Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido
El
28 de marzo, se recibe en Madrid un oficio del teniente general Copons en el
que informa de la llegada del rey a Gerona. La cosa no había sido
del todo fácil. El día 19, teniéndolo Copons todo preparado para
recibir a Fernando en Báscara, el jefe de la región militar recibe
una comunicación de los franceses en la que se le dice que el
Gobierno francés ha decidido conducir a Fernando, bajo la
denominación de conde de Barcelona,
a la Ciudad Condal. Copons se negó. Napoleón, de hecho, había
ordenado cuando Fernando todavía estaba en Francia que fuese
retenido hasta que la devolución de todas las guarniciones francesas
fuese segura; el general Suchet, sin embargo, juzgando que, en la
situación general de Francia, ya el tema de España era menor,
resolvió no cumplir dicha orden, o cumplirla a medias, puesto que le
propuso a Fernando quedarse con su hermano Carlos apenas dos días;
en efecto, el infante quedó en poder de los franceses dos días más,
tras los cuales fue liberado.
El día
22, el rey llegó a Figueras, y allí se dio el primer baño de
multitudes que lo vitorearon apasionadamente. Se rumorea que la inmensa mayoría de quienes lo adularon eran catalanes.
En
Gerona, Copons le manifestó a San Carlos que tenía una carta de la
Regencia para el rey. Fernando, tras leerla, redacta una contestación
en la que se limita a asegurar que “me enteraré de todo,
asegurando a la Regencia que nada ocupa tanto mi corazón como darla
pruebas de mi satisfacción y de mi anhelo por hacer cuanto pueda
conducir al bien de mis vasallos”. Fernando, pues, está ya apuntado a la táctica de no comprometer demasiado por escrito, pues ya vino desde Valençay tramando la idea de cargarse la labor de la Regencia y de las Cortes. El día 28, la expedición
reinició su viaje a Madrid pasando por Valencia, es decir, la ruta
prescrita por los regentes. Llegó a Zaragoza a las tres de la tarde
del 6 de abril, miércoles santo. Allí estuvieron hasta el 11.
En
realidad, todo empezó en Daroca, pues fue ése el punto en el que
Copons, que era el jefe del ejército español en el área catalana,
los dejó. La noche de su llegada a la población, se reunieron en
conciliábulo el rey, su hermano (liberado hace días), San Carlos,
los duques de Osuna y Frías, Palafox y el conde de
Montijo, a quien ya conocemos (es el famoso Tío Pedro del motín de
Aranjuez). Todos los citados, salvo Palafox, se mostraron defensores
de la idea de que Fernando no debía jurar la Constitución.
Finalmente, Palafox logró llevarse al duque de Frías a su flanco,
mediante la propuesta de que Fernando acabase por firmar la
Constitución con reserva de derecho, es decir, reservándose la
posibilidad de modificar aquellos artículos que se opusieran a sus
derechos legítimos. Osuna pareció volverse de este partido, pero
sólo a ratos. Como consecuencia, la reunión se disolvió a la española, o sea, sin
acuerdo.
Tengo yo
por más que posible, aunque las fuentes son hueras en el sentido,
que el Tío Pedro se ofreció a Fernando para agitar a las masas a
favor de lo que, con seguridad, el Borbón estaba ya decidido a
hacer, que era no firmar Constitución alguna. Montijo, en efecto,
fue enviado a Madrid, para soliviantar a los barrios más humildes
contra las Cortes. Porque, sí; ya sé que suena extraño y que no cuadra con según qué visiones; pero en ese momento, es claro que la mejor baza de Fernando eran los descamisados, y que las ideas de las Cortes eran cosas del Ibex. A lo mejor por esto es por lo que, en el fondo, no gusta mucho en los tiempos presentes repasar esta historia.
El 11 de
marzo llegó a Valencia la nueva de que el rey pasaría por allí. El
ayuntamiento tuvo que imponer impuestos al comercio, pues el tema lo
pillaba sin el numerario necesario para agasajar al rey como se merecía. Para el rey y comitiva se reservó el palacio de Cervellón;
mientras que al presidente de la Regencia, el cardenal Luis de Borbón
y Vallabriga, se lo alojó en una casa particular.
Un día
antes de la llegada física de Fernando a Valencia, comenzaron a
publicarse en la ciudad dos periódicos absolutistas: El
Fernandino, dirigido por Blas Ostolaza; y Lucindo,
dirigido por Justo Pastor Pérez.
