Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido
La
primera vez, que sepamos, que Napoleón manejó con una tercera
persona la idea de que los franceses tendrían que irse de España
fue en un entrevista con Soult en el verano de 1813, recién el
armisticio de Poischwitz y en el Congreso de Praga. En noviembre
sabemos, por una carta del ministro de la Guerra, duque de Bassano, Hugues Bernard Maret, que estaba manejando la idea de casar a pelo puta al Borbón español
con una hija de José I.
A los Borbones se les ofrecía también restituirles a sus consejeros perdidos en los últimos años, aunque en esto probablemente se llevaron una sorpresa pues Fernando, aparentemente, había perdido toda confianza en Escoiquiz; por mucho que el canónigo trate de hurtar esta realidad en sus memorias, lo cierto es que Fernando le dijo a La Forest, categórico, que en Francia no había un solo español en el que confiase.
La
reacción de los Borbones fue taimada y prudente. Estaban, ya lo he
dicho, solos, apenas acompañados por criados; y hay que entenderles,
pues las celadas de Napoleón habían sido muchas y no tenían por
qué creer en la sinceridad de los planteamientos de los franceses
(por fin unos españoles centrados, joder). La estrategia de
Fernando, aparte de hacer esperar a La Forest 72 horas por la
respuesta a base de comentar gilipolleces y jugar al ratón y al
gato, fue escudarse en la voluntad de la Nación española; voluntad
que, argumentó Fernando en su carta a Napoleón, él desconocía
(sólo se informaba con periódicos franceses) y sin la cual no podía
tomar ninguna decisión. Fue, desde luego, una posición, como digo,
sabia y prudente; si bien Fernando de Borbón tiene la mala suerte de
que, conociendo como conocemos sus actos posteriores, podemos
adivinar que, además de prudente, era falsa; pues a Fernando de
Borbón la voluntad de los españoles le importaba dos cojones
Borbones.
Así
pues, la posición de Fernando era clara: exigía conocer bien las
verdaderas intenciones de Napoleón; y, en cualquier caso, no
daría un paso sin haberlo consultado con la nación española.
Cuando La Forest le sugirió repetir la jugada de Bayona y entender,
pues, que la nación española podía estar representada por una
asamblea de españoles residentes en Francia, fue cuando el Borbón
le dijo que no había un solo español de fiar en el país.
Esta
respuesta no le gustó nada a Napoleón y, de hecho, tiró del manual
del jefe ése que todos hemos tenido alguna vez que nunca tiene la
culpa de nada: viendo que su estrategia no había funcionado, se
aplicó a decirle a La Forest que la culpa había sido suya; que lo
que tenía que haber hecho era no presionar para no provocar una
respuesta tan rápida de Fernando, pues, decía ahora el emperador,
hubiera sido mejor esperar a que el duque de San Carlos hubiera
llegado a Valençay para asesorar a sus jefes.
Al duque
de San Carlos lo hemos dejado en estas notas jugando a la Play en
Lons-le-Saunier. Llegó a París, trasladado por la policía
francesa, el día 19 de noviembre y de riguroso incógnito. Casi
inmediatamente, se entrevistó con Bassano y, algunas horas más
tarde, con el mismo Napoleón. Napoleón, el hijo de la revolución,
le pintó a San Carlos el fresco de una España laminada por la
revolución en la que la nobleza habría sido abolida y en la que el
populacho hacía y deshacía a su placer; por ello, dijo, y porque
necesitaba las tropas combatiendo en el país, quería poner a
Fernando al frente del país.
El de Napoleón, en ese momento, es ya un sí a todo: la monarquía española regresará con sus normas viejas y sin adiciones franchutes. En el momento en que los españoles consigan que, con este gesto, los ingleses abandonen España, él lo hará también. Garantiza, asimismo, la integridad de España, promesa ésta importante pues, en el marco de eventuales negociaciones con Inglaterra, ya se había rumoreado que los franceses, siempre tan dados a ser generosos con lo que no es suyo, se trate de territorios de naciones satélites o se trate de fondos de la Unión Europea, podrían darles plazas como San Sebastián, o Mahón. Los 100.000 españoles prisioneros en Francia regresarían a sus casas. Todo esto, le dijo Napoleón a San Carlos, se podría firmar en 24 horas. Una vez firmado por Napoleón y Fernando, sería llevado a España a la Regencia para que ésta lo firmase también. Napoleón no ponía como condición la boda de Fernando con la hija de José (de trece años), pero si el Borbón quería casarse, no se opondría.
El de Napoleón, en ese momento, es ya un sí a todo: la monarquía española regresará con sus normas viejas y sin adiciones franchutes. En el momento en que los españoles consigan que, con este gesto, los ingleses abandonen España, él lo hará también. Garantiza, asimismo, la integridad de España, promesa ésta importante pues, en el marco de eventuales negociaciones con Inglaterra, ya se había rumoreado que los franceses, siempre tan dados a ser generosos con lo que no es suyo, se trate de territorios de naciones satélites o se trate de fondos de la Unión Europea, podrían darles plazas como San Sebastián, o Mahón. Los 100.000 españoles prisioneros en Francia regresarían a sus casas. Todo esto, le dijo Napoleón a San Carlos, se podría firmar en 24 horas. Una vez firmado por Napoleón y Fernando, sería llevado a España a la Regencia para que ésta lo firmase también. Napoleón no ponía como condición la boda de Fernando con la hija de José (de trece años), pero si el Borbón quería casarse, no se opondría.
