miércoles, octubre 30, 2019

Isabel al poder (8: Guisando)

Otros escalones de esta escalera:

Nunca estaremos del todo ciertos, creo yo, de la sinceridad de los compromisos de Castronuño. En primer lugar, no dejaron de ser promesas hechas por un tipo que, ya de por sí, era muy amigo de decir aquello de donde dije digo, digo Diego. En segundo lugar, tenemos testimonios de que, apenas días después de aquella concertación, y ante la resistencia de la reina Juana a reunirse con él en Madrid, le juró que nunca reconocería los derechos de Isabel y que conservaría los de su hija. Pero, claro, nada nos dice que la verdad estuviese en estas promesas. Yo tiendo a pensar que las dos posiciones eran ciertas, o sea, ninguna.

Para entonces, además, el rey Enrique tenía un problemón, que era para lo que quería encontrarse con su mujer: sabía que Juana estaba embarazada. En Alaejos la reina, muy consciente de lo que supondría el conocimiento general de su gravidez, solicitó a sus costureras que tratasen de hacer algo para disimular su gordura; estrategia ésta que provocó la invención del miriñaque, una pieza de la vestimenta femenina extraordinariamente popular durante siglos (la escena, por cierto, habría de que reproducirse en el siglo XIX, cuando una reina viuda quedase embarazada de su guardaespaldas). Sea como sea, ni Juana ni Enrique pudieron ocultar el hecho de que la reina estaba embarazada de otro hombre, lo cual reinventaba las dudas sobre la paternidad de Juana.

El embarazo llegaba, además, y como ya hemos visto, en un momento especialmente delicado para Enrique, puesto que había prometido en Castronuño algo que sabía que no podía cumplir sin sufrir la oposición de sus parciales y, sobre todo, de la reina Juana. Esto también lo sabía Carrillo, quien siempre sospechó, al parecer, que el acuerdo de Castronuño había nacido más mojado que los sueños del vecino de Kyra Miró. De hecho, se llegó hasta Cebreros, que con los siglos sería el lugar de nacimiento de Adolfo Suárez pero de momento era sólo el lugar de residencia de Isabel, para convencerla de que rompiese con Castronuño antes de que lo hiciese el propio rey. Cuando llegó allí  a parlamentar con Isabel, se encontró con otra novedad: Pacheco, pretextando que tenía unos asuntos que resolver, abandonó el campamento rebelde y se llegó hasta Cadalso, donde estaba Enrique. El viejo asesor del Trastámara había llegado a la conclusión definitiva de que las aspiraciones rebeldes ya no daban para más; que aquella niña terca iba directa a la desgracia, máxime si cometía el gravísimo error de casarse con el heredero de la corona aragonesa; y que, por lo tanto, lo que más le convenía en ese momento era congraciarse de nuevo con su monarca.

Isabel, en todo caso, hizo exhibición de su terquedad, o tal vez, dirán sus defensores, la estabilidad de su criterio; el caso es que, por mucho que Carrillo le porfió para que rompiese la frágil baraja castellana, ella se negó. El arzobispo, cabreado, se retiró a Ávila. El fondo de la cuestión era que Carrillo consideraba que la paz entre los medio hermanos se haría a su costa. Por eso Isabel, en cartas que le escribió inmediatamente después de la jornada de Cebreros, no hace otra cosa que prometerle que Enrique le va a garantizar su seguridad. Carrillo, sin embargo, no creyó estas promesas, al menos hasta que no las avaló el propio legado pontificio, Veneris.

