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La guerra, la paz; la paz, la guerra
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La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica
En medio de todo este ambiente político, el gobierno imperial debía enfrentarse al reto y necesidad de reformar el Senado; porque, ciertamente, con la estructura y composición que tenía la cámara alta, la credibilidad de las reformas democráticas era muy baja. Recordemos que los miembros del Senado eran todos personas notables del país nombradas por el emperador. Hacía falta que fuese una cámara nacida del albedrío electoral. Luis Napoleón aceptó con la boca muy pequeña, pues insistió en mantener el privilegio de nombramiento senatorial en sus manos. Rouher y buena parte de la cámara, al fin y al cabo formada por personas que temían perder el momio, pusieron pies en pared y argumentaron que la cuestión debía ser definida en referendo a la ciudadanía, exactamente igual que la composición actual del Senado lo había sido con el referendo de 1852.
Todo el mundo sabe que los referendos se convocan para que los gane quien los convoca. En el ánimo de los senadores conservadores proimperiales que lo impulsaron estaba, sin ningún lugar, la intención de que la votación no fuese sino la re-confirmación del poder popular de la institución imperial; la izquierda, desde luego, contempló la votación como un medio de regresar a la dictadura.
De hecho, no eran los únicos. El centro derecha, que como hemos visto entró en el gobierno Ollivier casi arrastrando los pies, tampoco quería juegos de este tipo, que sospechaba eran reformas constitucionales por detrás de la puerta y en la dirección tiránica. Los dos líderes del movimiento y ministros del gobierno, Buffet y Daru, se apresuraron a hacer patente su repugnancia por las iniciativas. Buffet, de hecho, exigió que se aprobase una ley que estableciese que las instituciones constitucionales no pudiesen modificarse sino con el acuerdo de las dos cámaras. El emperador, celoso de sus poderes personales, se negó en redondo; esto provocó la dimisión de Buffet, que se vio seguido por Daru unos pocos días después.
El 20 de abril de 1870 se produjo la votación de la nueva Constitución. El Senado se convertía en una especie de Cámara de los Lores. El Consejo de Estado seguía siendo la factoría donde se preparaban los proyectos de ley de iniciativa gubernamental. Las leyes con contenido financiero deberían ser aprobadas por la cámara baja para ser inmediatamente remitidas a la alta. El emperador conservaba el derecho de declarar la guerra y de concluir tratados. Los ministros no tenían más responsabilidad que frente al emperador, quien, asimismo, se declaraba “responsable ante el pueblo francés, aquél al que tiene siempre derecho de apelar”. En suma, el nuevo texto constitucional mantenía un tono excesivamente imperial.
El 8 de mayo, los votantes fueron convocados al referendo. La pregunta, que era una sola, cuestionaba al elector sobre su posición sobre las reformas liberales de 1860 y el senadoconsulto votado el 20 de abril. El ciudadano, por lo tanto, no tenía manera de considerar que ambos gestos iban en direcciones contrarias, como era el hecho: sólo podía contestar con un sí a ambos, o con un no a ambos. Con ese montaje de por medio, el verdadero enemigo del Imperio no era el voto negativo; era la abstención.
En aquel entonces, por la propia dinámica del país y por las formas de comunicación que existían, ocurría un poco lo contrario de lo que ocurre hoy en día con los resultados electorales. Los primeros que se conocían eran los de París y alguna otra de las grandes ciudades de Francia. Por eso, conforme fueron llegando los primeros resultados, en las Tullerías los nervios se pusieron de punta. Luis Napoleón, sin embargo, se mostró tranquilo, conocedor de que llevaba ya bastantes años ganando las elecciones gracias a la Francia rural. Su mujer, sin embargo, estaba totalmente exasperada, y hay quien la escuchó bramar que sólo la guerra podría parar la revolución.
La verdad, no era para menos. En el distrito del Sena, la reforma constitucional recibió 138.000 votos positivos y 184.000 negativos, más 83.000 abstenciones. El NO ganó con claridad en Marsella, en Lyon, en Burdeos, en Toulouse. Sin embargo, la tranquilidad del emperador tenía su razón de ser. El recuento total le dio 7.336.000 votos al sí contra 1.560.000 noes y 1.894.000 abstenciones.
Comparadas con las legislativas de 1869, aquello era una victoria del emperador con todas las de la ley. La oposición había ganado 100.000 votos respecto de dichas elecciones; pero el emperador había ganado unos tres millones. De hecho, al día siguiente del plebiscito, se dirigió a su hijo, y le vino a decir que su futuro como emperador de Francia había quedado escrito en piedra por el referendo.
