Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido
Sucintamente,
ante la convocatoria de Cortes se llegaron a manejar cuatro motivos:
proveer de los recursos para la guerra, que era lo que hubiera
querido el rey; nombrar una Regencia, que era la urgencia de los
junteros; aprobar algunas reformas de importancia para España, como
propugnaba Jovellanos; o constituir una asamblea constituyente a la
francesa, como quería el liberalismo más exaltado. La muerte de
Floridablanca, su sustitución por el conde de Astorga y, sobre todo,
la entrada en la Junta del vasco Lorenzo Calvo de Rozas, decidido
partidario reformista, dieron alas al jovellanosismo.
La Junta, libre del peso de alguien tan renuente a cualquier cambio
como Floridablanca, aprobó la convocatoria de Cortes y pasó a sus
secciones el análisis de las circunstancias de ésta.
En estas
secciones o cuerpos técnicos fue donde, según el parecer de muchos
historiadores y de algunos lectores de Historia con los ojos del presente,
comenzó la lucha de las dos Españas. Allí se vieron las caras las
dos tendencias irreconciliables que se habían ido gestando durante
el siglo XVIII y que, de repente, aprendieron lo muy incompatibles
que eran la una de la otra. Personas como Antonio Valdés, que de la
España que conocía sólo pretendía conservar el catolicismo y la
persona del rey Fernando; frente a personas que querían la
continuidad de las leyes viejas en su plena literalidad.
Francia,
por cierto, no permaneció ajena a estos enfrentamientos. Macroneando
como siempre, el rey José le propuso a la Junta, movimiento paralelo
a otro igual del general Horace François Bastien Sébastiani de la
Porta al propio Jovellanos, para lograr algún tipo de entente. Los
españoles, en cambio, no tragaron.
La
Junta, finalmente, hubo de dictaminar la convocatoria de las Cortes
en términos poco comprometidos (se decía el qué, pero no el para
qué). Se nombró una comisión formada por cinco vocales de la
propia Junta para resolver todos estos detalles en los que el decreto
no había querido entrar. Mientras esta Comisión comenzaba a
funcionar, Palafox y el marqués de la Romana, ambos importantes
mandos militares en la guerra, comenzaron a hacer lobby en
favor del nombramiento de la Regencia. La Junta Central, sin embargo,
consideraba muy arriesgada su propia sustitución al frente del
Estado español en rebelión. Yo creo que hacían bien en estar
inquietos: la propia Junta era un dédalo de intereses políticos muy
diversos, un ejercicio complejo de geometrías variables de
izquierdas y derechas; y reproducir eso en una Regencia era punto
menos que imposible. Nombrar una Regencia suponía, de alguna manera,
designar partido ganador. Por eso la Junta dio el paso de crear en su
seno una Comisión Ejecutiva, que pudiera asumir las funciones del
alto órgano, pero sin serlo. Tras regatear el problema, cuando menos
de momento, el 26 de octubre de 1809 dictó un decreto que prescribía
la convocatoria de Cortes el 1 de enero, y su primera reunión el 1
de marzo.
El 27 de
enero de 1810, la Junta tuvo ya que reunirse en la Isla de León ante
la presión de los franceses. Ante este traslado, tanto en Sevilla
como en la propia Cádiz se formaron juntas competidoras, por así
decirlo, pues ambas soñaban con tener el poder de la Central. Tengo
yo por mí que, de no haber existido este movimiento que ponía en
peligro el mando de la Junta Central, ésta, tal vez, nunca habría
dado el paso, que tanto temía, de formar una Regencia. Fueron
designados cinco miembros: el obispo de Orense, Pedro de Quevedo y
Quintano, hombre excepcionalmente popular en ese momento; Francisco
de Saavedra, Francisco Javier Castaños, Antonio de Escaño y Esteban
Fernández de León, prontamente sustituido por Miguel de Lardizábal.