Así las cosas, el 19 de septiembre, muy cerca de los Toros de Guisando, los rivales volvieron a reunirse de nuevo. Era el séquito del rey mucho más impresionante que el de Isabel (1.300 lanceros frente a 200), por no mencionar la nómina de grandes de Castilla que lo acompañaban, además del inevitable Pacheco, quien ahora cabalgaba a su lado. Isabel, por cierto, apareció montando una mula, hecho éste que llama la atención siendo, como era, una experta amazona capaz de embridar al caballo más rebelde; siempre he tenido por mí que ése fue un gesto de humildad cuidadosamente estudiado por ella y por Carrillo. Isabel, nada más plantarse delante de su medio hermano, hincó rodilla en tierra y tomó la mano de Enrique para besársela; pero el rey, dadivoso, le pidió que no lo hiciera. No dijo lo mismo, sin embargo, de Carrillo; pero el arzobispo se negó a besar la mano de su rey, a pesar de que Isabel así se lo rogó repetidamente. Argumentó que sólo lo haría una vez que el Trastámara la hubiese reconocido a ella como heredera de la corona de Castilla. A veces, ciertamente, da la impresión de que Carrillo era el único que verdaderamente apoyaba las reivindicaciones de Isabel; y eso incluye a Isabel misma.

En Guisando, básicamente, ambas partes firmaron los términos de Castronuño. Isabel, tal y como había dicho que haría, prometió respetar a Enrique como rey de Castilla y reconocerlo como su soberano. Enrique, por su parte, cancelaba la designación de Juana como heredera en favor de Isabel. Se proveía, asimismo, que Isabel recibiría los ingresos suficientes derivados de su posición. Enrique podría iniciar negociaciones para casar a Isabel, pero no podría comprometerla sin su consentimiento, puesto que tanto ella como sus tres tutores (Fonseca, Pacheco y Álvaro de Stúñiga) podían vetar cualesquiera propuestas. Pero, ojo: la cláusula tenía recíproca, es decir: Isabel no podía casarse sin la autorización del rey. De aquí es de donde sale la, por así decirlo, vertiente golpista de su acceso final al trono, pues lo cierto es que Isabelinchi se casaría pasando de su hermano el rey.

En el curso de las conversaciones, además, el rey Enrique prometió resolver el follón de su matrimonio que, como hemos de recordar, desde algunos puntos de vista seguía sin ser legal.

El pacto de Guisando fue una victoria estratégica de Isabel, si bien una victoria peligrosa, porque por el camino perdió la confianza del bando intransigente que la apoyaba. Por mucho que finalmente cumpliera con la formalidad de besar la mano del rey, Carrillo salió de Guisando con la impresión de que la joven infanta no sólo ya no lo escuchaba, sino que le había vendido en la almoneda de un acuerdo dinástico que, además, él estaba convencido de que Enrique no iba a honrar. Así pues, el principal valedor de Isabel se retiró a Yepes, en un gesto que quería decir: si tanto te fías de que Pacheco y tu hermanito no te la van a clavar, maja, allá tú.

Isabel y Enrique, mientras tanto, viajaban juntos a Cadalso, donde Enrique hizo a los hombres de la Corte jurar fidelidad a Isabel, y prometió convocar Cortes para que fuese el reino quien lo hiciera. Asesorado por Pacheco, escogió la toledana villa de Ocaña para dicha convocatoria. La elección no era baladí. Ocaña era villa de la orden de Santiago y, por lo tanto, estaba bajo el control absoluto del propio Pacheco. Convocar allí las Cortes, o cuando menos prometer la convocatoria, venía a suponer que los que en ese momento eran huéspedes de la noble villa de Cadalso, ahora debían cruzar el Tajo e ir allí. Esto era justo lo que buscaba Pacheco para alejar más a Isabel de Carrillo y explotar sus crecientes diferencias. Allí, en Ocaña, aislada y constantemente espiada por los muchos corresponsales que Pacheco tenía allí, la mano derecha del rey Enrique esperaba cortocircuitar la operación ambicionada por Carrillo: el casamiento de Isabel con Fernando de Aragón, mediante una doble acción: por un lado, convencer a Enrique de que quien debía casarse con Fernando era Beatriz, su propia hija; y, por otro, buscándole un matrimonio exprés a Isabel.

A Carrillo le quedaba, cuando menos, el consuelo de que el anfitrión de Isabel en Ocaña, Gutierre de Cárdenas, era un fiel rebelde que, como el arzobispo, no creía en las promesas del rey.

