Últimas esperanzas
La ofensiva de Cataluña
El mes de enero de las chinchetas azules
A la naja
Los tres puntos de Figueras
A Franco no le da una orden ni Dios
All the Caudillo's men
Primeros contactos
Casado, la Triple M, Besteiro y los espías de Franco
Negrín bracea, los anarquistas se mosquean, y Miaja hace el imbécil (como de costumbre)
Falange no se aclara
La entrevista de Negrín y Casado
El follón franquista en medio del cual llegó la carta del general Barrón
Negrín da la callada en Londres y se la juega en Los Llanos
Miaja el nenaza
Las condiciones de Franco
El silencio (nunca explicado) de Juan Negrín
Azaña se abre
El último zasca de Cipriano Mera
Negrín dijo “no” y Buiza dijo “a la mierda”
El decretazo
Casado pone la quinta
Buiza se queda solo
Las muchas sublevaciones de Cartagena
Si ves una bandera roja, dispara
El Día D
La oportunidad del militar retirado
Llega a Cartagena el mando que no manda
La salida de la Flota
Qué mala cosa es la procrastinación
Segis cogió su fusil
La sublevación
Una madrugada ardiente
El tigre rojo se despierta
La huida
La llegada del Segundo Cobarde de España
Últimas boqueadas en Cartagena I
Últimas boqueadas en Cartagena II
Diga lo que diga Miaja, no somos amigos ni hostias
Madrid es comunista, y en Cartagena pasa lo que no tenía que haber pasado
La tortilla se da la vuelta, y se produce el hecho más increíble del final de la guerra
Organizar la paz
Franco no negocia
Gamonal
Game over
Antonio Ruiz, marino del Cuerpo General, era un militar de cuyas fidelidades republicanas no cabía dudar. Había sido subsecretario de Marina como consecuencia de ser una persona de elevadísima confianza de Indalecio Prieto. De todas formas, este nombramiento presenta sus dudas. En términos generales, las fuentes contemporáneas vienen a decir que Antonio Ruiz fue formalmente nombrado jefe de la Base, y que recibió las instrucciones pertinentes. Sin embargo, en vida Ruiz al parecer siempre negó que el nombramiento le fuese oficialmente comunicado y mucho menos que le diesen instrucciones precisas sobre cómo actuar. Aquí puede haber la confluencia de dos timos. El primero de los timos es el de las fuentes negrinistas, obsesionadas con demostrar que, en las últimas boqueadas de la guerra, el gobierno republicano seguía funcionando como un gobierno más o menos normal, cosa que yo creo que no era así. Por otra parte, dado que Ruiz no se dio ninguna prisa por llegar a Cartagena y de hecho pernoctó fuera de la ciudad, es probable que la memoria del buen marino estuviese tratando de limpiar el borrón de, quizá, haber aceptado la misión que le dio el gobierno republicano con renuencia, consciente de que lo que había en Cartagena era un follón de la hostia; por lo que no es descabellado pensar que él mismo adoptase la estrategia de acercarse a Cartagena muy, muy despacio, a ver si el problema se solucionaba solo.
En la sublevación de Cartagena, ya lo he dicho, cada uno hace lo que le sale del pingo; es un movimiento absolutamente espontáneo en muchos de sus rincones. Uno de esos rincones repletos de personas que piensan y actúan por sí mismas, y para sí mismas, es el Parque de Artillería. Allí, en los primeros compases de la rebelión, todo el mundo aceptó la autoridad de Armentia; pero eso comienza resquebrajarse casi desde el primer minuto mismo en que el militar se ausenta del lugar. Así, en el Parque se formó una especie de comité, creado con la disculpa (para mí lo fue) de que, probablemente, su jefe, Armentia, había sido hecho preso en la Base. Así pues, comienzan a hacer planes para asaltar el otro edificio. Asimismo, ese comité toma contacto con Arturo Espa, y le recomienda que no haga caso de lo que le diga el coronel si le llama, porque dan por probable que esté mediatizado.
Los del Parque sabían lo que hacían. Armentia, de hecho, telefoneó a Espa, al que ordenó dejar en suspenso la orden de proceder a disparar a los barcos si no habían abandonado la rada a una determinada hora. Esa llamada es el producto de haber llegado a la Base y haberse encontrado con que Galán había sido cesado por la vía de los hechos, con la actitud de cuando menos algunos de los que habían tomado el control teórico del edificio (como Oliva); y, por supuesto, la parafernalia profranquista que en ese momento se expresa con total libertad a su alrededor. El coronel de Artillería, que debo recordaros es un republicano de pura cepa, llega probablemente a la conclusión de estar haciéndole el caldo gordo a planteamientos que no son los suyos.
