viernes, septiembre 23, 2022

La forja de España (6): El lazo morado (o Cataluña es Castilla)

La macedonia peninsular

El merdé navarro
El enfrentamiento fraternal
Se vende finca catalana por 300.000 escudos de oro
El día que los catalanes dieron vivas a la Castilla salvadora
El lazo morado (o Cataluña es Castilla)
A tocar fados con la cobla
Los motivos de un casorio
On recolte ce que l'on seme
Perpiñán, o el francés en estado puro
La guerra civil
El expediente nazarí
Las promesas postreras del rey francés
La celada de Ana de Beaujeu
El rey pusilánime y su sueño italiano
Operación Chistorra
España como consecuencia

 



Como ya sabéis, los franceses habían dejado un remanente de las tropas prestadas a Juan de Aragón en el propio Rosellón, al mando de Amanieu d'Albret, señor de Orval. Mientras tuvo sus soldados, D'Albret no perdió el tiempo. En los últimos días de julio se plantó en las afueras de Elna, a la que obligó a izar la bandera del rey de Francia con la amenaza de un asalto. A Colliure no se acercó, puesto que juzgó su castillo muy difícil de expugnar. Sin embargo, Thuir fue tomado a las armas, y le fue impuesta una contribución extraordinaria de guerra de 3.000 florines.

Todo esto quedó, sin embargo, gravemente discontinuado a mediados de agosto, cuando D'Albret cayó inopinadamente enfermo y la roscó.

Esto dejó en paso una de las principales cláusulas del acuerdo entre Luis de Francia y Juan de Aragón: la puesta del castillo de Perpiñán en manos de los franceses. El jefe de aquella ciudad era Carles d'Oms. Cuando Gastón había empezado su periplo rosellonés, los burgueses de la misma le habían exigido a Gastón de Foix un juramento de fidelidad a Fernando y al Principado catalán. D'Oms, sin embargo, cuando vio que Gastón se acercaba a la ciudad, volvió los cañones contra su casco urbano y les exigió a los perpiñanenses que jurasen fidelidad al rey Juan II. En esa situación, todo el mundo esperaba una entrada de los franceses en la ciudad, pero precisamente fue entonces cuando el señor de Orval se cargó la operación a base de morirse. Fue entonces cuando Gastón decidió ordenar a las tropas que atravesasen el paso de Le Perthus y se personasen en la península. Con la marcha de estas tropas, al mando del capitán Poncer de Rivière, lugarteniente de D'Albret, el Rosellón quedó prácticamente limpio de tropas.

Dejar aquel territorio a su suerte no provocó otra cosa que la vuelta de los levantiscos revolucionarios a las ciudades y pueblos. En Perpiñán, la ciudad declaró a Carles d'Oms traidor, y puso precio a su cabeza.

Todo aquello venía a significar que, cuando menos por el momento, el rey francés había firmado los acuerdos con Juan II por nada. El objetivo que siempre había buscado París en aquellos embroques no era otro que apiolarse la Cerdaña y el Rosellón; y ahora resultaba que esos territorios se le levantaban, y él era incapaz de responder con la tropa que había acopiado, que estaba en Cataluña haciendo lo posible por no disolverse. Así las cosas, Luis XI decidió levantar otro ejército, esta vez con la intención directa de tomar los dos condados a sangre y fuego.

El nuevo ejército fue puesto al mando de Jacques de Nemours, príncipe de la casa de Armagnac. Las órdenes eran que Perpiñán y Puigcerdá tenían que ser francesas.

Jacques de Nemours acopió 600 nuevas lanzas en Narbona. Estaban en diciembre de 1462 y, a pesar de ser invierno, se aprestaron a pasar el paso de Salces. Mientras tanto, en Perpiñán el personal había sitiado el castillo. Dentro Carles d'Oms resistía como podía; pero no podía gran cosa, y muy especialmente desde el momento en que al lugar habían llegado los refuerzos enviados por Enrique de Castilla, el nuevo señor de Cataluña. Nemours, en cambio, apareció y el 7 de enero de 1463, el bloqueo del castillo había desaparecido.

El domingo 9 de enero, los notables de la ciudad se acercaron al campamento de Jaques de Nemours o de Armagnac. Se pusieron de rodillas delante del francés y le pidieron piedad. El lunes, los franceses entraron en la ciudad y montaron una promenade en la iglesia de San Juan Bautista, en la cual la capital del Rosellón le prometió pleitesía a Luis XI.

La caída de Perpiñán movió al resto de las ciudades principales del condado a rendirse en el mismo sentido. Y lo mismo ocurriría en la Cerdaña, salvo Puigcerdá, que aguantó un poco más, hasta el 16 de junio. En realidad, los avances del ejército francés habían ido mucho más allá de lo que en su día habían pactado los reyes aragonés y gabacho; pero este tipo de jugaditas son bastante normales cuando te metes en el mismo baño a mear con un francés.

La Cerdaña y el Rosellón, por otra parte, se petaron de flores de lis en todas partes. Francia había, como se dice ahora, llegado para quedarse, por mucho que su estatus teórico fuese meramente provisional.

