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Émile Ollivier estaba tan convencido del aspecto que había adoptado el conflicto con Prusia que le ordenó a Le Boeuf que suspendiese los preparativos del Ejército. Con esa tranquilidad en el alma, se marchó hacia Saint-Cloud. Pero allí las cosas habrían de cambiar muy rápidamente porque, señores, estamos en Francia, y ante un Bonaparte. ¿Qué puede salir mal?
A su llegada a la residencia imperial, Luis Napoleón se encontró a toda su familia celebrando la paz. Sin embargo, se mostró escéptico ante el tema porque, dijo, temía que los franceses no tomasen la noticia con total positividad. En ese momento, se encontró con la sorpresa de que su churri le hacía hilo. En efecto, Eugenia, en uno más de sus muchos bailoteos conceptuales, estaba firmemente apuntada al bando belicista. Era, en realidad, un sentimiento político que supo transmitirle a su hombre: el país había coqueteado con la idea de la guerra, se había acostumbrado tanto a ella que, ahora, una paz podría dejarlo con la cabeza caliente y los pies fríos; y, lo que es más importante, la principal víctima de sentimiento tal podía ser el régimen imperial. Ya os he dicho mil veces que Eugenia de Montijo era cien veces mejor analista de los hechos que su marido, que para según qué cosas era un simplón modelo Marianico el Corto. Para entonces, además, la emperatriz ya no centraba sus esfuerzos en su marido, sino en su hijo; y ahora temía que la paz pudiera suponer que el chaval acabase en el Inem.
Hay que entender que, si el sentimiento dominante en la mayor parte de los cafés y las casas de Francia era el alivio, en Saint-Cloud no era así ni de coña. Charles Denis Sauter Bourbaki, general de la Guardia Imperial que, por lo tanto, tenía pase a las habitaciones más íntimas de palacio, se destacó, un día, en la sala de billar, porque, tras expresar el emperador estos temores sobre el Imperio, en un gesto teatral, desenvainó su sable, lo dejó con un golpe encima de una de las mesas, y gritó: “¡Si así ha de ser, yo no quiero seguir sirviendo!”
Por lo demás, en el Ministerio de Exteriores cada vez se sentían más decepcionados por lo que había pasado. El comunicado de renuncia había sido del propio Antonio de Hohenzollern, no del káiser. Esto último es a lo que aspiraba la diplomacia francesa. En esas circunstancias, toda la gestión de renuncia era algo que se producía en el estricto campo entre la casa Sigmarinen y el gobierno de España; Francia no tocaba pito en ello. Gramont se apresuró a sugerirle al barón de Werther, prácticamente recién llegado a París como sabemos, que le pidiese al káiser una carta al emperador de los franceses en la que el monarca prusiano se adhiriese, por así decirlo, a la renuncia de su ilustre pariente. La disculpa para pedir esta garantía diplomática fue que Francia decía necesitar la garantía prusiana de que, si algún día se reavivare la candidatura de los Hohenzollern, los prusianos no darían ningún paso en esa dirección. Gramont, con la autorización del emperador y sin consultar con el resto del gobierno, instruyó a Benedetti para exigir una carta de garantía en esos términos.
En la Historia, digan lo que digan los historiadores de vía estrecha, las vivencias personales y el hecho de que en determinado momento esté en algo una persona inteligente o un soplapollas, tiene gran importancia. Ésta es, de hecho, una de las razones por la cual la Historia Antigua muchas veces apenas puede ser conjetural: no tenemos buena información sobre lo memos o brillantes que fueron los personajes de los que hablamos. La misma tarde del día en que Luis Napoleón había llegado a Saint-Cloud, su mujer le había calentado la cabeza y los dos habían tenido un encuentro privado con Werther, el emperador recibió a Jerôme David y Bernard Cassagnac. Ambos bonapartistas le calentaron la cabeza poti-poti, contándole, entre otras cosas, que Gambetta estaba preparando un discurso antiimperial. Esto hizo al emperador más temerario aún de lo que ya era.