Con este
bagaje, en la noche del 21 San Carlos llegó a Valençay.
Contrariamente a lo que había prometido, el español no fue a ver a
La Forest inmediatamente. La Forest, además, se enteró, por sus
espías, de que los tres Borbones estaban levantados desde las cuatro
de la mañana y que a las ocho se habían encerrado con su confesor.
A
mediodía, La Forest fue llamado a la residencia. Antes de entrar en
la sala con los Borbones, San Carlos le pudo informar de que habían
recibido la propuesta con frialdad. La Forest había recibido la
noche anterior las bases del tratado propuestas por los franceses y
allí se las leyó.
Al
terminar la lectura de las bases del tratado, en el que obviamente
los franceses exigían de Fernando, es decir de España, la ruptura
de toda relación de amistad con Inglaterra, fue éste el punto
fundamental blandido por Fernando para justificar su escepticismo.
España, dijo, tenía firmado un tratado con Inglaterra cuyas
cláusulas él desconocía, pero en todo caso juzgaba difícil un
rompimiento sin más. Además, como segunda provisión, adujo
Fernando que la Regencia tardaría mucho en ratificar el acuerdo, a
menos que fuese él mismo quien lo portase. La Forest propuso que
el emisario fuese Carlos, el hermano de Fernando, pero éste replicó,
entre lágrimas, que jamás expondría a su hermano a un peligro tal
(cocodrileando el Borbón). En cuanto al tercer Borbón, Antonio,
Fernando, en un rapto de sinceridad lúcida, le acabaría diciendo a
La Forest que “no se le podía confiar misión tan delicada”. O
sea, hasta los propios Borbones sabían que era tonto del culo.
Finalmente,
los tres miembros de la familia real española se reunieron en
privado. Horas después, ya en la tarde, San Carlos le comunicó a La
Forest que Fernando lo había nombrado a él plenipotenciario, y le
solicitaba la llegada a Valençay de Pedro Macanaz, traslado que los
franceses ordenaron al tiro. Aun así, en las negociaciones que
siguieron, los españoles siguieron insistiendo en la idea de que
fuese el propio Fernando quien llevase el tratado a España.
En las
negociaciones, aparte de las inevitables cuestiones de protocolo
(Fernando quería ser tratado en el texto de Alteza Real desde el
principio, cosa en la que los franceses transigieron), también se
habló del futuro de los reyes padres. Sin embargo, nada se habló de
la frontera francoespañola, que permanecería en los términos del
Tratado de Bayona. También el asunto del mensajero dio muchas
vueltas: podía ser San Carlos, podía ser Palafox, incluso se habló
(pero se descartó enseguida) de Escoiquiz.
San Carlos, en todo caso, estaba inquieto, pues Macanaz no aparecía, y eso le dejaba a él solo en la negociación del tratado. El asesor de la corona llegó, finalmente, el 30 de noviembre. Las negociaciones continúan lentamente pues, contrariamente a lo que cree Napoleón, la cosa no se puede acabar en un día. Los periódicos franceses informan de que los ingleses controlan Ceuta; ¿la devolverá si se firma el tratado o habrá que ir a la guerra con Inglaterra para recuperarla? (en realidad, ¿cuándo ha devuelto Inglaterra nada de lo obtenido, legal o subeptriciamente?). Por otra parte, está el espinosísimo tema de las posesiones de franceses e italianos invasores. El tratado redactado por los galos, en efecto, establece una amnistía por la cual los invasores podrán conservar los bienes muebles e inmuebles adquiridos durante su estancia en España. Pero los españoles, entiendo yo que hábilmente aconsejados por Macanaz, hacen notar que, no pocas veces, esas posesiones lo han sido de bienes embargados. Muchos de estos bienes han sido restituidos a sus poseedores españoles originales cuando los franceses han sido barridos. En la literalidad del tratado, sin embargo, Fernando, una vez rey de España, tendría que echar a esos propietarios españoles de sus fincas para volver a dárselas a los franceses que un día las habían robado.
San Carlos, en todo caso, estaba inquieto, pues Macanaz no aparecía, y eso le dejaba a él solo en la negociación del tratado. El asesor de la corona llegó, finalmente, el 30 de noviembre. Las negociaciones continúan lentamente pues, contrariamente a lo que cree Napoleón, la cosa no se puede acabar en un día. Los periódicos franceses informan de que los ingleses controlan Ceuta; ¿la devolverá si se firma el tratado o habrá que ir a la guerra con Inglaterra para recuperarla? (en realidad, ¿cuándo ha devuelto Inglaterra nada de lo obtenido, legal o subeptriciamente?). Por otra parte, está el espinosísimo tema de las posesiones de franceses e italianos invasores. El tratado redactado por los galos, en efecto, establece una amnistía por la cual los invasores podrán conservar los bienes muebles e inmuebles adquiridos durante su estancia en España. Pero los españoles, entiendo yo que hábilmente aconsejados por Macanaz, hacen notar que, no pocas veces, esas posesiones lo han sido de bienes embargados. Muchos de estos bienes han sido restituidos a sus poseedores españoles originales cuando los franceses han sido barridos. En la literalidad del tratado, sin embargo, Fernando, una vez rey de España, tendría que echar a esos propietarios españoles de sus fincas para volver a dárselas a los franceses que un día las habían robado.
