Recuerda que ya te hemos contado los primeros pasos de la férrea voluntad de Richelieu, así como el estreno de Richelieu como político en los Estados Generales. Luego le hemos visto ascender a secretario de Estado, y después cómo el obispo eligió mal el bando, y estuvo a punto de irse por el desagüe de la Historia. Eso sí, inmediatamente comenzó a cambiar las cosas para llevarse bien con el rey. La estrategia da sus frutos pues Richelieu, no sin esfuerzo, consigue alcanzar la cumbre del poder. Una vez allí, se deberá enfrentar a su primer conflicto en el exterior, conocido como de La Valtelina.
La estabilización y consolidación de Francia en el ámbito exterior no hizo sin exacerbar las tensiones interiores. La Francia de Richelieu era una nación, pero como Estado todavía tenía que inventarse. Como protoestado, Francia tenía el grave problema de la división religiosa que, en buena parte, era otro problema de mayor calado todavía: la nobleza.
La estabilización y consolidación de Francia en el ámbito exterior no hizo sin exacerbar las tensiones interiores. La Francia de Richelieu era una nación, pero como Estado todavía tenía que inventarse. Como protoestado, Francia tenía el grave problema de la división religiosa que, en buena parte, era otro problema de mayor calado todavía: la nobleza.
Los
hombres de casta noble que la Revolución Francesa montó en carros
camino del cadalso eran, ya, familias acomodadas que habían firmado
un pacto con la monarquía que las convertía en sus defensoras a
ultranza. Pero ciento y pico de años antes, en los tiempos de
Richelieu, ese pacto no se había firmado. Las grandes casas nobles
de Francia no sólo tenían dinero y medios de vida; también poseían
territorios enteros, cuya autonomía defendían celosamente
recordando el rosario de privilegios y señoríos que, en la
oscuridad de los tiempos medievales, sus reyes les habían ido
concediendo. Los nobles del XVII en modo alguno concebían la
posibilidad de no tener un ejército propio.
A la
oposición de las grandes casas nobles, que ya se habían coscado de
las hondas convicciones realistas de Richelieu, podía añadir el
primer ministro otro enemigo de peso. La joven reina, Ana de Austria,
también le odiaba.
Ana,
como cualquier otro miembro o miembra de familia real barroca, se
había casado con la persona designada por la Rueda de la Fortuna;
no, desde luego, con alguien a quien amase. También es cierto, esto
lo he escrito muchas veces, que eso de andar sufriendo por las
esquinas por no haberse podido casar con Jean François el guapo
marquesito es una elaboración argumental contemporánea que sirve
para ganar audiencia al tiempo que para contaminar la (ya de por sí
escasa) autenticidad histórica de los episodios filmados del pasado.
Las reinas e infantas de aquellos tiempos, y de los tiempos
anteriores a los suyos, no sufrían demasiado por no haberse podido
casar con quien amaban, por la simple y pura razón de que casarse
por amor no formaba parte de su mundo. Pretender que una reina de
Francia, a finales del siglo XVII, iba a estar melancólica por haber
dejado en su tierra natal a un amante palafrenero, es como pretender
que la depresión de un niño de siete años que vive en Villaverde
Alto se debe a que no le dejan cazar serpientes venenosas: en ambos
casos, estamos hablando de un motivo que no puede existir, porque no
forma parte de sus vidas.
Ana de
Austria era una mujer amargada; pero no por no poder amar, sino por
no ser amada. Se había casado con un rey muy meapilas, cuya
sexualidad estaba rayana al cero Kelvin, que ni siquiera la miraba.
Esto, tengámoslo claro, para una profesional cuya profesión
consiste en parir herederos e infantas casaderas para entretejer el
organigrama del poder europeo, era un problema. Un problema, nunca
mejor dicho, de la hostia.
Cuando
Enriqueta de Francia se casó en Inglaterra, a Ana se le abrieron los
ojos, y puede también que otras partes del cuerpo que van a pares.
En la comitiva inglesa que se allegó a París para preparar todas
las movidas llegó George Villiers, primer duque de Buckingham,
privado de su rey y también, a ratos libres, un aspirante a Rocco
Sifredi normando.