Espa se mostró muy cauteloso y receloso ante la llamada de Armentia, sin que os pueda decir que hubiera ya recibido la llamada del Parque de Artillería. El coronel le dijo que era mejor no hacer nada que marcase un punto de no retorno, como obviamente hubiera sido usar las piezas de artillería contra la Flota; sin embargo, Espa era de la opinión de que la mera rebelión de su regimiento ya era un punto de no retorno, y yo creo que tenía bastante razón. Vicente Ramírez, amigo personal de Espa, se puso entonces al teléfono para tratar de convencerlo de que bajase los brazos (y los cañones). Sin embargo, no lo consiguió, y por eso llamó a uno de sus subordinados, el comandante Jesús Macián Salvador, y le ordenó que redujese al sublevado y les facilitase el control de las piezas.
Espa, por cierto, había advertido durante la noche del avistamiento de una columna de camiones que rodaba hacia Cartagena: los soldados y pertrechos de la 206, que se acercaban a la ciudad. Nadie en la ciudad sublevada, sin embargo, se ocupó de aquello, yo creo que más porque no fueron capaces de coordinar una respuesta, que por desprecio. Asimismo, hacia la ciudad se movían unos doce blindados enviados desde Archena. La mitad de ellos, sin embargo, se pasó de frenada, superó los controles, con lo que lo que consiguieron es que las partidas de vigilancia los inmovilizasen y se hiciesen con su control. Dentro de la ciudad, los sublevados tratan de controlar toda la población, aunque evitando los enfrentamientos abiertos. Sin embargo, algún muerto se produce, como el periodista Miguel Cordón, director del periódico anarquista Cartagena Nueva, quien intenta huir de la ciudad y es abatido a tiros; lo cual no deja de ser algo tristemente sarcástico, porque los anarquistas estaban mostrando una neutralidad casi estricta respecto de los hechos que estaban ocurriendo.
En las afueras de Cartagena, en Los Dolores, vive en una especie de limbo laboral (apartado sin mando ni destino claro, a causa de su escaso peso republicano) el comandante de servicio de Estado Mayor Vicente Lombardero. Lombardero no es un nacional significado ni mucho menos; pero, como he dicho, también despierta los recelos de los republicanos, quienes desconfían incluso de su opción de bando puramente accidental (la guerra lo pilló de vacaciones en zona republicana). Tiene un vecino que es general de Infantería de Marina, ya retirado, Rafael Barrionuevo; y lo más probable es que cuando se reúnan los domingos para hacer una barbacoa, su conversación preferida, desde luego, no eran las virtudes de Negrín.
Ambos, Lombardero y Barrionuevo, son, pues, candidatos natos para sumarse a la rebelión, sobre todo de la rebelión más netamente profranquista. Sin embargo, cuando la sublevación se produjo, y Espa de hecho los llamó para invitarles a unirse, dudaron. No lo veían claro, por lo que algún otro dato debieron de tener en el sentido de que a aquella rebelión se estaba apuntando literalmente todo dios que no fuese comunista ni anarquista. Sin embargo, cuando la emisora local comenzó a emitir vivas a Franco, ya esas dudas se les fueron disolviendo. Una de las noticias que recibe Lombardero de gente que ha estado en la ciudad es plenamente cierta: el mando de la sublevación no está nada claro, todo es un puto cachondeo; así pues, resuelve tomar un coche con Barrionuevo e irse hacia la ciudad para ofrecerse como conducator.
Mientras tanto, conforme llegan las primeras luces del día 5, las primeras tropas de la 206 se han detenido en El Albujón, evitando claramente chocar con los sublevados quienes, por otra parte, tratan de no superar los boundaries de la ciudad propiamente dicha.
El lugar que más ha cambiado hacia el sosiego en toda Cartagena es la Base. Allí, todos los presentes: Armentia, Ramírez, Galán, Oliva probablemente porque siente que no se puede oponer (de hecho, para entonces Oliva y sus supporters no están detenidos, pero sí vigilados), han aceptado el status quo propuesto por Negrín con el nombramiento de Antonio Ruiz; quien, sin embargo, a pesar de haber llegado horas antes a la zona, se ha quedado a dormir en una casa en las afueras, sin entrar en la ciudad; lo cual, como ya he comentado, siempre nos dejará la duda de si se jiñó, como sostienen los negrinistas; o es que, como sostuvo en vida el propio Ruiz, el problema es que le habían enviado sin instrucciones ni apoyo. En un despacho aislado, por cierto, están encerrados (no detenidos, se entiende) el consejero soviético, su intérprete y dos telegrafistas de la misma nacionalidad; hasta los más republicanos presentes en la Base son conscientes de que no es el mejor momento de exhibir a los hijos de Stalin, mucho menos hacer las cosas de manera que parezca que tienen algo de poder. Así las cosas, los dos o tres soldados de Infantería de Marina que están en la puerta yo creo que nunca sabremos si lo que hacían era controlar que no salieran, protegerlos, o ambas cosas a la vez. En el despacho hay un inquilino más, español: al parecer, es un miembro del PCE cartagenero cuya misión, al principio de la noche, habría sido informar políticamente a Galán; pero que, que yo sepa, nunca llegó a hablar con el nonato nuevo jefe de la Base.