La
Regencia comenzó sus actos legales el 1 de febrero. Hubo de
incumplir el mandato de convocar Cortes el 1 de marzo, pues eran
muchos los políticos absolutistas que se negaban, temerosos del
cariz que estaba tomando el proceso. El 17 de junio, los diputados de
las juntas de Cuenca y León, Guillermo Hualde y conde de Toreno, se
presentaron ante Quevedo para intimarle la convocatoria. Cuenta
Toreno en su libro que la reunión no fue fácil pero que finalmente,
al parecer gracias a la mediación de Castaños, los gritos se
apaciguaron y se resolvió la convocatoria, que se decretó para
agosto en la Isla de León. La primera reunión en el teatro de la
Isla, sin embargo, hubo de esperar hasta el 24 de septiembre. Ramón
Lázaro y Evaristo Pérez de Castro fueron nombrados presidente y
secretario de las Cortes, respectivamente. En esa primera reunión de
Cortes, los miembros del Consejo de Regencia resignaron sus cargos.
El
discurso más importante de aquella primera sesión, el discurso que,
como diría Churchill, hizo girar los goznes de la Historia, fue
debido Diego Muñoz Torrero, diputado por Extremadura que había sido
rector de la Universidad de Salamanca. Fino jurista, Torrero repasó
los fundamentos jurídicos de la actuación de aquella asamblea, y la
movió a aprobar su primer decreto, aquél que establece los
principios de la soberanía nacional, de la separación de poderes y
la nulidad de los actos de Bayona.
El
obispo de Orense (en el momento de aprobarse el decreto, los miembros
del Consejo de Regencia seguían siéndolo y, por lo tanto, debían
jurar su acatamiento) se negó a jurar la norma, por considerar que
el principio de soberanía nacional era atentatorio contra los
intereses del monarca. Así pues, generó un primer, desabrido,
conflicto, que las Cortes le harían pagar más tarde, cuando, como
obispo de Orense, tuvo que hacer el mismo juramento que había
negado.
Las
Cortes de Cádiz estuvieron en la Isla de León hasta el 20 de
febrero de 1811. En ese periodo fue cuando nombraron una nueva
Regencia, formada por Blake, Agar y Gabriel Ciscar, cuya vida ya oshe contado en este blog. La verdad es que las Cortes de Cádiz son
una de esas cosas que han pasado a la Historia como si hubiesen sido
la quintaesencia del bien, pero no es así. En primer lugar, las
Cortes nunca resolvieron el problema esencial de los diferentes, y
enfrentados, puntos de vista que albergaban. En segundo lugar, a
pesar de su pátina de demócratas, lo cierto es que fueron una
asamblea cesarista, que pronto le negó el pan y a la sal a quien
disentía de la mayoría, y que se abrogó un estatus excesivo, pues
se otorgó a sí misma el tratamiento de Majestad, entre otras cosas.
El 24 de
febrero, las Cortes se trasladaron a Cádiz, al oratorio de San
Felipe. Los elementos liberales de la asamblea protegían de tal
manera la labor reformista que pronto surgieron conflictos entre las
propias Cortes y la Regencia; conflictos que llevaron a ésta a la
dimisión el 28 de octubre de 1810. En ese momento, se pensó en
nombrar regente a Carlota Joaquina, la de Brasil; que, la verdad, se
habría arrastrado desnuda por una tabla llena de pinchos a cambio de
ese nombramiento. Sin embargo, esta propuesta decayó, pues las
Cortes temían que la Borbona les cortase las alas, y se prefirió
una Regencia menos eficiente, la formada por el duque del Infantado,
el conde de La Bisbal, Joaquín de Mosquera y Figueroa, Juan María
Villavicencio y de la Serna, e Ignacio Rodríguez de Rivas Marentes.
La opinión pública, que se tomó bastante a cachondeo esta
Regencia, la bautizó Del Quintillo.