El
inglés olisqueó con rapidez a la hambrienta reina, y comenzó a
cortejarla. Ella se dejó hacer, como le suele pasar a las consortes
de un sobarrosarios. A los apliques no les faltó ni una
Trotaconventos, que en este caso fue Marie de Rohan, más conocida en
la Corte como madame de Chevreuse. Era conocida como tal por estar
casada con Claudio de Lorena, duque de Chevreuse; pero había estado
casada antes con el desgraciado Luynes, y mucha gente en París
opinaba que, en realidad, ella había sido la que en realidad había
obtenido del rey la privanza para su marido. Tenía, pues, fama de
Hillary, y, desde que el inglés llegara a Francia, hizo todo lo
posible por favorecer su embroque con la reina.
Tras
algunos escarceos en los que ella se hizo de rogar, acabaron
compartiendo tálamo, y fluidos. Luis XIII fue informado casi antes
de que los amantes dejasen de sudar, como lo fue Richelieu. Se detuvo
y castigó a diversas personas del servicio de la monarca. Pero
Richelieu sabía que ninguno de los castigados, ni siquiera la de
Rohan, tenían poder y tamaño suficiente como para preparar un
idilio como aquél, que era un asunto de Estado.
Le costó
al cardenal encontrar al autor intelectual de toda aquella movida,
que de espontánea no tuvo nada, pero al final lo consiguió: Gastón
de Orleans, hermano del rey, que entonces contaba apenas con 18 años
de edad.
Gastón
era todo lo que su hermano no era. Le gustaba la jarana, el folleteo,
beber hasta el amanecer. Un auténtico malote, adorado por todas las
mujeres. Con esa vida muelle, jamás pasó, creo yo, por la cabeza
del buen Gastón tratar de traicionar a su hermano para sustituirlo.
Pero otra cosa era el partido noble. Evidentemente, para pararle los
pies al ticket Luis-Richelieu, los nobles necesitaban un campeón, un
sustituto; y tenían la intención de utilizar a Gastón como
candidato alternativo.
Así
pues, recapitulemos: Gastón de Orleans, experto en salir de las
casas de las mujeres casadas con el culo al aire y por la ventana de
detrás, fue quien armó, en compañía de la Chevreuse y un par de
criados cómplices, la movida de armar entre Ana de Austria y el
duque una presunta historia de amor verdadero, que en realidad era
una tensión sexual que te cagas entre un noble exitoso con un pene
industrial y una joven coronada más necesitada que un mandril en un
convento trapense. Pero todo eso no tuvo nada que ver con una
aventura galante: tenía que ver con una conspiración de mucho más
alto calado, que buscaba debilitar y hacer temblar la silla de Luis
XIII para sustituirlo por el propio Gastón; algo que un grupo
selecto de grandes cabezas de Francia estaba dispuesto a hacer al
modo Clemente: patadón p'alante, y si hay que dar hostias, se dan.
Richelieu,
como siempre en situaciones parecidas durante toda su vida, demuestra
tener totalmente clarinete que es fundamental reaccionar con
inmediatez, y eso hace. Enterado por sus espías que el verdadero
brazo operativo de la conspiración es Jean Baptiste d'Ornano,
conocido como el mariscal de Ornano, lo hace arrestar. Es la primera
vez, por cierto, que cuenta con el decidido apoyo del rey, por lo
normal dubitativo, para tomar una decisión tan drástica.
Apenas
lleva Ornano ocho días preso en Vicennes, que Richelieu casi
sufre un grave atentado. Si el cardenal salva la vida, es por la
ligereza de uno de los conspiradores, un verdadero pollas con
balcones a la calle, llamado Henri de Talleyrand, marqués de
Chalais, gran maestro del guardarropa del rey. A Talleyrand, eso de
las tensiones entre la monarquía regalista y la nobleza de
inspiración medieval se la traía floja. Si se metió en la
conspiración, es porque ardía en deseos de empotrarse a la
Chevreuse.
Así que
aquí tenemos al gilipollas de Talleyrand, a quien le ha sido
confiado el proyecto de matar a Richelieu; y que una tarde, estando
de potes con el comandante de Valençay (Jacques d'Estampes, marqués
de Valençay), lo cuenta todo como si tal cosa. Cuando al comandante se le vaya la color de la faz
(alcohólica) y afirme su voluntad de contárselo todo al cardenal, Chalais va y piensa que, bueno, casi mejor que vaya él en persona y se lo
cuente.