Ciertamente,
prescribir el paso del rey por Valencia fue un gesto de sobradismo
excesivo por parte de la Regencia. En realidad, la causa
constitucionalista bien habría hecho evitando esa plaza, pues su
capitán general, Francisco Javier Elío, era abiertamente contrario
a las novedades liberales. En su inicio Elío, juzgando la causa
liberal beneficiaria de mayor apoyo social, decidió obedecer las
órdenes gubernamentales que recibía y, así, ordenó a su auditor,
Matías de Gaztañaga, que redactase un manifiesto de bienvenida al
rey bastante alineado con la causa constitucional. En las jornadas
por venir, sin embargo, ambos, en comprobando que lo que el pueblo
quería, mayormente, era la vuelta del rey absoluto, irían
destapándose cada vez más.
El
infante Antonio tuvo, o dijo tener, una indisposición que lo separó
de la comitiva principal, lo que le permitió llegar a Valencia antes
que su sobrino. Esa llegada prematura le permitió sondear voluntades
y posiciones; bueno, se lo permitió más bien a Macanaz que lo
acompañaba, porque a Antonio le faltaba neurona para conspirar, como
para casi cualquier otra cosa. Macanaz creó pronto una pequeña
célula absolutista en las habitaciones de su jefe, de la que
formaron parte Juan Pérez Villamil, Miguel de Lardizábal, los dos
directores de los periódicos citados, y mucha más gente con el
tiempo. Desde el primer día que estuvo en Valencia, también con
antelación pues se había separado de la comitiva, también acudió
Escoiquiz.
Los
absolutistas comenzaron a descararse cada vez más. El general Elío,
por ejemplo, en presencia del infante Antonio y del cardenal de
Borbón, presidente de la Regencia y, por lo tanto, máxima autoridad
gubernamental, le pidió el santo del día al primero, cuando era al
segundo al que debía cumplimentar con ese privilegio; gesto que
provocó un cabreo monumental del cardenal, de natural acomodaticio y
poco amigo de broncas. El cardenal de Borbón era el enviado lógico a Valencia, pues era la cabeza de la Regencia; pero he de decir que, en esto, una vez más, la propia Regencia y las Cortes se equivocaron. El buen curita presidía la Regencia por dos motivos: uno, el ser un Borbón, lo que le daba a la institución una pátina de continuidad; dos, que era de natural acomodaticio y poco amigo de las peleas. La primera de estas características era, ya, írrita. La segunda no era la mejor de las mejores para las jornadas que se iban a vivir y que, la verdad, los liberales en el gobierno de España tenían que pensar que irían más o menos por los carriles que fueron. Debieron, pues, las Cortes y la Regencia enviar a Valencia una diputación formada por personas con más criterio, y mayor voluntad de defenderlo.
El día
15, Fernando entra en tierras valencianas. El general Elío lo recibe
en la raya con Aragón. El rey viene de Cataluña y Aragón
recibiendo enormes muestras de afecto en cada pueblo, y en Valencia
las cosas no cambian. Por la noche de aquel día, el mismo
conciliábulo de Daroca vuelve a reunirse, aunque ya no está
Montijo, que ha sido enviado a Madrid a conspirar. La asamblea, en
todo caso, está crecida: está el infante Antonio, Macanaz, el duque
del Infantado y Pedro Gómez Labrador. Y, por último, Carlos, el
hermano del rey, quien hace un encendido discurso en contra de la
firma de la Constitución, que será muy convincente para su hermano.
Infantado, sin embargo, fue de la opinión de que no jurar era
demasiado peligroso, así pues apoyó la idea de Palafox y Frías de
un juramento condicionado. Aunque en la reunión no se alcanzó
decisión alguna, parecía claro que Fernando estaba por la posición
de no firmar la Constitución. Sin embargo, cobarde al fin y al cabo
como había sido toda su vida, prefería no decirlo claramente, ni
siquiera rodeado tan sólo por sus parciales, por ser consciente de
que todavía no contaba con la fuerza suficiente para imponer sus
deseos al país.
Al
llegar al llano de Puzol, la comitiva real se encontró con la del
presidente de la Regencia. El cardenal se detuvo para ver llegar a la
comitiva real, pero no se bajó del caballo como sí hizo el ministro
que lo acompañaba. Era la actitud lógica: en ese momento, Luis de
Borbón era la máxima autoridad del Estado español y, por lo tanto,
era Fernando de Borbón, quien no podía ser considerado todavía rey
de España, quien tenía que ir a saludarle. Fernando, sin embargo,
se quedó clavado y esperó todo lo que hizo falta, hasta que el
acomodaticio cardenal se acercó a cumplimentarlo. Fernando lo
recibió ceñudo y le alargó la mano. El Regente se la estrechó,
momento en el que Fernando hizo fuerza para llevarla a los labios del
cardenal y que se la besase. Luis de Borbón hizo fuerza en contrario
pero, finalmente, cuando Fernando lo conminase: “Besa”, le otorgó
el ósculo.
