miércoles, septiembre 21, 2022

La forja de España (5): El día que los catalanes dieron vivas a la Castilla salvadora

La macedonia peninsular

El merdé navarro
El enfrentamiento fraternal
Se vende finca catalana por 300.000 escudos de oro
El día que los catalanes dieron vivas a la Castilla salvadora
El lazo morado (o Cataluña es Castilla)
A tocar fados con la cobla
Los motivos de un casorio
On recolte ce que l'on seme
Perpiñán, o el francés en estado puro
La guerra civil
El expediente nazarí
Las promesas postreras del rey francés
La celada de Ana de Beaujeu
El rey pusilánime y su sueño italiano
Operación Chistorra
España como consecuencia


El rey de Aragón fue finalmente reprobado por los catalanes a causa de su conducta pródiga y chulesca. Su mujer, la lugarteniente consorte del principado, lo vio todo tan sobaco de grillo que se marchó de Barcelona y cogió suite en el palacio episcopal de Gerona; cerquita de Francia.

Desde allí, Juana, en connivencia con su marido, puso en marcha la única estrategia que en realidad le quedaba: la estrategia Sánchez, o sea, negar lo innegable. A través de diversas cartas rápidamente dadas a la publicidad, la reina comenzó a informar a todo el mundo que las quisiese leer que no es no y que ni la Cerdaña y el Rosellón habían sido hipotecados. Calificó de “ilusión diabólica” la idea de que su marido hubiera hecho precisamente lo que había hecho, esto es, entregar dos territorios de su corona a cambio de un préstamo. Jugaba la reina con la relativa ventaja de que el tratado era un tratado secreto y, por lo tanto, su texto literal no era fácil de comprobar; así pues, ofreció su versión propia, muy imaginativa, de su contenido. Decía, para empezar, que el compromiso del rey de Francia había sido contra los súbditos infieles, por lo que los fieles no tenían nada que temer. Y, por supuesto, negaba que la Cerdaña y el Rosellón hubiesen sido puestos en almoneda (o sea, que el rey francés se estaba preparando para invadirlos en el marco de unas maniobras militares, o algo así...)

Lejos de tratar de ser tenue o polisémica, consciente de lo jodido de la situación, Juana estatuía en sus cartas que la posesión de los dos condados “no solamente no se ha dispuesto en los pactos, sino que ni siquiera se ha hecho mención a dichos territorios”. Los catalanes, sin embargo, y a pesar de no disponer del texto literal del convenio, nunca creyeron a la reina.

Fue, como digo, el último movimiento, desesperado, para intentar evitar lo que se avecinaba. Y, como intento postrero, fue torpe e inútil. Eso que algunos historiadores conocen como La Revolución Catalana estalló, de todas maneras; más inflamada, incluso.

La Generalidad declaró a la reina culpable de “haber intentado atentar contra las libertades de la Tierra” (o sea: delito de lesa patria). Se tocó a somatén, al frente de cuyos efectivos se colocó a Hugo Roger, conde de Pallars. Estas tropas se fueron a los campos a por los remensas, mayoritariamente monárquicos pues entendían que el rey los protegía de los excesos de sus señores; y a por la reina y su hijo, que estaban en Gerona.

Juan, en ese momento, vio la posibilidad muy clara de que su mujer y su hijo quedasen en poder de los sublevados; así pues, hizo entrar tropas aragonesas en Cataluña. La Generalidad contestó proclamando que el rey había violado los fueros locales y declaró enemigos públicos a la pareja.

Las autoridades catalanas proclamaron la destitución del rey aragonés en su territorio. Pero, ojo, que el tema tiene truco. Los catalanes ni eran de esquerra, ni eran republicanos; y, de hecho, tampoco estaban tan junts como pudiera parecer. Era la suya una rebelión todavía con claros ribetes medievales en la que el destituido era el rey incapaz o aleve, pero no la corona; puesto que el hijo, Fernando, retenía sus derechos pero, eso sí, como los catalanes siempre habían querido, bajo la tutela de la Generalidad y no de su puta madre.

Junio de 1462. En Gerona, Hugo Roger tiene sitiados a la reina Juana y a su hijo Fernando. Roger tenía unos 2.000 hombres, con los que pudo bloquear la ciudadela alta, donde estaba Juana con Luis Despuig, gran maestre de la Orden de Montesa. A pesar de la superioridad del somatén, baste incluso un paseo actual por Gerona para darse cuenta de que la ciudadela no era tan fácil de expugnar. Sin embargo, se dedicaban a bombardearla y, sobre todo, a sitiarla por hambre, de modo que muy pronto dentro de la ciudadela los recursos disponibles comenzaron a escasear gravemente.

En la raya de Cataluña con Aragón se lucha a tope, pero por lo general los catalanes se las arreglan para parar a los aragoneses. A los aragoneses los comandaba el condestable del reino, conde de Prades. El ejército aragonés se había completado a pelo puta y, por lo tanto, llevaba un importante contingente de hombres de fortuna que, como Scarrinxó o Verntallat, hacían la guerra por su cuenta. La estrategia de estos hombres era reclutar sus tropas entre los payeses de remensa; buscaban a los más brutos y a la vez más radicalizados contra los señores. Con ellos formaron unidades que estaban muy lejos de parecer unidades militares; eran más bien partidas de la porra capaces de absolutamente todo.