Es
gracias a la confesión de Talleyrand, que además no tiene empacho
en ofrecerse al primer ministro como espía a tiempo parcial, que
Richelieu se las arregla para no ir al banquete en el que iba a
resultar ensartado. Pero, eso sí, lógicamente cabreado, dice que ya
basta y, ni corto ni perezoso, va y arresta a Urdangarín. Esto es, a
los conspiradores de la casa Vendôme. Hijos naturales de Enrique IV,
ahí es nada.
Richelieu
creía la conspiración aplacada. Pero ni modo. Henri de Talleyrand,
mientras sopesa la promesa que le ha hecho el cardenal de hacerle
maestro de campo, vuelve a encontrarse con la Chevreuse, la cual le
vuelve a empujar hacia el lado oscuro. Chalais, pues, se encuentra
entre la tesitura de seguir sus instintos más primarios u obeceder a
su cerebro, que probablemente le aconsejaba aceptar el alto cargo y
dejarse de mandangas. Pero ya se sabe qué es lo que tira más que
dos carretas, así que no creo que haya que informaros de la decisión
que tomó.
Con la
misma desfachatez con que Chalais traicionó a los nobles, traiciona
ahora a Richelieu y, convenientemente animado por su amante, decide
participar en una operación para sacar a Gastón de Orleans de la
Corte para llevárselo a algún lugar levantisco, tal vez Metz, más
probablemente La Rochelle, y allí alzarlo contra su hermano.
Richelieu,
que se entera, dice: basta. Ha llegado el momento de que el Estado
moderno diga: yo también sé pegar.
Un 8 de
julio, Richelieu arresta a Chalais, acto tras el cual Gastón se va
de bareta y confiesa toda su conspiración, acusando a todos sus
cómplices. La lista es básicamente conocida: Chalais, Ornano, los
Vendôme, el conde de Soissons, la Chevreuse y la reina. Richelieu no
pierde tiempo: menos de un mes después del arresto, 5 de agosto,
Gastón es casado con Madame de Montpensier, la más rica heredera de
Francia, princesa de sangre.
Ha
llegado el momento de ocuparse de Chalais. Para meterle mano al tema
de Talleyrand, Richelieu echará mano de uno de sus elementos de
ataque más comunes durante su acción como hombre de poder: la
formación de una comisión o, si se prefiere, más claro, de un
tribunal diseñado ad hoc para dictaminar lo que al cardenal
le interese. Es un movimiento claramente diseñado. El primer
ministro quiere que la suerte de Chalais sea un mensaje bien claro a
la Francia toda de cómo se las gasta él. Talleyrand, que se huele
la tostada, le escribe cartas desde la prisión ofreciéndole todo
tipo de denuncias y confidencias; cartas en las que,
fundamentalmente, compromete a la señora de Chevreuse. Lo que busca
el autor de las misivas es que Richelieu coloque su caso bajo su
personal albedrío, salvándolo de la crueldad el brazo secular. Pero
Richelieu no hará nada de eso.
El
tribunal encuentra a Chalais culpable de un delito de lesa majestad,
tributario de la condena a muerte por decapitación, a producirse en
la plaza de Bouffay, en Nantes, tras de lo cual la cabeza cortada
será colocada en lo alto de una pica en la puerta de Sauvetout. Su
cuerpo deberá ser cortado en cuatro trozos y, lo que es más
importante, la sentencia prevé que antes de ser ejecutado, el
condenado deberá ser sometido a tortura, sus bienes confiscados, y
sus descendientes desposeídos de todo título de nobleza.
El 18 de
agosto de 1626, se verificó la ejecución, que se puede contar entre
las más chapuceras de la Historia. Tratado por auténticos amateurs
de la ejecución sumaria, que además no contaban ni con una espada
afilada sino con una hachuela de tonelero, Chalais fue decapitado en
el hachazo vigésimo noveno. El espectáculo no fue nada edificante.
Un mes
después, Ornano, que había solicitado inútilmente de Richelieu la
libertad, moría en prisión, tal vez envenenado. Richelieu había
inventado el Terror para sofocar aquella rebelión. Desde entonces,
ya no hubo una calle de Francia por la que pudiese moverse sin la
escolta de una treintena de hombres de espada.
Pero
tenía lo que quería. El rey había quedado sobre todas las cosas.
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