Lo que, desde luego, estaba claro, es que Juana, la reina, no le iba a poner las cosas muy fáciles a su marido a la hora de cumplir con Guisando. Ya en tiempos del acuerdo de Castronuño Juana, quien como sabemos estaba en Alaejos, se escapó de aquel castillo (unos criados la descolgaron en una cesta desde su ventana, embarazadísima; las cuerdas cedieron y se arreó una hostia, pero sin consecuencias) para ir a Buitrago, al castillo de Íñigo López de Mendoza, conde de Tendilla. Juana ganó a Mendoza para su partido, provocando que el belicoso conde escribiese una carta a diversas casas nobles castellanas ponderando el escándalo de haber dejado a la infanta Juana sin su legítima herencia dinástica. En octubre, el conde y su hermano Pedro, obispo de Sigüenza, protestaron ante el Papa Pablo II. Acto seguido, buscaron la complicidad de los comunes castellanos, clavando manifiestos en la puerta de las iglesias de varias villas. A Enrique de Trastámara, la noticia de la campaña de los Mendoza, al fin y al cabo fieles partidarios suyos a los que él mismo había recompensado generosamente, le sorprendió y disgustó profundamente. No obstante, incapaz de resolver por sí solo una situación irresoluble (pues, por mucho que se empeñen los políticos del siglo XXI, no se puede prometer a todo el mundo lo que quiere escuchar), delegó en Pacheco.

El asesor real, ahora que la crisis estaba en sus manos, vio el cielo abierto para sacar adelante sus planes. Se reunió con los Mendoza y, a pesar de que ambas partes tenían un largo historial de agravios y enfrentamientos, los llevó a su terreno. Los tres acordaron, pues, que Isabel se casaría, definitivamente, con Alfonso de Portugal. Juana, por su parte, en cuanto tuviera edad suficiente se casaría con Joao, el hijo de Alfonso. Si Isabel tenía un hijo varón, el niño heredaría Castilla; pero si no fuese así y fuese Juana la que alumbrase bebé con pito, éste sería el rey.

Como se puede ver, aquel acuerdo era un simple y puro “lo que sea con tal de que la zorra no se case con el maño”. Por lo demás, era un acuerdo bien labrado, diríase que rubalcabiano, pues, respetando los términos de Guisando avant la lettre, colocaba a La Beltraneja, de nuevo, en la carrera por la sucesión. El único problema que tenía es que era un acuerdo que necesitaba que Enrique viviese una porrada de años: en el mejor de los casos, a su muerte las mujeres implicadas en el acuerdo tendrían hijos que serían meros bebés, por lo tanto los enfrentamientos podrían rebrotar fácilmente.

El problema final, sin embargo, no fue ése. Cuando Pacheco le comunicó el acuerdo con los Mendoza a Enrique, el rey, obviamente, le dijo a su mujer que se llegase por Portugal para negociar la movida con su hermano. Pero la reina le dijo que vaya tu puta madre a Lisboa. La reina estaba ya convencida de que a Enrique, literalmente, le daba igual Juana que su hermana (su hermana de él, claro); y no olvidaba, por lo demás, que la había encerrado en Alaejos más de un año.

Independientemente de que la mala hostia de la reina diese al traste con el acuerdo Pacheco-Mendoza, debo de recordarte, lector, que dicho acuerdo, en sí, era una ruptura de Guisando. En Guisando se había firmado que Enrique podría tener en cuenta las posibilidades geopolíticas del matrimonio de su hermana pero que, en cualquier caso, ésta tenía la última palabra sobre el mismo. O, más bien, que ambos, de común acuerdo, eran quienes tenían que tomar la decisión. Ahora, sin embargo, Pacheco y la reina Juana (porque los Mendoza actuaron como representantes de ella) habían pactado por su cuenta dicho matrimonio.

Los toros de Guisando tenían grietas.

Y no eran las únicas. Luis Velasco, alto representante de Isabel, se presentó en algunas de las ciudades cuyos pechos se le habían concedido a la heredera, para tomar posesión de la pasta. En la mayoría fue recibido con displicencia, y la mayoría, de nuevo, le negó los emolumentos.

Carrillo tenía razón: el rey Enrique no tenía intención alguna de cumplir lo que había jurado. En puridad, lo más probable es que no tuviese intención alguna en lo absoluto, pero el resultado para Isabel era el mismo.