El 13 de julio, por la mañana, hubo consejo de ministros. Los más razonables de los historiadores se suelen plantear qué podría haber pasado si en esa sesión hubiese ocurrido lo que no ocurrió, es decir: que Ollivier presentare su dimisión. Yo, la verdad, tiendo a pensar que en un régimen como el imperial, donde el 98% era el emperador y el resto tierra conquistada, no habría tenido demasiada importancia que el primer ministro hubiera abandonado el barco; eso si lo hubiese abandonado, porque, probablemente, a base de mierdas y cucamonas se lo podría haber convencido de permanecer en el machito; que, de todas formas, era lo que él deseaba fervientemente, porque para ello llevaba décadas lamiendo nalgas y ojetes.
No fue Ollivier quien se quejó. Fue el presidente del Consejo de Estado, Félix Parieu; y dos ministros: Charles Louvet y Charles Ignace Plichon. Éste último fue el más duro de todos, pues se atrevió a avizorar que la victoria de la guerra no estaba nada clara. Gramont se excusó por haber informado tan pobremente al gabinete por las prisas, ya que todo se había precipitado. En cuando al emperador, se limitó a permanecer en silencio. La mayoría de los ministros aprobaron las instrucciones a Benedetti. Sin embargo, algo estaba pasando en el seno del gobierno Ollivier, porque la propuesta de Le Boeuf de convocar inmediatamente a los reservistas fue rechazada.
Con esa gran capacidad que tienen los políticos modernos, y éstos ya lo eran, de hacer una cosa y la contraria, el gobierno, con el mismo desparpajo que había votado que Benedetti le diese una patada en los cojones al káiser si no quería escribir la carta que Francia demandaba, aprobó lo contrario. Fue después de leerse un telegrama de George Granville Leweson-Gower, segundo conde Granville, miembro del gobierno británico, avisando a los franceses de las graves consecuencias que se derivarían de que ellos lanzasen el conflicto. Así pues, se votó quedarse tranquilos con las garantías recibidas hasta el momento de los prusianos.
En el Parlamento, las derechas hicieron abalorios con esta repentina prudencia gubernamental. Rouher, con esa capacidad obvia que adquiere todo político que ha dejado de tocar poder y puede decir y hacer más o menos lo que le da la gana, tiró con bala. El peor de todos fue Jerôme David, quien, en sus soflamas, acusaba al gobierno del Imperio Liberal de estar malbaratando la dignidad nacional. Ese discurso hay países en los que prende así, así, puesto que todavía están discutiendo si lo tienen que llamar patria o matria. Pero... ¡en Francia!
El debate de la cuestión se aplazó al 15 de julio. Thiers presionaba a diversos ministros del gobierno para que no diesen el paso de ir a la guerra pues, argumentaba, Francia carecía de alianzas suficientes para ello.
La misma mañana en la que el parlamento se reunía, Benedetti se hizo el encontradizo con el káiser en el parque de Ems. De la forma más suave que encontró, le sugirió que realizase alguna iniciativa que supusiera la prohibición expresa para sus parientes de volver a ser candidatos a la corona de España. El káiser se encabronó con la propuesta. Por supuesto, se negó a cualquier movimiento por su parte. El embajador, que portaba la típica instrucción “como sea”, presionó. El káiser ya no pudo más y se marchó. Algún tiempo después, recibió de su embajada en París la propuesta de carta de Gramont le había hecho a Werther; eso ya le hizo estallar en cólera. Dijo: "¿Es posible tanta insolencia? Los franceses pretenden que yo aparezca ante el mundo como un arrepentido pecador. Están decididos a provocarnos a cualquier coste; el emperador se deja aconsejar por principiantes”.
La conclusión práctica más importante de aquella gestión fue que Benedetti perdió la interlocución directa con el káiser. Le fue comunicado que, a partir de aquel momento, tenía que hacerla pasar por Bismarck. Por dos veces, el embajador francés solicitó audiencia; por dos veces, se la rechazó, si bien le hizo llegar el mensaje de que había recibido la renuncia de Hohenzollern, y que el gesto contaba con todo su apoyo. Por lo cual, para él todo aquel lío era un caso cerrado.
Al día siguiente, el káiser regresaba a Berlín. Benedetti acudió a la estación a despedirlo. El breve encuentro entre ambos fue cordial. En ese momento, para muchas personas que estaban en el secreto era claro que Francia había tirado demasiado de la cuerda; pero que, aún así, al mostrarse el rey de los prusianos moderado y cauteloso, la paz era posible.
