miércoles, octubre 12, 2022

La forja de España (14): La celada de Ana de Beaujeu

 La macedonia peninsular

El merdé navarro
El enfrentamiento fraternal
Se vende finca catalana por 300.000 escudos de oro
El día que los catalanes dieron vivas a la Castilla salvadora
El lazo morado (o Cataluña es Castilla)
A tocar fados con la cobla
Los motivos de un casorio
On recolte ce que l'on seme
Perpiñán, o el francés en estado puro
La guerra civil
El expediente nazarí
Las promesas postreras del rey francés
La celada de Ana de Beaujeu
El rey pusilánime y su sueño italiano
Operación Chistorra
España como consecuencia 


 

Las relaciones entre Cataluña y Francia cada vez estaban más enrarecidas, y cualquier asunto servía para exacerbarlas. Como ejemplo, lo que la Historia conoce como la aventura de Simmoneau.

Un mercader francés, llamado Simmoneau, había recibido en 1482, unos meses antes de la muerte del rey Luis XI, un encargo de éste para irse a Túnez y traerle aves rapaces y avestruces. Luis XI era muy aficionado a coleccionar animales exóticos e, incluso, sus contemporáneos insinuaban que los quería mucho; no sé si se me entiende bien. En la travesía por el Mediterráneo, este mercader fue atrapado por un corsario catalán, Francisco de Torrelles.

Al parecer Torrelles, además de hacerse con todo el cargamento del francés, lo trató como una mierda. En un momento en que Torrelles, navegando, estuvo cerca de Barcelona, Simmoneau, con la ayuda de un criado del barco al que había comprado, logró hacerle llegar un mensaje al cónsul francés en Barcelona, Raphaël Langlois; así como a otro colega, Guilhem Pignel, natural de Montpellier.

Ambos, Langlois y Pignel, salieron valedores del cautivo ante las autoridades de Barcelona. Por lo tanto, Simmoneau fue desembarcado en la capital catalana, momento en el cual, automáticamente, se querelló contra el corsario. Mientras la causa avanzaba en Barcelona, pues la Justicia en el siglo XV era, más o menos, igual de supersónica que en el XXI, Simmoneau llevó el asunto también ante las autoridades francesas y, fundamentalmente, ante el gobernador del Rosellón, apellidado Bofille. El gobernador escribió al rey francés moribundo, quien, extrañamente, se puso del lado del corsario.

En ésas Luis la roscó. El pleito de Simmoneau sesteaba a ambos lados de la frontera y el comerciante, bastante mosqueado, solicitó de la Regencia una carta de marca, es decir, un documento por el cual la víctima de un delito cometido adquiría la potestad de resarcirse a costa de cualquier compatriota de su victimario sin que por ello pudiera ser llevado ante la Justicia.

Con las negociaciones sobre los condados en medio, Ana consideraba que no debía conceder aquella patente de corso; que hacerlo era putear los temas en exceso. Estamos en enero de 1484, y la regente intenta solucionar todo aquello por las buenas.

Así las cosas, un heraldo llevó al rey Fernando una carta firmada por Carlos VIII. Este heraldo, Jean des Vignes, debía de ir acompañado de Simmoneau, quien tendría pues la ocasión de exponer las cosas personalmente ante el rey; a los dos se les unió otro mercader, Jean Bichon. En Rosellón se les unió un intérprete, Mateu Esmart Boyet.

Los tres franceses atravesaron Aragón y entraron en Castilla, pues Fernando se encontraba en Tarazona. Llegaron el 22 de febrero. Allí tuvieron una audiencia con el cardenal de España, Pedro González de Mendoza. Mendoza se deshizo en cucamonas hacia aquellos franceses que venían tan bien presentados y les dijo que ese mismo día le hablaría al rey Fernando de la movida.

Des Vignes, optimista con todos aquellos signos, se presentó en el castillo y pidió ver al rey de Castilla en nombre del rey de Francia. Le dijeron que esperase. Esperando, se volvió a encontrar con Mendoza, quien probablemente le dijo eso de “uy, es que hoy es muy mal día”, y lo citó al día siguiente en la entrada de los aposentos reales.

Des Vignes llegó al día siguiente, antes que el cardenal, y se encontró con que los edecanes castellanos le decían que no podía pasar. Que el rey Fernando estaba en su cámara jugando a la Play y no pensaba recibir a nadie. En ese momento, apareció Mendoza. ¿No me habías dicho que esto estaba hecho, cura de mierda?, le debió de decir el francés; y Mendoza, tengo yo que pillado en su mentira, pues probablemente el rey ni sabía que Vignes estaba allí, se ofreció para resolverlo todo. Le dijo al francés que le diera las cartas de Carlos VIII que portaba. Entró con ellas, mientras los franceses, nos dice la crónica, trataban de ver algo entre las rendijas de las puertas.