Ni qué decir tiene que la infanta de Castilla rechazó con cajas destempladas el acuerdo Pacheco-Mendoza. Por segunda vez, pues, le dijo a su hermano que no se casaría con el puto portugués de los cojones. Ni aunque se lo ordenase el rey.

Esto último puso de los nervios a Enrique. En verdad, un rey tardomedieval, en Castilla, en Francia y en la China, no estaba preparado para que una súbdita suya le hiciese una pedorreta. Y aquí residía todo el problema, porque el Trastámara se negaba a entender que, tras los pactos de Guisando, Isabel había dejado de ser una súbdita suya: era la cabeza de una facción sediciosa, extremadamente poderosa, que se había mostrado dispuesta a ciscarse en los derechos dinásticos del propio rey y a llevárselo por delante si era necesario. Isabel no era alguien a quien pudiera exigirle sumisión; era alguien con quien tenía que pactar, y ese alguien le había dejado claro que su matrimonio sería cosa suya.

Enrique, enfurecido, le escribió cartas al Papa en las que le pedía, de tapadillo, que no reconociese los derechos dinásticos de Isabel, y que los afirmase en favor de su hija Juana. Pacheco, por su parte, envió emisarios a Lisboa que le remitían a Alfonso V el famoso consejo de Arnold Schwartzenegger a Arnold Schwartzenegger en Total recall: “mueve el culo hacia Marte”. El portugués, clamaba Pacheco, debía enviar embajadores a Castilla para acordar el matrimonio de Isabel. Ya.

De haber escrito Enrique de Trastámara e Isabel de Castilla sendas memorias personales de aquellos tiempos, estoy seguro que los dos habrían escrito que se sentían, en ese tiempo, tristemente engañados por el otro. Que habían ido a Guisando con toda sinceridad, pero se habían encontrado con la doblez de su contraparte.

Ambos, es al menos mi opinión, estarían mintiendo. Porque Guisando, tal y como yo lo veo, fue como el Frente Popular de la II República en plan tardomedieval: un acuerdo al que ambas partes acuden convencidas de que van a ser capaces de manipular a la otra. Ambos, desde luego, eso se lo concedo, fueron al pacto con la misma intención de parar la guerra, ya que ninguno de los dos estaba convencido de que podría ganarla (en lo cual, por continuar con el paralelismo, demostraron ser bastante más inteligentes que las partes contendientes en la guerra civil del siglo XX). Pero ahí acababan las buenas intenciones de ambas partes: los dos albergaban el secreto plan de introducirle una cucurbitácea de respetable tamaño por el orto al otro.

Quien estaba que no defecaba desde que supo de las tribulaciones de Isabel era el arzobispo Carrillo. Orondamente sentado en el banco de cagar, el prelado no hacía sino repetirse: “te lo dije, niña de los cojones, te lo dije”. Y no era para menos. Isabel se encontraba ahora con que querían casarla sin pedirle opinión y, además, le negaban los pechos que le habían sido concedidos para poder hacer su política.

En esas circunstancias, la posición defendida por Carrillo caía como fruta madura: la única forma que tenía la infanta de imponer su criterio era casarse con Fernando de Aragón. Y eso, por cierto, no era Carrillo el único que lo pensaba, pues el inteligente padre de una de las criaturas, el rey Juan, había llegado a la misma conclusión. La posición del monarca no era la más cómoda de las posibles; estaba solo, tras la muerte de la reina, y Luis XI, desde París, seguía ambicionando ampliar sus posesiones de facto de la Cerdaña y el Rosellón, anexando toda Cataluña. En junio de 1468, para incrementar el atractivo que pudiera tener su hijo para cualquier matrimonio, Juan le concedió el título de rey de Sicilia. Era la zanahoria que el taimado rey aragonés le echó a los castellanos para lubricar un matrimonio con el que, propiamente hablando, no esperaba crear la nación española ni nada de eso, sino generar una fuerza militar suficiente como para oponer resistencia efectiva a las presiones francesas sobre Cataluña. El 1 de noviembre, Pierres de Peralta salió para Castilla con la misión de pedirle a Enrique oficialmente la mano de su hermana Isabel.

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