El parvulario del colegio de los jesuitas de La Coruña donde estudié es (o era; hace muchos años que no lo veo) una especie de mundo aparte diseñado para que los niños más pequeños no tuviéramos que deambular por el colegio, con el natural riesgo de que nos perdiésemos o algo peor. Han pasado 41 años desde que yo lo ocupé, pero recuerdo bien un foso de arena, los juegos allí con mi amigo Carlos; recuerdo que me daba miedo escalar hasta lo más alto de una especie de laberinto escalable de tubos que había en el centro y recuerdo perfectamente el día que un compañero, por una mala suerte, me rompió una ceja con un columpio; la cicatriz todavía se nota un poco.
A mi maestra la llamábamos la Señorita Chicha. Ignoro cómo se llamaba realmente, aunque teniendo en cuenta que en Galicia es relativamente común llamarle Chicho a los luises, quizá se llamaba Luisa. Una profesora de párvulos suele estar siempre de bastante buen humor, salvo cuando echa broncas. La Señorita Chicha era famosa en el parvulario por su escasa proclividad a la bronca. Los párvulos, en justa retribución, le teníamos mucho cariño, como es de ley.
Por eso, una cosa que recuerdo vivísimamente es una mañana que tuve problemas intestinales. Esto era bastante común en aquellos años míos, y todavía había que acompañarme al excusado; no fui nada precoz en esto. La Señorita Chicha estaba explicando en ese momento que hay animales que tienen más de cuatro patas, y no podía dejar tan profundos conocimientos en el aire; así que me fui a cagar en compañía de otra maestra. Cuando volví, el recreo había comenzado. Todos mis compañeros estaban en el patio esparragando, pero yo no me fui con ellos porque iba de la mano de la maestra, y no me la soltó. Entramos en el aula. La Señorita Chicha estaba sentada mirando a ninguna parte.
‑¿Pasa algo? –preguntó su compañera.
Yo me acerqué a mi maestra. No por preocupación por ella; supongo que querría contarle que había cagado en la taza de los mayores, que es algo que a ciertas edades da mucho orgullo. Ella me estrechó contra ella y me besó el pelo. Luego suspiró y dijo:
‑Han matado a Kennedy.
Aquel Kennedy era Robert Fitzerald Kennedy, y unas horas antes había muerto por los disparos de un pringao llamado Sirhan Sirhan. Pero yo eso no lo supe hasta mucho más tarde. Conforme fui creciendo, cada vez que en mi casa se hablaba de Kennedy (mi padre, claro) se hablaba de John y de su asesinato. Por eso, porque tardé años en saber que en realidad los Kennedy asesinados eran dos, en saber que el muerto que me había hecho temblar, pues la tristeza de la Señorita Chicha me hizo sentir que algo iba realmente mal; por eso, digo, creo que el asesinato de John Fitzerald Francis Kennedy me ha interesado prácticamente desde que tengo uso de razón. Más aún: desde antes de tenerla, desde los tiempos en los que todo lo que me interesaba era cagarme en algún sitio diferente de mis calzoncillos.
En estos post busco para vosotros, lectores en su mayoría mudos según las estadísticas, enfoques que puedan ser novedosos. Las librerías del mundo, y por supuesto internet, están preñadas de lugares donde podéis leer materiales mucho mejores que los que podría escribir yo sobre el asesinato de JFK y las diferentes teorías que existen sobre él. Pudo haber dos disparos o cuatro o más de cuatro; los disparos pudieron proceder de un solo sitio o de varios. Pudo ser la obra de un loco o un atentado minuciosamente diseñado y preparado. Pero yo no voy a hablar de eso. En este terreno, me limitaré a decir es que mi opinión de humilde lector de libros es que Lee Harvey Oswald disparó contra el presidente; pero tengo mis dudas de que: a) le diese; b) fuese el único.
El enfoque que busco en este post y alguno que le seguirá es contaros lo que, tal vez, nadie os ha contado. Y, sin embargo, conforma una historia de gran interés. Tanto, que, la verdad, me extraña que nunca nadie haya filmado una película más o menos con el argumento que aquí os voy a describir. Os confieso, de hecho, que, a base de leer sobre el tema, yo he visto esa película varias veces en mi cabeza. Julia Roberts suele hacer en ella el papel de Jackie Kennedy, Kevin Spacey está caracterizado con Lyndon Johnson y Rusell Crowe interpreta a Clint Hill, por poner algunos ejemplos.