Las
Cortes de Cádiz, ya lo he dicho, habían buscado en Luis de Borbón el candidato
ideal para presidir la Regencia, puesto que era miembro de la familia
de los reyes, aunque bastante indirecto; además, era cardenal. Luis
de Borbón les garantizaba, pues, el contacto de lo nuevo con lo
viejo; pero, la verdad, fue un error casi desde el primer tiempo. A
Luis de Borbón siempre le costó llegar hasta donde la Regencia y
las Cortes querían llegar y, la verdad, su actuación durante las
jornadas de Valencia fue, digamos, manifiestamente mejorable.
Seguido
a esa anécdota entró Fernando en Valencia. Como un síntoma claro
de lo que iba a pasar, en el besamanos que se celebró inmediatamente
en el palacio de Cervellón, uno de los intervinientes, el canónigo
Juan Vicente Yáñez, hizo un discurso para exigir la reinstauración
de la Inquisición. Desde ese mismo día, Fernando daba a las tropas
el santo y seña cada noche, bien sabedor de que ésa era una
competencia de la mayor autoridad del Estado, esto es, el presidente
de la Regencia. Al día siguiente, regresando de misa, Fernando pasó
delante del regimiento donde estaba Elío, y éste hizo una arenga en
la que afirmó: “la sangre que resta a todos los soldados españoles
se verterá por aseguraros en el trono con la plenitud de los
derechos que os concedió la Naturaleza”.
El 11 de
abril, como es bien sabido, tras ser destituido por el Senado,
Napoleón abdicaba, y el día 12 el conde Artois entraba en París,
representando al Luis XVIII.
El 1 de
mayo, tras mejorar de su gota, se anuncia la partida de Fernando de
Valencia el día 5. Ese día el pueblo valenciano se concentra en la
vieja plaza de la Virgen de los Desamparados, rebautizada plaza de la
Constitución, arranca la placa, y pone otra donde dice Real Plaza de
Fernando VII.
En fin,
volvamos atrás.
Como ya
hemos contado en su momento, cuando Fernando se fue de Madrid camino
de Burgos, dejó el país en mano de una Junta presidida por el
subnormal de su tío. La forma en que esos gobernantes se
desempeñaron, deglutiendo ciruelo tras ciruelo que les presentaban
los franceses, los apartó de la gente, que se montó la cosa del
gobierno a su bola. Lógicamente, tras los sucesos del 2 de mayo,
cuando los franceses despacharon a Bayona a los miembros de la
familia real, Murat se enseñoreó de la Junta. El hecho, pues, de
que el gobierno formal de España hubiera quedado en manos del
enemigo provocó el movimiento juntero en toda España, espontáneo y
autónomo. Pronto, sin embargo, las distintas juntas montadas en
diversos rincones de España sintieron la necesidad de articularse y
coordinarse. Después de Bailén y de la salida de Madrid de los
franceses, muchos de estos enlaces entre juntas se reunieron en la
capital y en Aranjuez. El 25 de septiembre de 1808, en esta última
villa, representantes de las juntas crearon la Junta Suprema Central
Gubernativa del Reino, bajo la presidencia de Floridablanca y la
secretaría de Martín Garay.
La
Junta, que desde luego siempre se conformó como el gobierno de un
reino provisionalmente sin rey, debía convocar unas Cortes y crear
una Regencia. Jovellanos, el auténtico alma teórica de la Junta,
propuso la convocatoria para el 1 de octubre, momento hasta el cual
se debía nombrar una Regencia de cinco individuos. Una minoría, sin
embargo, se mostró contraria a estos designios, por lo que la
convocatoria se retrasó al 7 de noviembre. Estas Cortes, sin
embargo, nunca se reunieron a causa de lo mal que iba la guerra.
La Junta
creó una Junta Militar para la dirección de la guerra; Junta que
creó cuatro ejércitos al mando de los generales Vives, Castaños,
Blake y Palafox.
Cuando
Napoleón entró en España a hostia limpia y los españoles fueron
barridos en la sierra madrileña, para la Junta Central estuvo bien claro que
mejor se iban de Aranjuez. Pensando inicialmente instalarse en
Badajoz, lo acabaron haciendo en Sevilla el 16 de diciembre. El 28
moría Floridablanca, que fue sustituido por el marqués de Astorga.
A pesar
de estos malos momentos, la Junta tenía muy claro que tenía que
convocar unas Cortes. En pura lógica absolutista, la convocatoria
tendría por motivo principal proveer los medios para la guerra. Pero
aquí, como sabemos, es donde las cosas cambiaron bastante.
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