Francia se encontraba en una situación paradójica. Luis Napoleón, el tipo que llevaba años intentando engañar a todos todo el rato, había perdido todo su crédito en el ámbito internacional. No había nadie en Europa que, de una forma o de otra, no pensara que sus manejos habían quedado expuestos y que ya no tenía ninguna credibilidad. Al mismo tiempo, sin embargo, merced a la maniobra labrada por Rouher en el Senado, su Imperio, internamente, era más fuerte que nunca. Sus reformas tímidamente liberales habían convencido a muchos ciudadanos, sobre todo de provincias, que contemplaban el resto del debate político como una especie de polémica entre poderosos que sólo se preocupan de la silla.
Engallado por los resultados interiores, el emperador se aplicó a terminar lo que había empezado durante la discreta visita del archiduque Alberto a París: una alianza estratégica con Austria contra Prusia. Envió a su ayuda de campo, el general Barthélemy Louis Joseph Lebrun, a Viena. No envió a un político, sino a un militar de su total confianza, porque lo que pretendía era acordar con Alberto un plan de batalla. Lebrun, sin embargo, se encontró en Austria a un archiduque bastante más prudente que el que había visitado París. Lo que le vino a decir el interlocutor del otro Imperio era que el ejército austríaco, por definición, era muy lento a la hora de ponerse en marcha; por lo que no podían entrar en acción sino seis semanas después que el francés. O sea, le vino a decir eso de entra tú, que a mí me da la risa; o, más en serio, casi como que prefiero ver qué tal te va a ti en el first strike, y luego ya veré yo qué actitud adopto.
Además de poner estos problemas, el archiduque austríaco mantuvo todas las conversaciones a nivel de discusión estratégica teórica de escuela de Estado Mayor; no se avino a concretar, mucho menos firmar, ningún compromiso concreto. Más aún, Lebrun fue recibido por un prudente Francisco José, que era la mano que verdaderamente mecía la cuna, quien le dijo, directamente, que él quería la paz y que sólo iría a la guerra si no tenía más remedio. Vino a insinuar, por lo tanto, que si algún papel firmaría Viena, sería para una alianza de contenido únicamente defensivo: “si el emperador Napoleón se encontrase forzado de aceptar una declaración de guerra o de hacerla él mismo y se presentase con su ejército en Alemania, no como enemigo, sino como liberador, yo me vería forzado por mi parte a declarar que hacía causa común con él”.
A la vuelta de Lebrun a París, informó puntualmente al emperador del resultado de sus conciliábulos; pero Luis Napoleón no le transfirió ni un adarme de información a su gobierno. Ciertamente, con la Constitución en la mano, no tenía por qué hacerlo. Pero, aunque en ese momento tal vez únicamente lo sospechase, este gesto no hacía otra cosa que situarlo a él solito ante el juicio de la Historia.
El 30 de junio de aquel año de 1870, el Cuerpo Legislativo debatió el proyecto de ley de contingente militar. Contenía la reducción de 10.000 hombres anunciada por el Imperio para sustantivar sus intenciones pacíficas. Thiers se posicionó claramente en contra de la medida. Ollivier, en ese momento muy probablemente seguro de que Europa no quería la guerra, argumentó que Francia se podía permitir la reducción sin problemas. “No ha habido ni un solo momento en la Historia”, dijo, “en el que el mantenimiento de la paz haya sido tan seguro”.
Como adivino no tenía precio.
Muy lejos de las percepciones de Ollivier, tan alejadas de la realidad como lo suelen ser las de un primer ministro que, además, para entonces ya no contaba con una mayoría sólida tras la defección del centro derecha y, consiguientemente, tenía que buscar alianzas más o menos efímeras para cada iniciativa que se planteaba; muy lejos de esas percepciones, digo, Europa llevaba, el 2 de julio de 1870, varios meses, si no años, descendiendo por la pendiente que llevaba a la guerra, por diversos motivos. Ese día, todo lo que pasó, fue que prendió la mecha por fin.
El 2 de julio, efectivamente, la Prensa parisina se ocupó de esta noticia: “El gobierno español ha enviado una diputación a Alemania para ofrecer la corona de la nación al príncipe de Hohenzollern”. Como ya podemos sospechar de otros detalles de esta historia, Bismarck, con seguridad, no fue ajeno a la “exclusiva”.