En tanto
se producían estas novedades, una comisión, presidida por Muñoz
Torrero, redactaba el proyecto de Constitución que fue aprobada el
11 de marzo de 1812, firmada el 18 y jurada al día siguiente. Esta
proclamación, así como la de diversas leyes complementarias, sobre
todo de contenido religioso, provocaron una muy seria resistencia en
el país y dentro de las instituciones; resistencia que provocó la
caída de la Regencia y su sustitución por otra formada por los tres
consejeros de Estado más antiguos (Luis de Borbón, Pedro Agar y
Gabriel Ciscar). Esta formación, que era meramente interina, era la
vigente, sin embargo, cuando Fernando llegó a España.
Las
Cortes extraordinarias tuvieron su última sesión el 14 de
septiembre de 1813. Las sesiones ordinarias recomenzaron en Cádiz el
1 de octubre. Se trasladaron de nuevo a la Isla de León el día 14 y
allí funcionaron hasta el 29 de noviembre. El 15 de enero de 1814,
se establecieron en el teatro de los Caños del Peral, ya en Madrid;
el 2 de mayo se trasladaron a la iglesia de doña María de Aragón,
donde habría de sorprenderlas el golpe de Estado.
La idea
que cuando menos yo tengo clara es que Fernando entró en España
aceptando en su fuero interno la estrategia propuesta por Palafox:
proceder al acatamiento de la Constitución con reserva jurídica,
acto seguido hacer actuar su innegable prestigio, y con ello allegar
de nuevo la monarquía absolutista. Su estancia en Valencia, sin
embargo, le cambió el cuerpo. En primer lugar, la actitud de Elío
le enseñó que el ejército era menos liberal de lo que había
podido él sospechar hasta el momento. En segundo lugar, su contacto
con los políticos liberales de las Cortes, y con el presidente de la
Regencia, le enseñó que, lejos de ser los “fieros leones” que,
según un historiador, le habían parecido a San Carlos, eran más
bien “gentes de mansa condición lanar”. Para que nos entendamos:
que no tenían ni un cuarto de hostia.
El hecho
terminal para la decisión de Fernando es la entrega, en Valencia,
del conocido como Manifiesto de los persas, esto es, un
escrito firmado al pie por 69 diputados de las Cortes de Cádiz, en
el que éstos dicen que la Constitución ha ido demasiado lejos y que
quieren el regreso del rey absoluto.
Por
cierto, se llama como se llama por sus primeras líneas: “Señor:
era costumbre en los antiguos persas pasar cinco días en anarquía
después del fallecimiento de su rey, a fin de que la experiencia de
los asesinatos, robos y otras desgracias los obligasen a ser más
fieles a su sucesor.”
El
diputado Bernardo Mozo y Rosales fue quien le entregó personalmente
el manifiesto al rey y, además, le refirió de primera mano la
anécdota de la sesión de las Cortes en la que el diputado Juan
López Reina se había levantado para defender los derechos de
Fernando como rey absoluto, para ser recibido por un abucheo y un
intento de censura por parte de la propia Mesa. A Fernando todo esto
lo terminó por convencer de que debía olvidarse de sus temores: si
dirigía un golpe de Estado, España lo seguiría. A decir verdad, de
nuevo dudó al conocer las noticias de Francia, donde Luis XVIII
había accedido al trono, pero no ya en la condición de un rey
absoluto. Sin embargo, de nuevo se convenció, y en esto tenía
razón, de que España no era Francia.
Conjuntamente
con Pedro Labrador y Juan Pérez Villamil, le dictaron a Antonio
Moreno y Rivier el texto de un decreto cuya literalidad permaneció
secreta varios días. Lo imprimió Francisco Brusola.
Fernando
envía a uno de los generales que lo ha escoltado, Santiago
Wittingham, a Madrid. Wittingham llega a Guadalajara el 30, donde le
espera un delegado de la Regencia. Conminado a moverse hacia Madrid,
el general contesta que ni él ni sus tropas se moverán de la
Alcarria mientras no conozcan la voluntad del rey.