Los rosellonenses, que con su rebelión frente al rey aragonés habían legitimado la llegada del francés, comenzaron, en cuanto éste comenzó a imponerse en los territorios y a dejar bien claro su natural jacobino, a mosquearse un poco y a preguntarse si, en realidad, o iba ser peor la vacuna que el COVID. En medio de ese mosqueo, enviaron una delegación al rey Luis XI para que les dijese, y a ser posible les firmase, si sus fueros y privilegios quedaban confirmados.

Estos delegados encontraron al rey en Dax. Cuando los recibió, lo primero que les dijo el rey de Francia a los rosellonenses era que eran unos hijos de puta. Que se habían unido a la rebelión de los catalanes contra su rey legítimo, y que esas cosas no las hace la gente decente. Que, poniendo precio a la cabeza de Carles d'Oms, habían sobrepasado cualquier línea roja constitucional.

Lo más importante que les dijo el rey francés, además, era que, una vez que habían rechazado a su rey legítimo, el aragonés, los rosellonenses y perpiñanenses habían quedado sin señor. Y, como tierra sin señor, les dijo, el primero que llegase y la controlase, por suya la podría tener. Y ése, claro, era él, el rey de Francia. Por otra parte, y como consecuencia de las alianzas matrimoniales entre casas reinantes, Luis incluso podía decir que tenía ciertos, difusos, derechos hereditarios sobre ambos condados por parte de su masmas, María de Anjou.

Así pues, Luis anunció, ampuloso, que Cerdaña y el Rosellón quedaban anexionadas a su corona, “sin que puedan ser separados ambos condados de ella por nada que pueda suceder”.

El argumento, hay que reconocerlo, es digno de un francés. Sin la rebelión antiaragonesa, Luis nunca habría podido entrar en los condados; pero, ahora que estaba dentro, se amparaba precisamente en la ilegalidad de dicha rebelión para quedárselos. Lo que se dice macroneando en modo experto.

Para que quedara claro que él los fueros y privilegios otorgados por el rey aragonés se los pasaba por el orto, Luis XI instaló a un gobernador francés en Perpiñán: Juan, conde de Candale y miembro de la familia de Foix. Carles d'Oms y su hijo Bernat formaron inmediatamente parte de su entourage. Se convocó un parlamento francés en la ciudad. Los fueros locales fueron confirmados con tantos peros que, en realidad, fueron emasculados.

Cataluña, bajo el mando teórico de Enrique IV de Castilla, consiguió lo que quería: ser, cuando menos en la práctica, una república independiente, al estilo de las que ya existían en Italia. Había, eso sí, perdido sus dos condados queridos; pero eso en Barcelona se tenía, en muchos casos, como un necesario daño colateral. Las apuestas eran, pues, de que la corona aragonesa había perdido la partida, y que comenzaba su desaparición.

Como veremos y supongo que ya sospecháis, no fue así. Pero no hay que minusvalorar el efecto sicológico de la revolución catalana sobre el ambicioso Juan II de Aragón. El rey aragonés aprendió, durante aquellas jornadas, que no había que fiarse ni del francés, ni de los catalanes. Pero aprendió también que, para someter a los catalanes, necesitaría más fuerza y más capacidad de la que era capaz de allegar por sí solo. Se dio cuenta, en resumen, de que los Estados pequeños y débiles acaban desmembrados, y son los grandes y poderosos los que son capaces de conseguir su unión. A Juan de Aragón no le quedaba otra que fusionarse con alguna de sus dos grandes potencias fronterizas: o Castilla, o Francia. Francia siempre había mostrado, y seguiría mostrando, que la única forma de fusión que es capaz de entender es la absorción.

Así pues, las apuestas estaban claras.

El 12 de agosto de 1462, como ya hemos visto, Enrique IV de Castilla fue proclamado rey de Cataluña. Para el rey castellano, debió de ser un acto dulce. Las cosas entre él y Juan II de Aragón no andaban del todo bien, lógicamente, desde que Kike había repudiado a la hija de Juan, Blanca de Navarra, para casarse con Juana de Portugal. A ello hay que unir que ambos reinos: Castilla y Aragón, además de haberse convertido en competidores en el teatro catalán, ya lo eran en el navarro. Como ya hemos visto Blanca, quien había sido despechada por su marido Enrique pero más despechada aún se sintió por su padre y su hermana Leonor cuando se le negaron sus legítimos derechos dinásticos chistorreros, había hecho donación de esos derechos a su ex. Enrique IV, por supuesto, se apresuró a aceptar la donación de su antigua señora, pues eso de anexionar Navarra al ecumene castellano era ambición vieja de los gobernantes de la corona.

Para completar esta pintura, lector, debes de saber que el bando navarro que en su día había apoyado al desgraciado Príncipe de Viana tuvo muchísimo que ver en la decisión de los catalanes se colocarse bajo el amparo del rey castellano. Fueron los Beaumont, efectivamente, quienes más hicieron en Barcelona por allegar voluntades en dirección a Madrit, por así decirlo.