Si bien en estos dos puntos: Gerona y la frontera, los catalanes parecen haberse desempeñado con bastante estrategia y eficiencia, no ocurrió lo mismo en el Rosellón. Allí el enemigo era Francia, y los temas eran mucho más jodidos; y, además, la reacción catalana fue tardana y un tanto inocente. Se destacaron algunas tropas, no muy bien pertrechadas, hacia lugares como Perpiñán o Salces. La razón es bastante obvia: en Barcelona, los miembros de la Generalidad tuvieron una más de esas muestras de inocencia casi infantil, lo que les llevó a pensar que gobernar una situación de crisis consiste en beneficiarse de la buena suerte, cuando, en realidad, casi siempre consiste en gestionar la mala. Ellos pensaban que Luis XI tardaría en enviar sus tropas. Que, para cuando lo hiciera, los asediados de Gerona ya habrían caído y estarían plenamente en su poder. Pero eso no fue lo que pasó. Juan de Aragón tuvo la inteligencia de poner al frente de las tropas francesas a Gastón IV, una persona fuertemente incentivada a la hora de hacerlo bien; y lo hizo.

Una vez que fue designado, Gastón se desplazó a Oriez, acompañado por Joan Villa, secretario del rey aragonés. Luego se desplazaron a la Tolosa del Languedoc; la ciudad que habitualmente, para no errar, llamamos Toulouse. Desde allí decretó que el lugar para acopiar las tropas sería Narbona.

En la última semana de junio, en esta ciudad estaban ya establecidas las 700 lanzas prometidas, junto con 1.400 arqueros y 4.000 hombres de a pie. Y lo más importante era la nómina de hombres de armas franceses que habían sido apuntados a la excursión: Amanieu d'Albret, Juan de Lescun, que era mariscal de Francia, Gastón de Lyon, Juan y Gaspar Bureau.

El 8 de julio, apenas con una semana de retraso sobre los planes iniciales, los franceses estaban en disposición de cruzar la raya. El 5, Gastón lanzó un manifiesto a los rosellonenses en el que informaba de que aquellas tropas habían sido enviadas por su rey aragonés y que, por lo tanto, debía dejárseles franco el paso. Sin embargo, en Perpiñán las cosas no sentaron nada bien. Ni el manifiesto fue bien recibido ni tampoco fue bien recibido Bernard d'Oms, hijo de Carlos d'Oms y servidor del rey de Francia.

El 8, aprestándose a moverse, Gastón le envió un mensaje a los habitantes de Salces conminándoles a dejarles pasar. El día 9 estaba acampado en Sigean. En la medianoche de ese día y el 10, la vanguardia de las tropas entró en el Rosellón, al mando del señor de Orval, o sea, D'Albret.

El paso estaba guardado por algo menos de 1.000 hombres armados con culebrinas. Los franceses cargaron con fuerza y, una vez que pusieron en huida a los defensores del paso, apenas tardaron un cuarto de hora en controlar la fortaleza de Salces.

El día 12, los soldados más avanzados tenían a la vista Perpiñán; sin embargo, la ciudad no fue atacada, pues la prioridad de Gastón de Foix era llegar a Gerona y asistir a la que era su señora. Por eso, tras tomar algunas poblaciones costeras para asegurar los pertrechos por mar, concentró las tropas en el Boulou, preparándose para la pasar los Pirineos por Le Perthus. Allí, el de Foix recibió a emisarios de la reina que le decían que estaba en las últimas; así pues, apretó el paso, dejando a parte del ejército detrás para que no le retrasase.

Con alrededor de 500 lanzas, 2.000 arqueros y 1.000 ballesteros, unos 4.500 combatientes, además de artillería e infantería, formaba una tropa de unos 6.000 efectivos. El resto se quedó con D'Albret.

Con esta tropa, Gastón de Foix entró en Gerona el día 28 de julio. No hubo batalla: al presentarse junto a la ciudad, los catalanes que sitiaban la ciudadela, comprendiendo que no podrían resistir, salieron a la naja. No hay que reputarlos de cobardes por ello. No podían ganar a la tropa francesa y, como bien dicen los argentinos, soldado que huye, vale para otra guerra.

Eso sí, la toma de Gerona por los franceses fue una puñalada en el yeyuno para la revolución catalana. El mismo 28, además, el conde de Prades había infligido una seria derrota a un somatén en Rubinat.