Ésta es la historia de lo que pasó inmediatamente después de los disparos. Es la historia de lo que ocurrió más o menos en las primeras dos horas tras la muerte del presidente Kennedy. Habéis visto mil veces lo que ocurrió antes. En el cine y en la tele habréis visto las tomas de la película Zapruder, habréis leído y oído hablar del tema. Eso puede que os haya dejado la sensación de que lo mollar ocurrió antes. Yo pretendo convenceros exactamente de lo contrario. Lo realmente mollar ocurrió después.
El gesto de ir a Dallas era, por parte de JFK, toda una declaración de poder. Texas en general, y Dallas muy en particular, era a principios de los años sesenta un reducto de la derecha estadounidense más recalcitrante, partidaria de la segregación racial y en buena medida convencida de que el presidente de la Unión estaba siendo contemporizador con los comunistas. Además, era y es un estado en el que la posesión de armas era ampliamente legal, así pues la oposición política no se expresaba sólo en el terreno de las ideas, sino de la acción. Haciendo un símil con el presente, imaginad a un político de un partido español de ámbito nacional que se fuese a alguno de los pueblos duros del País Vasco y se dedicase a pasearse en caravana por su centro urbano en un coche descubierto.
Dallas era territorio enemigo pero, por esas particularidades que tiene el sistema americano de partidos, no por ello dejaba de estar gobernada por el Partido Demócrata al que el propio Kennedy pertenecía. Para Kennedy, ir a Texas era una forma de reafirmar su autoridad, de dejar claro que el presidente de los Estados Unidos podía ir, dentro del país, donde quisiera. Pero, además, su viaje era un viaje político, porque lo que había en Texas era una seria disensión entre demócratas, un poco al estilo del tándem Aguirre-Gallardón en Madrid, aunque un poco más bestia.
Tratándose de un estado de perfil tan conservador, era lógico que el Partido Demócrata se compusiese en Texas de derechistas y moderados. Los derechistas fueron conocidos durante buena parte del siglo XX como demócratas jeffersonianos o tejanos regulares, y tenían, en los tiempos que cuento, un largo pedigree de defecciones a la disciplina de partido. En los años cuarenta habían dejado a Franklin Delano Roosevelt con el culo al aire, jugada que repitieron en 1952 con Adlai Stevenson. La fuerza de los tejanos regulares, sin embargo, fue dando alas a la compactación de los moderados o liberales, que encontraron su líder en un político local, Ralph Yarborough, que consiguió en 1958 ser elegido senador.
Yarborough tenía su gran contrincante en otro demócrata, John B. Conally Jr., gobernador de Texas. Conally era el exponente de la derecha demócrata y un hombre con una identificación bastante más que difusa con Kennedy y su Nueva Frontera, es decir la nueva política liberal que había comenzado a aplicar desde la Casa Blanca. En medio de este choque de trenes, la nómina de políticos tejanos demócratas se completaba con Lyndon B. Johnson, vicepresidente de los Estados Unidos que le había aportado a JFK precisamente los apoyos necesarios en Texas y el sur para poder ganar a Richard Nixon en la carrera a la presidencia. Se suponía que Johnson garantizaba la Pax Democrata entre estos políticos.
Yarborough y, sobre todo, Connally, trabajaban de forma bastante clara el uno contra el otro. A pesar de ser del mismo partido, ambos querían que su contrincante perdiese, porque ello supondría obtener la preeminencia dentro del partido en Texas, quizá por muchos años. Por eso, cuando JFK decidió poner orden en aquel desaguisado y de paso trabajarse un distrito electoral que le era escasamente afecto yendo a Texas, ambos se dieron cuenta de que quien consiguiese capitalizar aquella visita se llevaría el gato al agua.
