lunes, septiembre 26, 2022

La forja de España (7): A tocar fados con la cobla

La macedonia peninsular

El merdé navarro
El enfrentamiento fraternal
Se vende finca catalana por 300.000 escudos de oro
El día que los catalanes dieron vivas a la Castilla salvadora
El lazo morado (o Cataluña es Castilla)
A tocar fados con la cobla
Los motivos de un casorio
On recolte ce que l'on seme
Perpiñán, o el francés en estado puro
La guerra civil
El expediente nazarí
Las promesas postreras del rey francés
La celada de Ana de Beaujeu
El rey pusilánime y su sueño italiano
Operación Chistorra
España como consecuencia 



A decir verdad, analizando fríamente la situación, Enrique IV de Castilla tenía en sus manos el arbitrio y el dominio sobre la situación en la península ibérica. Con su dominio sobre los catalanes, unido a la desconfianza que éstos sentían hacia la alternativa francesa y el rechazo a la idea de permanecer bajo la autoridad aragonesa, tenía la posición más cómoda de la partida. Pero es que, además de eso, los rosellonenses estaban deseando sacudirse un yugo francés con el que nunca habían contado y, para colmo, embajadores ingleses llegados a Castilla trataban de empujar a Enrique a una alianza contra París, que vendría estampillada con el anillo del Papa. El rey castellano, por lo tanto, tenía casi todos los triunfos en la mano para convertirse en la fuerza definidora del presente y el futuro ibérico. Pero para eso, claro, tendría que ser el rey resolutivo y hábil que a mucho licenciado en Historia le ha dado ahora por defender que fue. Lejos de ello, era un tipo pusilánime, que se fue por las patas cuando Gastón de Foix volvió a emplazar tropas en los Pirineos; que tenía al enemigo en casa, pues varios miembros de su Corte estaban a sueldo de París; y, last but not least, simplemente, no valía para el cargo.

El hondo hueco que dejó Enrique en la gobernación de los asuntos ibéricos lo habría de ocupar el de siempre: Luis XI. El rey francés, con la oferta estratosférica que le había hecho el rey castellano, ya sabía todo lo que quería saber: que se estaba jugando los cuartos con un gilipollas. Así pues, le dio instrucciones a Jean de Montauban para que redoblase las presiones sobre Enrique, acompañado por los altos nobles a sueldo francés. Entre todos, acabaron por convencer al rey castellano de que se sometiese a una especie de laudo arbitral, dirigido por el rey de Francia. La cosa es que los laudos arbitrales los dicta alguien que sea neutral, que no tenga nada que ganar ni perder en el asunto objeto de discusión; esto lo sabe cualquiera, menos el rey castellano, que estaba, básicamente, deseando que otro aguantase la patata. Los catalanes, mucho más largos que su rey de Madrit, le dijeron que no se fiase; los roselloneses le dijeron que si hacía falta alzarse en armas en el Rosellón contra el pérfido francés, se haría. Pero ya nada paró al rey Nenaza, que todo lo que quería era una solución que le dejase en paz.

Las conversaciones para el laudo se celebraron en Bayona (la de Francia), con la representación castellana otorgada a un elemento profrancés de la Corte: el arzobispo Alonso Carrillo. Por Aragón debía de estar Juana Enríquez, pero la mujer de Juan se quedó en Ustaritz y delegó su representación en Garcerán Oliver y Luis Despuig.

Tras estas conversaciones, Luis XI emitió el 23 de abril de 1463 su dizque sentencia arbitral.

El primer elemento del arbitrio era colocar el contador a cero: ambos reyes, el aragonés y el castellano, se restituían los territorios que se habían tomado desde el inicio del conflicto. A partir de ahí, el rey de Aragón cedía la merindad de Estella, que quedaría unida a la corona de Castilla. En cuanto a Cataluña, el rey de Francia trataría de meterlos en obediencia en tres meses y, si esto pasaba, Juan II concedería una amnistía plena. Si en tres meses los catalanes no habían vuelto al redil aragonés por la vía militar y diplomática, entonces el rey Enrique se comprometía a abandonar la cuestión y desinteresarse de ella.

De que Francia se había apiolado los dos condados no se dijo nada, claro. Eso es lo que pasa cuando dejas que la zorra arbitre entre las gallinas.

El 28 de abril, en Urtubi, en la orilla diestra del Bidasoa, el rey castellano y el rey francés se entrevistaron para que éste último le explicase a aquél la sentencia arbitral. A Enrique, que era abúlico e incapaz para el mando, pero no por ello totalmente imbécil, la sentencia no le gustó nada, puesto que apenas ganaba unos terrenos en Navarra a cambio de abandonar una posición claramente ventajosa en el tablero. Luis, aparentemente, tampoco estaba muy contento; es probable que hubiese ambicionado aplicarse el Principado catalán ya en aquella sentencia. En todo caso, lo más destacable de aquella entrevista, según es consenso de sus cronistas, es el profundo asco y desprecio que se profesaron castellanos y franceses. A los franceses, los castellanos les parecieron pomposos y presumidos (que tiene huevos); y a los castellanos, los franceses les parecieron ladinos e hipócritas (por lo que se ve, los calaron).

