldas a él, se arrimó.

-Carlos.

-Dime.

-No tienes razón, ¿verdad?

-No sé de qué me hablas.

-Lo de los rojos. Infiltrados.

Luján suspiró.

-Mejor déjalo, Laura. Mejor déjalo.

-Fueron a casa del Abuelo Ramiro tres días después. El mismo 20 de julio –Luján había escuchado esa historia cientos de veces; pero allí en la alcoba, en el silencio de la noche, el temblor en la voz de su mujer le encogía el corazón‑. Sus propios aparceros lo sacaron afuera y luego, y luego...

-Laura, no te tortures con esa historia.

La mujer lloraba quedo, como no queriendo turbar el silencio de la noche calurosa.

-Se han ido, ¿verdad?

Luján masajeaba un hombro de su mujer, y lo besaba.

-Esos hombres, los que hicieron eso. Ya no quedan, ¿verdad Carlos? Dime que se han ido.

Carlos Luján le besó el pelo a su mujer y se recostó detrás de ella, muy prieto. La escuchó llorar, pero no sabía qué responderle.

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