Toda la visita de Kennedy a Texas, cuando menos toda la que se produjo hasta que dos tiros (o tres, o cuatro...) la pararon en seco, estuvo presidida por este problema. Connally, como gobernador, tenía una posición preeminente en la organización de los eventos y Yarborough, a pesar de estar relativamente arropado por políticos del ala liberal, llevaba las de perder. Así las cosas, en todos los discursos, cenas, almuerzos y demás que se fueron celebrando, Connally se preocupaba de que el senador tuviese un papel nimio o inexistente. Yarborough se fue poniendo de una mala hostia importante. El conflicto gordo surgió con el asunto de los coches. En cada población que tocaba el séquito presidencial, éste se movía como lo hizo en Dallas, es decir con una caravana de coches a escasa velocidad, saludando al público. Caravana en la que el coche fundamental era el del presidente y el del vicepresidente tenía un papel más bien de florero, tal cual es la institución de la Vicepresidencia en Estados Unidos. Connally se coló claramente al lado del presidente (y al lado del presidente estaba cuando Lee Harvey Oswald, o quienquiera que fuese quien disparó, lo hizo) y le dejó a Yarborough, a propósito, el humillante destino de acompañar a Johnson y a Lady Bird, su mujer. El senador se negó repetidas veces, generando una situación compleja que se convirtió en una hoguera convenientemente atizada por la prensa.
La mañana del día que habría de morir, John Fitzgerald Francis Kennedy desayunó de muy mala hostia por dos razones: una, el recibimiento de Dallas, uno de cuyos periódicos publicaba ese día un anuncio poniéndolo de marxista amante de los negros para abajo (o arriba, según se mire); y otra, la actitud de Yarborough, que amenazaba con hacer del viaje un, como dirían mis admiradas hormigas Trancas y Barrancas, fracaso absoluto. Kennedy le dijo a una de sus manos derechas, Larry O’Brien, que metiese a Yarborough en el coche del vicepresidente a leches si fuese necesario. No podía soportar más mamonadas. O’Brien acabó por conseguirlo, lo cual quiere decir que lo poco o mucho que se hubiese bordeado esa crisis, el mérito acabó siendo el presidente y no de aquél que estaba llamado a ser su solucionador, es decir Johnson. Los testimonios y filmaciones del desfile de coches en Dallas que terminó abruptamente a las 12,30 de la mañana frente al edificio del Book Depository en la Dealey Plaza nos indican con claridad que aquella mañana Lyndon B. Johnson iba en su coche ensimismado en sus pensamientos, sin saludar a la gente, tratando de escuchar la radio. Con cara de pocos amigos, aquella mañana el político tejano se sabía una acción de Bolsa en franca caída. Y, sin embargo, media hora después sería presidente.
Como ya he dicho, en esta película de hoy no quiero contaros lo que habéis visto miles de veces, sino lo que ocurrió después. Según la versión oficial de los hechos, la que la Comisión Warren dio por buena, el presidente Kennedy recibió dos balazos. Un primer balazo, probablemente, no le habría matado pues, pese a que el tirador probablemente había apuntado a la cabeza, en realidad dio más abajo, disparando una bala que salió por la garganta del presidente para luego hacer un extraño viaje por el cuerpo del gobernador Connally, extraño viaje que Oliver Stone ridiculiza en su película JFK, hiriéndole en varias partes. Dos segundos y pico después de ese primer disparo, según la película Zapruder (llamada así por Abraham Zapruder, un pequeño empresario que estaba filmando el paso del presidente), otro disparo dio de lleno en la cabeza del presidente, le arrancó una porción de la parte posterior del cuero cabelludo y le hizo una herida mortal de necesidad. Jackeline Kennedy, antes Bouvier y que acabaría siendo Jackeline Onassis, probablemente la primera dama más carismática de la Historia de los Estados Unidos (aunque no la más mandona: ésta fue, con permiso de Hilaria la candidata, Eleanor Rossevelt); Jackie Kennedy, digo, recordó después haber visto saltar un trozo del cráneo de su marido. La segunda bala hace un boquete tan enorme en la cabeza de Kennedy que, en los siguientes diez o quince minutos, el presidente perderá por ahí literalmente toda la sangre de su cuerpo, dejando anegado tanto el asiento el coche Lincoln en el que viajaba como el suelo de la sala de urgencia del hospital donde lo llevarán, la sala que quedará marcada para la Historia como Trauma Room #1.