A la hora de las porras, el general Barrionuevo y el comandante Lombardero llegan al Parque de Artillería. Ambos, expertos militares al fin y al cabo, y además dotados de un cierto carisma, son capaces por primera vez, desde que Armentia abandonó el edificio, de darle coherencia a todo el movimiento en el Parque, así como otorgarle una identificación indubitada. Lombardero, en ese sentido, consigue convencer a las personas que están en el Parque de Artillería de que proclamen a Barrionuevo jefe de la Base (ojo: no sólo del Parque) en nombre de Franco. Para que no le quede duda a nadie, poco tiempo después izan la enseña nacional en el mástil. A todo este movimiento ayuda que Calixto Molina, que hubiera sido el candidato lógico para ser el cabecilla de un movimiento aguas afuera de la disciplina militar, no se encuentra en el Parque, puesto que se ha desplazado hacia Cabo de Agua, en el puesto de mando de Espa.
Más o menos a la misma hora en la que en el Parque de Artillería se están produciendo estas novedades, Artemio Precioso está llegando a pie al aeródromo de Los Alcázares. Allí exige hablar con el jefe del destacamento, quien sin embargo está en Madrid. Cuando Precioso expone lo jodido de la situación en Cartagena, le ofrecen un coche y un chófer para ir al encuentro de su brigada 206. Poco tiempo después, por lo tanto, Precioso estaba reunido con los mandos intermedios de su brigada; reunión que apenas le sirve para darse cuenta de las muchas dificultades a las que se enfrenta para poder ordenar acción alguna. El principal problema que tiene la 206 es de inteligencia; puesto que la brigada y Cartagena han permanecido prácticamente sin contacto durante toda la noche, en realidad los mandos de la formación enviada por Negrín no saben nada sobre la intensidad de la sublevación, su nivel de control y, lo que es más importante, su filiación real. No es de extrañar que no puedan saber eso pues, como ya os he contado, en realidad eso es algo que ni siquiera los sublevados saben.
Uno de los contactos que hace Precioso es el jefe de los blindados de Archena; el soplapollas que había perdido la mitad de sus efectivos por dejarles avanzar demasiado sin tener protección ni escolta. Entre ambos, se deciden por una estrategia de hostigamiento. Precioso crea con la fuerza de que dispone tres líneas de ataque, con las que pretende, fundamentalmente, atacar y acabar envolviendo a las baterías de la costa. La columna central debería avanzar despacio y con seguridad por Los Dolores, teniendo como principal objetivo a corto plazo recuperar el control de la emisora de radio. Asimismo, desde Elda decidieron tratar de reforzar toda la tropa republicana en Cartagena con el envío de guardias de asalto y con el envío, también, del teniente coronel Joaquín Rodríguez, miembro del PCE y con sólida experiencia militar.
Más o menos al mismo tiempo, en la plaza de San Francisco, un grupo de sublevados trata de asaltar la sede local del PCE, pero no lo consigue. Para entonces, los sublevados controlan la Telefónica, pero no controlan la central de Telégrafos. La ciudad es de los sublevados, aunque se sigue produciendo el fenómeno por el cual unos de ellos dicen aquello de Por España y por la Paz, mientras que otros dan vivas a Franco. La única isla relativamente progubernamental en la ciudad es el cuartel de Antigones, sede del 7 Batallón de Retaguardia.
En esa circunstancia, el comandante Lombardero, una vez que ha conseguido elevar al general Barrionuevo a la categoría de jefe de la Base para los sublevados, se aplica a normalizar la situación en todos los lugares donde es capaz. Por ello, se dedica a realizar una serie de llamadas telefónicas, unidad tras unidad, para comunicar que Barrionuevo está al mando en nombre de Franco. En el Arsenal, Lorenzo Pallarés acata esta autoridad, y Arturo Espa hace lo propio en Cabo de Agua. Sin embargo, en Capitanía la cosa ya no está tan clara.
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