A las once de la noche, Mendoza salió de los aposentos. Mendoza les contestó que no sólo el rey no había dado respuesta alguna; sino que al día siguiente se iba a ausentar de la ciudad durante unos días, y que no contestaría hasta su vuelta.

Al día siguiente, los franceses recibieron la visita de un heraldo castellano que les dejó las cosas más claras: el rey Fernando no iba a dar respuesta alguna en aquel tema. Más aún: Fernando no estaba dispuesto a hacer nada contra Torrelles, al que definía como un “precioso activo” para él, del que pensaba hacer uso en el futuro. Así pues, el heraldo, con sequedad castellana y castiza, les invitó a volverse por donde habían venido aquel mismo día.

Hemos de entender la magnitud del gesto: se había producido un acto de piratería que, ahora, el rey del cual era súbdito su perpetrador se negaba a reparar. Y se negaba repararlo, además, mediando cartas del rey francés, totalmente auténticas, avalando a los negociadores.

Todo, claro, tenía su razón de ser. En el momento en que los tres franceses estaban en sus aposentos tratando de procesar toda aquella información, un secretario del cardenal Mendoza les visitó para descubrir finalmente las cartas del rey: no habría componenda alguna, ni sobre éste ni sobre ningún otro asunto menor o mayor, mientras no regresase a Castilla una embajada de la que esperaban buenas noticias.

La respuesta francesa fue tenue. Se le concedió patente de corso a Simmoneau, y ya no hubo más. En un gesto verdaderamente histórico, una regente francesa, que es como decir un rey, se tragó un desaire sobre su persona sin rechistar. Es de suponer que hasta le saldrían hemorroides emocionales.

Francia, por lo tanto, llevaba a cabo la táctica de conservar la paz a toda costa. Al fin y al cabo, la paz suponía que ellos siguiesen controlando el Rosellón y la Cerdaña y, supongo, contaban con el tiempo para hacer con ellos lo que finalmente han hecho, es decir: descatalanizarlos. Fernando, por otra parte, en ese momento, que no nos olvidemos todavía tenía como principal objetivo militar el tema granadino, no se podía plantear llevar a cabo sus amenazas hostiles. Por lo tanto, lo que hizo fue utilizar situaciones como la que acabamos de describir para incrementar la temperatura intercostal de las dos naciones.

Gilles de Mouleur, otro geltilhombre francés (oxímoron), fue encargado de acudir a Castilla para solicitar la restitución de una serie de barcos franceses que habían sido capturados. A su vuelta se alojó en una posada de Arudy, un pueblecito que hoy está integrado en el departamento francés de los Bajos Pirineos. Allí fue asaltado por una patota de catalanes que lo mataron y le robaron. Por mucho que los franceses clamaron por Justicia, ésta nunca se hizo.

Durante aquellos años; los años en los que todo esfuerzo militar miraba al sur de España, la actitud de los reyes católicos fue fundamentalmente diplomática; se puede decir que le macronearon a los macrones.

Francia, ya os lo he dicho al hablar de la muerte de Luis XI, no era precisamente un dechado de estabilidad y falta de problemas. Luis XI, que, la verdad, fue uno de los reyes más inteligentes que ha tenido Francia aunque otros, mejor tratados por la literatura y la mitología, se lleven la fama, había dejado bastante resuelta la cuestión de la sucesión en Borgoña, un asunto que ya hemos visto en otro punto de este blog. Así las cosas, el gran problema centrífugo francés estaba en Bretaña. Incorporar Bretaña a la corona francesa era, de hecho, el gran objetivo histórico que se había marcado la fría y calculadora Ana de Beaujeu.

La voluntad de los bretones de ser bretones y no unos franceses más, sin embargo, estaba lejos de haber sido establecida o vencida. Los bretones estaban alzados contra París en lo que, normalmente, la propia historiografía francesa suele etiquetar como La Guerra Loca (aunque, siguiendo el catón de los licenciados en Historia españoles sobre la Reconquista, puesto que no se la llamó así en aquellos mismos tiempos, hemos de concluir que ni fue guerra, ni fue loca; ni ellos son historiadores, either). Bajo el mando de Luis de Orléans, los bretones se enfrentaban a los macrones, obedeciendo en el campo de batalla a su caudillo, Alain d'Albret.

Los reyes católicos, quienes como ya he dicho estaban buscando escenarios vietnamitas en los que pudieran enfrentarse con Francia sin comprometer tropas propias que necesitaban para otra cosa, decidieron apoyar a D'Albret. El 21 de marzo de 1488 se firma el conocido como tratado de Valencia; un pacto en el que los españoles se comprometen a ayudar a los bretones a cambio de que D'Albret trabaje para hacer cumplir los últimos deseos del rey Luis XI: esto es, la restitución del Rosellón y la Cerdaña a los aragoneses. El resultado fue inmediato y, por ejemplo, en la batalla de Saint Aubin du Cornier, que los bretones perdieron contra los franceses y en la que Luis de Orléans fue hecho preso, también se hicieron unos extraños prisioneros vascos y navarros que teóricamente no tenían que estar ahí (a menos que quisieran apoyar la independencia de Euskadi Norte-Norte-Norte).