En Alemania, sin embargo, había un importantísimo agente belicista: Bismarck. El canciller tenía un topo en Ems, llamado Abeken, que seguía puntualmente todos los movimientos del embajador Benedetti, y que le había informado puntualmente de hasta dónde habían llegado, y hasta dónde no, sus conciliábulos con el káiser. Se organizó un almuerzo en casa de Abeken en el que estuvieron Bismarck, Moltke y Roon. En dicha reunión, Moltke dejó claro que, en su opinión, Prusia tenía todo que perder en un retardo de la guerra; que, cuanto antes se produjera, más ventaja tendrían.
Habiendo escuchado esto, Bismarck tomó una pizarra pequeña y escribió el siguiente texto: “El embajador de Francia ha solicitado en Ems a Su Majestad autorización para telegrafiar a París que Su Majestad se compromete a no permitir jamás la recuperación de la candidatura Hohenzollern. Su Majestad el rey se ha negado a recibir de nuevo al embajador y le ha hecho saber por intermedio del ayuda de campo de servicio que no tenía nada más que comunicarle”. Por cierto, que el ayudante de campo citado en el texto era el militar y noble polaco Frederich Wilhelm Ferdinand Antoni Radziwill.
El texto contaba la verdad de las cosas; pero venía a contarla de una manera que era una especie de afrenta contra Francia. El interés de Bismarck era hacer público este aserto lo antes posible; buscaba que la reacción de Francia a la presunta afrenta (que, en realidad, apenas existió) hiciese de Prusia la víctima de un ataque. Bismarck sabía que todas las alianzas que tenía Francia, los tratados de 1866, tenían naturaleza defensiva y, por lo tanto, no aplicarían en el caso de que fuese París quien moviese ficha primero.
Un periódico, la Gaceta del Alemania del Norte, publicó ese mismo texto aquella misma tarde, en una edición especial que regaló por las calles. Las turbas comenzaron a acopiarse en diversas plazas de Alemania, y sobre todo en Berlín, al grito de Nach Paris! Para entonces, ya la Prensa francesa estaba empezando a publicar artículos incendiarios, y los estudiantes y obreros se concentraban en las plazas para gritar À Berlin!
El 14 de julio, Gramont entró en el despacho de Ollivier con un ejemplar de la Gaceta de la Alemania del Norte en la mano. Estaba con un cabreo que p'a qué la prisas. Se convocó un consejo de ministros urgente.
La sesión duró seis horas. En el seno del gobierno imperial había división. Algunos, como Plichon, Louvet o Segris (Alexis Émile), todavía creían en la posibilidad de la paz, y la deseaban. Gramont y Le Boeuf, por su parte, querían la guerra. Ollivier trataba de encontrar alguna rubalcabiana fórmula intermedia; pero, la verdad, entre la guerra y la paz resulta difícil encontrar tonos de gris. Plichon, con una interesante clarividencia, le dijo al emperador: “Señor, entre usted y el rey de Prusia, la lucha es desigual. Él puede perder algunas batallas pero, para usted, perder sería la revolución”. El emperador se limitó a contestarle: “Señor Plichon, me decís cosas muy tristes; pero yo os agradezco la franqueza”.
Le Boeuf anunció que el Ejército prusiano había comenzado sus preparativos. Sobre todo, se fijó en una gran compra de caballos que había hecho Roon en Bélgica. Así las cosas, no propuso, sino que exigió casi con violencia la movilización de los reservistas.
Gramont ensayó la solución intermedia. Sacó a pasear la eterna solución decimonónica del Congreso internacional que se convocaría para regular el tema, y propuso, con la anuencia del emperador, la salida de algún tipo de declaración pública francesa que calmase las aguas. Luis Napoleón quería que el consejo estudiase un borrador inmediatamente, pero era ya muy tarde. En Saint-Cloud, cuando el emperador le explicó el mojo a su mujer, la Euge se puso como el puma de Baracoa. Le dijo a su marido que no creía que una declaración con el espíritu que describía el emperador respondiese al sentir de los franceses (en lo cual no mentía) y, a la llegada de Le Boeuf, se dedicó a hacerle bullying, diciéndole cosas como “si no os importa deshonraros, cuando menos no deshonréis a vuestro emperador”.
Se convocó un nuevo consejo, muy mal convocado (Louvet nunca recibió comunicación; y Segris y Plichon la recibieron muy tarde). Además, tampoco se esperó a Benedetti, que venía de Berlín y que llegaría en unas horas. El consejo estuvo presidido por los artículos amenazantes de la Prensa alemana.
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