Entre el primer disparo de Oswald OQF (o sea, O Quien Fuese) y el segundo y quizás el tercero hay cinco segundos críticos en los que dos personas entrenadas para reaccionar no lo hacen. Son los viajantes del asiento delantero del Lincoln: Bill Greer, experimentadísimo chófer del presidente, perteneciente al servicio secreto; y Roy Kellerman, miembro también del servicio secreto y coordinador de todos los agentes del mismo en aquella misión. Los chóferes de la gente grande son efectivamente entrenados para hacer maniobras de distracción cuando algo raro pasa y, de haber acelerado Greer o simplemente dado un volantazo, le hubiera cuando menos puesto las cosas más difíciles al tirador. Pero no fue así y, probablemente, fue por eso que el segundo tiro fuese más certero que el primero, a pesar de que, por definición, Oswald OQF contó con muchos segundos para apuntar la primera vez, pero sólo con 2,3 para apuntar la segunda (esto suponiendo que nos creamos que el asesino utilizó un rifle de cerrojo con mira telescópica como el que tenía Oswald).
En realidad, el primer agente que reacciona es Clint Hill, quien en el momento de los disparos va corriendo justo entre el coche del presidente y el que le sigue, al que llaman o llamaban Halfback y en el que va parte de la escolta del presidente. Hill intentó subir al coche para ayudar a Kennedy en el justo momento que Kellerman reaccionó y le gritó a Greer que saliese de allí cagando leches. El acelerón bien pudo matarlo. La imagen de Jackeline Kennedy subiéndose a la parte trasera del Lincoln, mil veces mostrada por la película Zapruder, hasta el punto de parecer como que quisiera huir del lugar de los disparos, tiene su razón en los intentos de la primera dama por echarle una mano a Hill. Cada uno se apoyó en el otro. Jackie logró ayudar a Hill a entrar en el coche y éste, en su impulso, logró introducir a Jackie dentro del mismo, evitando que con la inercia del acelerón cayese a la calzada.
Greer y Kellerman, más dueños de la situación ahora, encaminan el coche a toda velocidad hacia el hospital más cercano, el Parkland Memorial. Llegan a las 12 y 36.
Lo que ocurre allí se parece bastante a la palabra caos. Pero esto, si no os importa, lo dejaremos para otro día.
En el enlace (en ingles) un resumen de quince posibles "asesinadores". Por si fuera de interés.
ResponderBorrarhttp://www.spartacus.schoolnet.co.uk/JFKtheories.htm
Si no me equivoco, no existe un intervalo de tiempo definido entre los dos disparos, y los dos segundos y pico son lo que se considera "intervalo mínimo" para hacer dos disparos consecutivos. Por otra parte, creo que habría que mencionar que un documental emitido hace años por La 2 hacía una reconstrucción del primer disparo usando maniquíes que demostraba que el recorrido era no sólo posible sino incluso más probable de lo esperado (aunque siempre dentro del terreno de lo posible o probable y no de las seguridades).
ResponderBorrarYo es que en principio tiendo a abrazar cualquier opinión contraria a la expuesta en la plúmbea "JFK".
"busco para vosotros, lectores en su mayoría mudos según las estadísticas"
ResponderBorrarHuyyy!.
Me lo tomo como algo personal y comento por primera vez.
Disfruto mucho leyendo este blog, especialmente las historias relacionadas con Madrid, gracias.
Luz
Lo correcto es que los lectores se comporten como si fueran mudos. Pasa en todas las bibliotecas públicas.
ResponderBorrarOtra cosa es que intervengan. Y, en este caso, es muy dificil dado el elevado nivel de las entradas.
Le juro que yo me leo todo lo suyo y que no es justo que nos deje colgados con una historia tan interesante.
Por favor no tarde usted mucho en continuarla.
Rediós lo que cunde una alteración del tracto intestinal. Impresionante escrito. Como siempre, adictivo. Coincido con Bacaicoa, no se nos puede dejar así ;).
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