Como un paso más en esta estrategia, Fernando cosió una nueva alianza tradicional entre Aragón, Borgoña e Inglaterra que, lógicamente, buscaba aislar a Francia (y así estaría, básicamente, hasta que apareciese en escena el Turco). Tanto Castilla como Aragón, Bretaña e Inglaterra, cada una con sus razones, veían con muy malos ojos que Carlos VIII de Francia se casase con Ana de Bretaña, procediendo con ello a absorber a los bretones en la monarquía Camembert. El 11 de diciembre de 1488, EnriqueVII llamó al embajador castellano, Ruy González de la Puebla; en dicho encuentro, el segundo de ellos comprometió, aunque de forma un tanto etérea, el ataque castellano-aragonés sobre Francia si Inglaterra también le atacaba por el tema bretón. De hecho, en Bretaña había entonces actuando dos espías castellanos: Francisco de Rojas y Nicolás Dicastillo. Ingleses y bretones firmaron un acuerdo de amistad en febrero de 1489; el 27 de marzo, quienes firmaron fueron los reyes católicos con el rey inglés; antes incluso, los ingleses habían firmado con los borgoñones. Los españoles firmaron todos aquellos acuerdos incluyendo una cláusula por la que se otorgaban el derecho a descolgarse de los mismos en el momento en que el rey Carlos VIII les restituyese pacíficamente el Rosellón y la Cerdaña; lo cual demuestra que ése era el objetivo principal, casi único, de los movimientos diplomáticos de Isabel y Fernando. Por eso mismo, acusarlos de haberse centrado en la aventura granadina dejando todo lo demás de lado es, básicamente, uno más de los argumentos indocumentados a los que ya venimos acostumbrados en estos tiempos de la expertia sedicente.

Como quiera que Ana de Beaujeu hiciese de doña Tancreda frente a todos aquellos apaños, los ingleses, de largo los más interesados en intervenir en el teatro bretón (y los que más perdieron, de consuno, con su afrancesamiento) desembarcaron en Bretaña. España respondió con el envío de una tropa al mando del conde de Salinas. De ahí la famosa frase de Andrés Montes: “¿Cómo te lo estás pasando, Salinas?”

Fernando llegó a proponerle a D'Albret que, si llegaba a tomar Nantes, se la entregase a la unión dinástica española. Obviamente, lo que buscaban los reyes católicos era tener una perla con la que negociar. Los franceses, sin embargo, también saben jugar a eso, y mejor. El 2 de enero de 1490, Alain d'Albret, convenientemente untado y no precisamente de mantequilla, le entregó Nantes a los franceses.

Inasequibles al desaliento, los reyes españoles decidieron jugar el comodín del PasPas. Inocente VIII, sin embargo, tenía de su nombre sólo eso, porque se negó a participar en aquella movida que estaba mucho más cómodo contemplando sin compromisos.

Con el tiempo, sin embargo, hubo más desembarcos de tropas desde la península ibérica en Bretaña, por lo que Ana de Beaujeu acabó por darse cuenta de que eran los castellanos y los aragoneses los que, al fin y a la postre, tenían la llave del sudoku bretón; en realidad, eso es lo que habían buscado Isabel y Fernando desde el principio. Isabel de Castilla le propuso a Ana una entrevista entre tías, que tendría lugar en algún punto entre Fuenterrabia y Bayona; pero a la francesa la oferta no le hizo pandán. Ante esta clara estrategia francesa de matar el partido, los reyes españoles decidieron redoblar la apuesta: el 11 de septiembre de 1490, se firmó una triple alianza formal entre la unión dinástica, Inglaterra y la familia imperial para declararle la guerra a Francia. Maximiliano de Habsburgo, viudo ya de María de Borgoña, habría de casarse con Ana de Bretaña.

Ana de Beaujeu, cercada, simuló parlamentar. Por primera vez, aceptó el principio de negociar el estatus del Rosellón y de la Cerdaña. En marzo de 1491 recibió con ese compromiso a Juan de Albión, diplomático castellano. Al mismo tiempo, también hizo acercamientos a Enrique VII y Maximiliano, como queriendo hacer saber que se había quebrado. Pero sólo estaba macroenando. Todo eran triquiñuelas para ganar tiempo y casar, a pelo puta, a Carlos VIII con Ana de Bretaña.

De esta manera tan francesa, pues, los reyes castellanos y aragonés fueron engañados por una mujer muy inteligente que supo hacer un uso magistral de los tiempos, como le corresponde siempre a los políticos de raza y conocimiento. El tema del Rosellón y de la Cerdaña no se pudo apañar, como en realidad Fernando había pensado, por la vía del aislamiento diplomático de Francia. Con un francés delante, las cosas siempre son más complicadas.

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