Efectivamente. Como sabemos bien los españoles que lo sabemos, meses antes el general Prim, hombre de poder a la búsqueda de una testa coronada que resolviese el sudoku de la España Gloriosa, había hablado con Bismarck de ofrecer dicha corona al príncipe Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduard Tassilo Fürst von Hohenzollern, normalmente conocido como Leopoldo de Hohenzollern-Sigmarinen. Leopoldo era hermano de Karl Eitel Frederic Cepherin Hohenzollern, quien ya era rey de Rumania como Carlos I.
Los Hohenzollern-Sigmarinen procedían de la recia y antigua dinastía de gobernantes de Prusia. Eran nobles católicos y la nobleza francesa no les era ajena, pues eran nietos de una Beauharnais y de un Murat. Sin embargo, por muchos antecedentes que hubiera, la tentativa no significaba otra cosa que colocar en el patio sur de Francia a un rey relacionado con el káiser Guillermo de Prusia. Francia, pues, se encontraría en una especie de sandwich geopolítico y, consecuentemente, el emperador, que había apoyado el ascenso de Carlos al trono rumano, ahora se opuso a la operación de Leopoldo en España.
Aunque este tema ya lo hemos contado en otro punto del blog, lo cierto es que lo hemos contado desde el punto de vista que más nos interesa a nosotros, que es el español. Visto desde el punto de vista internacional, hay que decir que Leopoldo nunca se sintió especialmente tentado de aceptar la oferta. Quien realmente la preconizó y defendió fue Bismarck. En febrero de 1870, urgido por la marcha de los asuntos en España y a la vista de la debilidad de las intenciones de Leopoldo, Prim volvió a la carga. No fue hasta este momento que Bismarck le reveló sus planes a su jefe el káiser. Guillermo quedó muy sorprendido y reunió a una especie de gabinete de crisis en el que estuvieron Antonio y Leopoldo de Hohenzollern, Bismarck, Moltke y Roon. Todos, menos Leopoldo, estaban por la aceptación. Pasaron unos días y Leopoldo no cambió de opinión. De hecho, de su misma opinión fue su hermano menor Frederic. Estamos en marzo de 1870 y, por lo tanto, el tema Hohenzollern-Sigmarinen parecía haber llegado a una vía muerta.
Pero, claro, Bismarck era mucho Bismarck. El canciller sabía que Karl Anton Joachim Zephryrinus Friedich Meinrad Fürst von Hohenzollern-Sigmarinen, el príncipe Antonio, padre de Leopoldo y de Frederic, tenía muchas ganas de que otro de sus hijos fuese rey. Así las cosas, el canciller exhortó a Prim a hacer un nuevo ofrecimiento; ofrecimiento que, sin embargo, le debería llegar a él directamente; no quería a las cámaras implicadas en el asunto. Prim envió a Prusia a un agente suyo, llamado Salazar, quien fue recibido por Leopoldo y comenzó a comerle la oreja hasta que consiguió arrancarle un sí. El 21 de junio, y a pesar de sus muchas dudas al respecto, el príncipe Leopoldo establecía su aquiescencia a la aceptación de la corona de España a través de un escrito que, como digo, Bismarck poco menos que le arrancó de los dedos.
El general Prim, que para unas cosas era muy listo pero para otras era un lerdo en modo experto, una vez que recibió la noticia de que ya tenía un rey alemán para España, que era lo que en el fondo quería (de hecho, yo creo que su famosa frase, enigmática tras su asesinato, en el sentido de que conocía la fórmula para estructurar el régimen español, tenía que ver con la llegada de Sigmarinen); el general Prim, digo, a la recepción de las noticias se las guardó para sí, pues no se fiaba una mierda del resto de espadones que lo habían acompañado en Alcolea. Y se aprestó a organizar un viaje a Vichy porque, como digo, en su sobradismo desinformado, estaba convencido de que convencería al emperador de los franceses antes de que pasara la hora del aperitivo.
Todo este montaje, sin embargo, saltó por culpa de una exclusiva periodística. El periódico La Época, fuese porque tuviera un excelente corresponsal en Berlín o fuese, simple y llanamente, porque Bismarck lo eligió para la labor, publicó con bombo y platillo la noticia de la aceptación de Leopoldo. Prim, que había confiado en llegar a Luis Napoleón en el mayor de los secretos, se encontró con un monsieur Mercier, que así se llamaba el embajador francés en Madrid, encabronado y enrojecido de la mala hostia, delante de él; y le tuvo que confirmar que las informaciones eran ciertas.
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