El mismo
día que se redacta el decreto de momento secreto, 4 de mayo,
Fernando nombra al general Francisco de Eguía capitán general de
Castilla La Nueva y gobernador militar y político de Madrid. Elío,
por su parte, seguirá escoltando a Fernando hasta llegar a la Villa
y Corte.
Tan
seguro estaba Fernando de su conspiración, y de lo maulas que eran
sus contrincantes, que ese mismo día 4 de mayo, si bien no se
atrevió a hacer público el decreto (se lo dió a Eguía para que lo
publicase a su llegada a Madrid) sí que se dirigió al presidente
de la Regencia, el cardenal Luis de Borbón, y le ordenó que
se regresase a su diócesis. Lo mismo hizo con el ministro que lo
acompañaba, José Luyando, al que le ordenó incorporarse en
Cartagena como oficial de Marina.
Fernando
y los infantes salieron de Valencia camino de Madrid el 5 de mayo,
escoltados, como ya he dicho, por las tropas del general Francisco
Javier Elío. Hay que decir que, en cada pueblo que pasaba, Fernando
se encontraba a españoles enfervorizados que gritaban contra la
Constitución. Mientras tanto, las Cortes, bastante ciegas, habían
nombrado una comisión de seis personas, dirigida por su presidente
interino, Francisco de las Dueñas y Cisneros, para que saliese en
encuentro del rey. En El Pedernoso lo encuentran, pero allí Fernando
les dice, displicente, que está muy ocupado para darles audiencia,
que ya les verá en Aranjuez. Pero en Aranjuez tampoco les recibe.
Así
pues, tenemos: a Fernando acercándose a Madrid, mientras la
diputación de las Cortes le sigue para obtener una audiencia
imposible; el presidente de la Regencia va camino de Toledo, su sede
episcopal, para pasar a regular las horas de las misas; y el ministro
de Estado está en una diligencia, camino de Cartagena, donde se
convertirá, sin solución de continuidad, en un oficial de Marina
más. En la noche del 10 al 11, Eguía llega a Madrid, la ocupa
militarmente y, siguiendo las órdenes de su rey, publica el decreto
redactado en secreto el día 4, e impreso por un impresor de poca
monta.
Montijo,
el Tío Paco, lleva entonces, no lo olvidéis, semanas trabajándose
los barrios de chisperos y cigarreras. En la mañana del día 11, las
turbas toman la ciudad. A las diez, el decreto comenzó a fijarse en
las paredes, y casi al mismo tiempo militares y mediopensionistas
arrancaban, en la Plaza Mayor, la placa que la denominaba De la
Constitución. Luego se fueron a las Cortes, donde entraron con cajas
destempladas y destruyeron una CONSTITUCIÓN en letras de oro que
había en el salón de sesiones. Se paseó en triunfo el retrato de
Fernando y todas las tiendas y establecimientos que tenían en sus
carteles la palabra “Nacional” fueron apedreados y obligados a
sustituirla por “Real”.
El día
13 por la mañana llega a Madrid Wittingham con su nutrida tropa, que
forma frente a la puerta de Atocha. A mediodía llegó el rey, casi
sin escolta; se le dieron las salvas de honor y todas las iglesias de
Madrid repicaron. Alguien había tomado la decisión de hacer una
ceremonia simbólica en la cual cuarenta niñas adolescentes, con
vestidos y cintas de pelo blancas, se incorporarían al tiro del
carruaje real, simbolizando que toda España estaba con su monarca.
Fue entonces cuando gentes del público quisieron sustituir a las
mulas y tirar ellos del carro, algo a lo que el rey se negó. Al
llegar a la Puerta del Sol, se había decretado por las Cortes que el
carruaje real subiera hasta el Congreso para jurar la Constitución;
pero Fernando dio orden de torcer en dirección contraria, hacia la
iglesia de Santo Tomás.
Fue su
último desplante.
NO funciona la entrada del ciruelo tras otro...
ResponderBorrarArreglado, creo
BorrarCon individuos como Napoleón no, pero en el fondo al Nandi le gustaba, creo yo... uyyyy perdón, te referías al enlace...
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