Os lo he
dicho mil veces, y lo repito: un francés, como un sacerdote, nunca
da hilo sin puntada. Si puedes evitar firmar al pie de un papel que
haya redactado él, evítalo.
El 2 de
diciembre llegó a Valençay el general José de Zayas, fruto de la
confusión, pues lo que han pedido los Borbones es la liberación del
marqués de Zayas, no de este general; el cabreo de Fernando es apocalíptico. El día 3 Fernando acepta,
finalmente, que sea llamado Escoiquiz; pero lo hace calculando que,
para cuando llegue, el tratado ya estará terminado. Los inquilinos
de Valençay tuvieron que esperar, en todo caso, hasta el día 10 de
diciembre, hasta que llegaron los papeles oficiales, los pasaportes,
todo lo necesario para el viaje. En la medianoche del 10 al 11, pues,
se reunió en aquel fantasmagórico palacio la estrechísima Corte
del que casi era ya, de nuevo, rey de España. Allí firmaron el
tratado y San Carlos, con el papelito, se metió en un coche camino
de España.
Una vez
verificada esta escena, el conde de La Forest, considerando que su
misión se podía dar por terminada, solicitó permiso para abrirse.
Sin embargo, no pudo, pues sus jefes en París le ordenaron
permanecer con los príncipes. Éstos, por otra parte, hacen una vida
aparentemente muy tranquila y despreocupada, coherente con lo que
Fernando ha dicho varias veces, de palabra o por escrito: su
intención es, o ser rey de España, o seguir siendo amigo de
Napoleón en Francia. Como se ve, el Borbón no expone nada, tal es
su costumbre.
No es
oro, sin embargo, todo lo que reluce. Tengo yo por mí que la llegada
de Macanaz, sobre todo, haya levantado determinadas inquietudes.
Aunque Macanaz ha estado en Francia, detenido y desinformado, sabe lo
suficiente sobre la situación en España como para estar, como
jurista, preocupado. El problema, que rápidamente le transmite a los
hermanos Fernando y Carlos (lo reputo un problema demasiado
complicado como para que tío llegase a entenderlo, incluso aunque le
hiciesen un esquema) es que la más que probable reacción de la
Regencia, cuando San Carlos llegue a ella, les presente el tratado y
les diga: “tenéis que firmar aquí, aquí y aquí”, es
que los integrantes del cuerpo gobernante digan: chaval, yo esto lo
tengo que consultar con mis colegas.
El
Tratado de Valençay, pues, habrá, con casi total probabilidad, de
ser ratificado por las Cortes, puesto que la Regencia no son
sino un cuerpo delegado por las mismas. Y ahí es donde los Borbones
tienen problemas, pues juzgan que, si las Cortes entran a opinar,
será difícil, si no de todo punto imposible, que no surja la
discusión sobre el estatus constitucional del rey. Que Fernando no
quería ser un rey constitucional es algo que no parece posible
negar.
En carta
del 13 de diciembre a sus jefes, de hecho, La Forest explica que todo
el mundo en Valençay considera que la Constitución de Cádiz es una
mierda, y que no será difícil que Fernando abogue por la redacción y
aprobación de otra en términos bien diferentes (para ser exactos, sabemos, por una instrucción de Fernando, que éste estaba pensando en una ley fundamental del Estado sin mezcla de detalles impropios de una Constitución). En un punto de la
carta, el diplomático francés afirma que el Borbón “está
convencido de que todo se resolverá bajo el grito Fernando y la
Paz”. En otras palabras que, a su llegada, la gente se olvidará
las veleidades constitucionales (como, en buena medida, ocurrió).
El 15 de
diciembre llegó a Valençay el general Palafox, quien comenzó a
tener reuniones constantes con los Borbones y Macanaz. Fernando
decide que el militar se desplace a España, cosa que hará ya el día
24, con la misión de transmitirle a la Regencia la noticia de que, a
la firma del Tratado, Napoleón ha dado instrucciones claras de que
cesen las hostilidades y comience la evacuación francesa de España.
Se llevará el general copias de todos los documentos que portaba
también San Carlos, por si no había podido llegar a su destino, más
algunas cartas de Fernando a la Regencia.
Todo se
hace para intentar hacerle un trile a la Historia; para generar una
reinstauración en las mismas circunstancias existentes cuando se
produjo el derrocamiento. La verdad, sólo un francés (y los
Borbones, no se olvide, lo son; como lo era, desde luego, Napoleón)
puede llegar a pensar que la Historia ocurre para nada.
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