Luis XI había ido a Urtubi a ganar un amigo, un aliado. Pero se encontró con un personaje que en lo personal repugnaba, al que intelectualmente es seguro que despreció hondamente; y con el que, en cualquier caso, le fue imposible trazar una alianza duradera que le permitiese desarrollar sus planes. ¿Sus planes? Pues sí; Francia, tras la experiencia de los dos condados de la Cerdaña y el Rosellón, y convertido en árbitro militar de la situación en Cataluña, quería revisar el tratado de Corbeil de 1258 y llevar a cabo una de las ilusiones que ha tenido varias veces en la Historia: considerar los Pirineos como una cordillera totalmente francesa, y correr la raya hasta el Ebro. Esto es: recuperar las fronteras carolingias, cuando Cataluña era una marca franca.

Todo se había labrado de la mejor manera posible. Con una sentencia arbitral en la que era Francia la que se comprometía a someter a los rebeldes catalanes que querían convertir su Principado en una especie de Génova peninsular, y en la que se insinuaba la posibilidad de que Castilla volviese grupas del extraño sueño de convertirse en señor de esas tierras, lo que buscaba el taimado Luis XI era que Cataluña quedase sin un señor claro, para poder reclamar sobre ella el derecho de conquista.

El rey aragonés, que en virtud de la sentencia arbitral se sentía liberado de la presión castellana, acopió a sus tropas y las hizo avanzar. Este movimiento provocó una grave disensión entre los gobernantes de Cataluña. Bernat Çaportella, miembro de la Generalidad, se escapó de Barcelona para ir a Tarragona, ciudad que obedecía al rey de Aragón, y allí constituyó una especie de gobierno catalán paralelo, sometido a dicha autoridad.

El gobierno de los catalanes de Barcelona, ante una situación cada vez más embarrada, decidió enviar una embajada cabe la Corte francesa, para discutir con Luis XI las alternativas que presentaba la situación. Si algo le dejó claro al rey francés aquella visita, era que los catalanes no querían, bajo ningún concepto, volver a ser súbditos del rey aragonés. Le llegaron a decir los enviados que los catalanes preferían “darse al Turco” que volver a ser aragoneses. Luis desplegó frente a los catalanes todo tipo de alabanzas y cucamonas, entre otras cosas intitulándose de medio catalán por mor de su abuela Yolanda (a ver si os vais a creer que eso de que Aznar hablaba catalán en la intimidad es nuevo); pero, en fin, una de las desgracias que ha tenido históricamente Francia es que siempre le ha costado mucho engañar a los catalanes. La embajada pronto se dio cuenta de que, como le escribieron a sus colegas barceloneses, “por fas o por nefas, el rey quiere que el Principado sea francés”.

Los catalanes salieron de las cámaras del rey convencidos de que su sueño húmedo habría de quedar seco. Ello querían ser una república, se miraban en ejemplos como Venecia, Génova o Florencia; pero ahora se daban cuenta de que a ellos les era plenamente aplicable el adagio que aún tardaría medio milenio en desarrollarse sobre México: “desgraciada nación, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”. Sólo que, en su caso, los EEUU eran la corona francesa. La Generalidad y el pueblo catalán habían soñado con ser una república, pero ahora se daban cuenta de que permanecer sin señor sería como colocar un cartel en los Pirineos que dijera: INVÁDANNOS. Si no servía la solución castellana, habría que buscar otra.

Por lo demás, a aquéllos de vosotros que hayáis leído la serie sobre la eclosión de Isabel de Castilla como reina de ídem no hará falta que os cuente que, aquel año del señor de 1463, Castilla estaba enfangada en una guerra civil que iba y venía. En 1464, Enrique le garantizó la sucesión a su hermano Alonso, pretiriendo a su hija Juana; y el 5 de junio de 1465 habría de ser la reunión en Ávila en la cual la oposición al rey proclamó a Alonso como rey de Castilla. Sin embargo, esta rebelión, aunque obtuvo importantes apoyos en algunas ciudades importantes, acabaría generando una resistencia en muchas de las merindades del reino, temerosas de quedar en manos de una elite de nobles con coche oficial y, consecuentemente, el rey Enrique y su valido, Beltrán de la Cueva, habrían de recuperar el control del reino en Olmedo, el 20 de agosto de 1467. La muerte de Alonso, el 5 de julio de 1468, abriría una nueva etapa en el conflicto: el momento de Isabelinchi.

Os recuerdo estos asertos, que como digo se han contado más en detalle en otra esquina de este blog, para que entendáis un poco mejor la posición de Juan II de Aragón. Desde muchos puntos de vista, la posición del rey aragonés era desesperada. Su reino, un reino que había incluso soñado con aspirar dentro de su turbión a la vieja Castilla no muchos años antes, en los tiempos del rey Juan y su valido Alvarito, ahora era un reino del que se llegaba a hablar, siquiera teóricamente, de su desmembramiento y desaparición. Su mejor perla: Cataluña, andaba arriscada, revolucionada y jurando en arameo que jamás volvería a ser aragonesa. El vecino francés le había arrancado dos perlas pirenaicas del collar, y nada podía hacer por reclamarlas o recuperarlas.