La Generalidad decidió implantar un régimen de urgencia bélica. Acopió a pelo puta 10.000 hombres, que colocó bajo el mando de Joan Marimón, conde de Pallars, quien además trataría de aglutinar los restos que quedaban de las tropas de Rubinat. En el plano ideológico, la cercanía de la derrota colocó Cataluña en manos de su radicalismo cupero, que siempre lo ha tenido. Fernando, el hijo respetado hasta aquel momento, fue declarado traidor junto con sus señores padres, con lo que aquello se convirtió en un conflicto con la dinastía al entero. Pero como no eran tiempos como para no tener rey, los catalanes, en un gesto que ya me imagino que no se enseñará en según qué escuelas, proclamaron como señor del Principado al monarca de Castilla, Enrique IV el Hipotenso. Era el 11 de agosto de 1462. Enrique, por mor de esa declaración, se convertía en dos cosas a la vez: por un lado, era el lógico sucesor de Juan II de Aragón una vez que éste había recibido, por así decirlo, una moción de censura: era la legitimidad que goteaba desde Caspe. Y, por otro, era el señor elegido libremente por los catalanes.

A partir del 11 de agosto, Cataluña toda y muy particularmente Barcelona se convirtió en un lugar que yo creo que si algún día se inventa la máquina del tiempo y algún nacionalista actual hiciese un viaje y acabase allí, le da un ictus. En las calles de Barcelona, la bandera barrada de los catalanes compartía en todo punto los lugares señeros con el pendón de Castilla. Todo eso se hacía, claro, por algo. Los catalanes le pidieron al Hipotenso que les enviase tropas.

Enrique se lo pudo plantear, no digo que no. Pero la cosa no era fácil ni rápida. Aquél era un entorno en el que Juan II y Gastón IV, que ya estaban en el campo de batalla y tenían tropas movilizadas, tenían las de ganar. Los tercos aragoneses, pasando de Rubinat, tomaron Igualada, Cervera y Tárrega. Pallars, por su parte, tenía la prioridad de frenar al de Foix, que venía desde el norte repartiendo. En Toroella de Mongrí, el francés se encontró con una tropa catalana bastante bien pertrechada y organizada, que le aconsejó parar y enviar mensajeros a D'Albret para que se llegara con la tropa que tenía todavía en el Rosellón. El tema, claro, funcionó. Una vez fortalecido Gastón de Foix comenzó a repartir hostias con ambas manos y el 8 de septiembre tenía a la vista las pobres chabolas de La Barceloneta. Para colmo, las tropas aragonesas se las arreglaron para unírsele.

La partida, sin embargo, todavía no había terminado. Franceses y aragoneses, a causa de las vicisitudes de las acciones bélicas y de la necesidad de dejar gente en los presidios que iban tomando, serían, nos dicen los cálculos, unos 10.000. Barcelona, entonces, era una ciudad que podía aspirar a resistir una tropa con ese número; pero más lo era en esas fechas por la cantidad de refugiados que había aceptado en su seno, que habían huido de los campos y las ciudades tomados por el enemigo.

Los aragoneses, por ello, no eran partidarios de un ataque frontal contra una ciudad con tan importantes capacidades de resistencia con el culo contra el mar. Luis XI, sin embargo, ya era diferente. Gastón IV recibió la orden de entrevistarse con el rey aragonés, así pues lo citó cerca de las murallas de la ciudad. Allí le intimó a conseguir lo que más le interesaba al rey francés: una resolución rápida del conflicto, pues Luis quería sus tropas de vuelta. Los barceloneses, sin embargo, no iban a capitular mientras tuviesen aseguradas las comunicaciones por mar. Los franceses parecieron entenderlo y, por eso, el rey Luis envió ocho galeras a las cercanías del puerto; pero fueron rechazadas por los catalanes. Cuando estaban en ésas, llegaron las noticias de que, finalmente, el rey castellano Enrique se había decidido por levantar un pequeño ejército, que avanzaba hacia Cataluña. Así las cosas, el 3 de octubre, Juan levantó el asedio. Las tropas franco-aragonesas que se marcharon tuvieron que escuchar como, desde las murallas del castillo, los barceloneses se cachondeaban de ellos. Pero, no os creáis. No gritaban: “¡Cataluña, Cataluña!” Gritaban: “¡Castilla, Castilla!” La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida.

Para compensar el fracaso barcelonés, la coalición franco-aragonesa tomó Tarragona. Sin embargo, con la llegada del invierno, las hostilidades se detuvieron y Gastón se acuarteló en Lérida, entre Balaguer y la capital.

En París, Luis XI no paraba de hacerse sonar los nudillos. Él había montado todo ese momio sobre la base de que Juan, con las 700 lanzas prestadas, sometería Cataluña en un cuarto de hora, así pues el rey francés tendría una deuda de 300.000 escudos a cambio de un servicio muy breve. Sin embargo, la situación corría peligro de darse toda la vuelta: si aquello se prolongaba, al francés al final le saldría más caro el collar que el perro. Así las cosas, el rey francés tomó el tratado de Sauveterre, subrayó la cláusula en la que se liberaba de ayudar a los aragoneses en el caso de que el agresor fuese el rey de Castilla y, consecuentemente, le cursó orden a Gastón de Foix de declarar la colaboración francesa acabada.

Los franceses, como siempre: macroneando.

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