En Cataluña, una vez que el noble con nombre de déficit público, Gastón de Foix, volvió grupas y decidió que no merecía la pena seguir peleando allí, se organizó un gobierno del Principado bajo la protección castellana. No teniendo hijos Enrique, operó como lugarteniente general Juan de Beaumont. Así pues, todo perfecto para el viejo partido antijuanista.

Tanto Castilla como Aragón eran aliados formales de Francia. Lo cual no dejó de ser problemático. En virtud de los tratados de amistad que tenían firmados, los franceses, cuando las tropas castellanas llegaron a Cataluña, les abrieron la puerta y les dejaron pasar. Pero, claro, también tenían un tratado de amistad con aquél a quien los castellanos habían venido a desposeer, el rey aragonés. Cierto es que en el acuerdo se excluía la ayuda francesa en el caso de que el enfrentamiento fuese con el rey de Castilla; pero el tema era, más bien, poco elegante.

Juan II, por lo tanto, tenía motivos para protestar con cajas destempladas ante la corte francesa y la castellana. Pero no lo hizo. Supo esperar, con lo que demostró que tenía la principal de las habilidades que destacan al buen político del resto de los mortales: el dominio de los tiempos. Luis XI, como hemos visto, nombró lugartenientes en los condados anexionados, en realidad, por la fuerza, y Juan no protestó. Únicamente se mostró contrario a la intervención castellana en Cataluña, sabiendo que a París tampoco le gustaba que la otra gran potencia europea tuviese frontera con ellos.

Con este movimiento genial, Juan de Aragón consiguió que Luis XI, el hombre que había dejado entrar las tropas castellanas en Cataluña hasta la cocina, comenzase a malquistarse con la idea de que el Principado fuese un predio castellano. Para encelarlo más en esa embestida, Juan II anunció su decisión de nombrar al rey francés su lugarteniente general en los condados del Rosellón y de la Cerdaña. Fue un movimiento bastante inteligente, con seguridad labrado por esa nobleza de jurisconsultos que rodeaba el rey aragonés: realizar aquella declaración suponía dar por bueno el status quo creado por Francia al invadir aquellos territorios y hacerlos suyos, con lo que Luis podía quedar tranquilo de que no sería molestado por los aragoneses; pero, al mismo tiempo, éstos dejaban claro que no renunciaban al punto de vista según el cual aquellos condados eran suyos.

París acabó enviando a la Corte castellana a un embajador, el almirante de Francia, Jean de Montauban. Su misión era, fundamentalmente, plantar las semillas de una cumbre castellano-francesa, que debería tener lugar entre San Juan de Luz y Fuenterrabia. A principios de 1463, residiendo el rey francés en Castelnau de Medoc, se llevaron a cabo en dicha población eso que podríamos denominar las conservaciones técnicas preparatorias.

El objetivo de los castellanos era ganar a Francia definitivamente para la causa castellana en la península. Kike ofrecía que Carlos de Francia, el hermano del rey, desposara a Isabel, o sea, Isabelinchi, su hermana y futura reina; matrimonio que conllevaría la cesión de Cataluña a Francia. Gastón de Foix y su mujer Leonor reinarían en Navarra, en virtud de que Enrique IV desharía el conflicto dinástico al renunciar expresamente a los derechos que le había legado su ex mujer. A cambio, Enrique obtendría los territorios de la corona de Aragón. Todo, pues, se haría a costa de la Casa Real del Cachirulo.

El rey francés se negó. Pretextó el reciente pacto firmado con Juan II, lo cual no deja de ser una coña pues, invadiendo los condados, ya se había miccionado y descargado su colon sobre el mismo. Lo hizo, creo yo, porque fue consciente de que una firma de estas características serían palabras mayores que provocarían una más que probable guerra. En esa eventual guerra, teóricamente Francia y Castilla harían una pinza sobre Aragón, pero: primero, la capacidad francesa de defender los dos condados pirenaicos era relativamente tenue, como los hechos posteriores confirmarían. Y, segundo, si en algo Aragón sobrepujaba a los franceses en aquel momento, yo diría que de largo, era en su capacidad naval. Y eso significaba que los aragoneses, antes de palmarla, podían llegar a hacer mucho daño a una nación en la que muchas cosas comenzaban a depender de su costa meridional. Eso, claro, por no mencionar que, conforme fuera la suerte de los enfrentamientos, lo que hoy era sólida alianza con Castilla podría convertirse en todo lo contrario. Por no mencionar, last but not least, que las relaciones de Francia con el Papa no eran las mejores del mundo, y que en el balcón septentrional estaban los ingleses, ni de coña olvidados de sus pretensiones de dominio sobre el solar francés, que consideraban suyo. De hecho, en mi opinión sólo alguien tan imbécil como Enrique IV de Castilla, personaje que tiende a ser ahora reivindicado por los modernos licenciados en Historia, en paquete con otros cráneos previlegiados como Juana la reina que puso a su madre de puta para arriba en público porque eso, claro, es lo que hace la gente normal; sólo alguien tan imbécil, digo, como Enrique IV, podía proponerle ese trick or treat al rey francés. Pero son opiniones, claro.

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