Y, sin embargo, el rey aragonés también tenía triunfos en la mano. El principal de ellos, que su situación era incontestada, cosa que no le pasaba al rey castellano. Los tiempos en los que Juan había tenido que pelear por la silla habían pasado; ahora retenía sus derechos sobre Navarra y los de la corona aragonesa, con toda la potencia que su nación todavía tenía. Si jugaba sus cartas con la inteligencia que a su vecino le faltaba, tal vez saliera de aquella con beneficio.

Estando la embajada catalana en la Corte francesa, la Generalidad había movido ficha, consciente de que necesitaba tener un señor cuya presencia parase a los gabachos. Así pues, escogió a Don Pedro, condestable de Portugal, descendiente del conde de Urgel y, por ello, nanocatalán. Nacido en 1429, tenía pues una edad interesante, era cuñado del rey de Portugal, Alfonso V, llamado El Africano. Cuando le llegó la noticia de que lo querían proclamar Puchimón de Puchimones, estaba en el norte de Marruecos, arreando hostias. Los Beaumont, que como ya os he dicho habían sido los instigadores de la candidatura del rey castellano Enrique, con elegancia la abandonaron, convencidos de que aquel tipo era un mojón, y abrazaron la portuguesa. El 1 de noviembre de 1463, un capitán mercante, Joan Ramis, salió del puerto de Barcelona con el crepúsculo. Lo habían contratado para navegar hasta Ceuta, donde embarcó a don Pedro y lo llevó a Barcelona, donde lo desembarcó el 22 de enero de 1464. La operación butifarra de bacalhau estaba en marcha. El portugués se fue a rezar a Santa María del Mar, iglesia que entonces se ganaba su nombre literalmente porque el puerto prácticamente llegaba a su pórtico (años después, de hecho, sabemos que los reyes católicos llegaron en barca a ella); y, después, entró en Barcelona cantando ven a brindar / con vinho verde que é do meu Portugal.

Don Pedro se personó en el Nou Camp prácticamente en el mismo momento en que el abad de Montserrat llegaba a Barcelona. El abad era un miembro de la embajada enviada a Francia. Luis XI se había intentado ganar a los embajadores para que volviesen, todos o alguno, con un mensaje secreto para la Generalidad ofreciendo una solución francesa al conflicto de los catalanes. Los embajadores se habían negado a esa componenda, pero al final el abad se avino a ello; así pues, era el monje portador del dicho mensaje. Pero, como ya sabemos, llegó tarde, probablemente porque los catalanes fueron avisados por los otros embajadores y, por eso, hicieron el movimiento entre sorpresivo y desesperado de colocarse bajo el señoría de la Casa de Urgel.

El problema para los catalanes era que habían elegido mal. Si los avatares de la fortuna dinástica habían colocado en su día al frente de Cataluña a un príncipe indolente y más amante de los hexámeros que de la política, pues tal era el Príncipe de Viana, ahora resulta que habían sido los propios catalanes los que habían escogido a tal señor. Don Pedro era eso que hoy llamaríamos un intelectual, una persona mucho más cultivada que la media, incluso que la media cultivada de los gobernantes. Pero, al revés que ese marqués de Santillana cuya amistad cultivó, ello le impedía ser útil para la política. Carecía de mano izquierda, de manejo de los tiempos, de comprensión de alma humana. Y le costaba escuchar.

Presionado por las circunstancia, el condestable de Portugal trató de buscar el apoyo francés. Pero Luis XI, quien como sabemos había ambicionado quedarse con todo el solar catalán e incluso parte del aragonés, no estaba por la labor de ser el primo de Zumosol de nadie. Pedro hizo todo lo que pudo. Retiró de sus títulos los de conde del Rosellón y de la Cerdaña, asegurando así que, por su parte, los dos condados eran franceses, y punto. Asimismo, se ofreció personalmente a casarse con una de las hermanas del rey francés. Mucho han especulado los historiadores, sobre todo los serios, sobre el tajo, quizás de muerte, que habría asestado Luis XI a la unidad de España de haber escuchado los cantos de sirena, bueno, fados de sirena que le llegaban de Barcelona. De haber tenido algo más de visión de túnel, quizás habría entendido el rey francés que, apoyando a Don Pedro, le asestaba un golpe importantísimo a la posibilidad de una unión peninsular, a una coordinación de naciones de la que pudiera salir una potencia tan grande o más que la francesa. Pero no lo supo ver. Todo su ser se empeñó en castigar al hombre que, en su visión, por un cortacabeza le había arrebatado la pleitesía de los catalanes. Son visiones, en todo caso, discutibles: no se olvide que ni Inglaterra ni el Papado se habrían quedado quietos si hubieran visto a Francia pasar los Pirineos. Pero queda ahí la duda.

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