Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica
Uno de los perdedores de Compiègnes había sido el general Louis Jules Trochu, a quien casi nadie había escuchado. El buen general decidió ganar en las calles lo que no había ganado en los despachos y, por eso, fue el anónimo autor de un folletito que se vendió en esas semanas en Francia como rosquillas: L'Armée française en 1867. En dicho folleto, el general trazaba un relato muy preciso del Ejército francés en esa hora: soldados pasotas, oficiales venales, jornadas enteras sin nada que hacer, panzas excesivas, destacamentos muy pequeños y mal dotados; desorganización y desmoralización general. Según Trochu, no había que tocar el sistema de reclutamiento vigente y contentarse con una fuerza permanente de unos 100.000 hombres, con cinco años de servicio activo y cuatro en la reserva.
El folleto fue un éxito total. Básicamente, le decía al francés medio lo que quería leer; y, aunque fuese anónimo, era evidente que quien lo decía era del oficio. Defendía, pues, que los franceses pijos siguiesen librándose de la mili como siempre; y que el mordisco de esa misma mili en los hogares modestos fuese, digamos, tratable. El Consejo de Estado, que como ya sabemos estaba muy mosca con los proyectos de reforma, ante el éxito de ventas y opinión pública que tuvieron las opiniones de Trochu, propuso mutilar la reforma Niel. El emperador, acojonado con la perspectiva, decidió presidir personalmente las sesiones del Consejo; pero los miembros del mismo permanecieron impasible el francés. Para colmo, el Cuerpo Legislativo, también altamente presionado por la opinión pública (hay que entender que eran otros tiempos; los diputados de entonces no tenían escoltas, y vivían a manzana y media de los que les votaban; compartían con ellos supermercado y peluquería), se negó a aceptar la cifra de reclutamiento fijo, afirmando su derecho a aprobar, en cada momento, el contingente necesario. Esto disparaba un torpedo en la misma línea de flotación de la reforma Niel. Se mostraron dispuestos a reinstaurar las posibilidades de evadir el servicio; lo cual tiene su lógica pues, la verdad, los principales beneficiarios de las mismas no eran sino los hijos de los señores diputados.
La oposición era generalizada. Incluso los diputados de la mayoría imperial se mostraban dispuestos a votar la reforma Niel sólo si se aceptaban serias enmiendas en la misma. Luis Napoleón, en el fondo un hombre de otro tiempo acostumbrado a la idea de que lo que saliese de Compiègne era ley sin más, se planteó seriamente la idea de disolver el Parlamento. Rouher, más listo que él, le dijo aquello de dónde vas, Colás. Pero, ¿es que no te das cuenta, tontolaba, que si este Parlamento te es hostil, el que saldrá de las elecciones te será hostil y medio porque estará petado de chienflûtes?
Así las cosas, con el Cuerpo Legislativo incólume, la discusión del proyecto propiamente dicha comenzó el 19 de diciembre de 1867. Para entonces, Niel ya había aceptado la idea de que el contingente sería fijado por el Parlamento cada año. Obviamente, la principal oposición llegó de los republicanos. Para éstos, el Ejército francés no era sino una tropa cesarista cuya existencia venía a oponerse a lo que ellos querían realmente, que era “armar al pueblo”. En consecuencia, los escasos diputados de la verdadera oposición anti imperial se embarcaron en una especie de competencia a ver quién exigía una mili más corta: Jules Simon propuso tres meses; Carnot, un año; Alexandre Olivier Glais de Bizoin, dos años.
La ley fue votada finalmente el 14 de enero de 1868. Después de tanta discusión, el viejo sistema de reclutamiento de 1832 se mantuvo. La guardia nacional móvil se declaraba un proyecto muy interesante, pero no se ponían los medios para crearla, tan sólo para estudiar su viabilidad (lo cual suele ser, también hoy, la mejor forma de matar un partido desagradable en un texto legal). En realidad, el único cambio notable que tenía el nuevo texto legal era la reducción del servicio militar, desde los siete años a cinco. En términos generales, por lo tanto, la reforma militar del II Imperio, que se había comenzado a discutir y diseñar para tener una armada más poderosa y capaz, apuntaba justamente hacia lo contrario. Francia, en una extraña ley pendular, cerraba, de alguna manera, su pasado militarista, repleto de brillantes logros que eran admirados en el Imperio y de hecho se aspiraba a repetir; pasando a ser una nación en la que el Ejército ocupaba un lugar mucho menos importante. Una nación que renunciaba a resolver los intensos y grandes problemas internos que pudrían el cuerpo militar, detalladamente descritos por Trochu en su folleto; y que también renunciaba a crecer frente a la amenaza de un ejército claramente a alza que tenía, cada día que pasaba, más ganas de enfrentarse a los gabachos y meterles por el culo lo mismo que le metían a sus cañones.
Este hacer como que las cosas no son como son lo habrían, claro, de pagar muy caro los franceses.
En enero de 1869, de todas formas pasaron más cosas que la reforma militar. En una carta dirigida a los franceses, el emperador anunciaba la remisión de dos proyectos legislativos: uno destinado a suprimir la arbitrariedad en la censura de Prensa, y el otro para mejorar (léase permitir) el derecho de reunión. El régimen, por lo tanto, consciente de su debilidad, hacía un giro liberal.
La ley de Prensa abolía la autorización previa de los periódicos y la figura de la advertencia administrativa; dos previsiones de los tiempos duros del Imperio que, de todas formas, habían caído en desuso en el día a día del país. A pesar de estos avances, la oposición consideró que el texto era insuficiente, pues, entre otras cosas, todavía mantenía los delitos de Prensa, sometidos a la jurisdicción correccional. Las discusiones del proyecto levantaron la susceptibilidad y el miedo de los sectores más conservadores. La emperatriz Eugenia comenzó a presionar a favor de una disolución del Parlamento y Rouher, esta vez, apoyó la idea; aunque, la verdad, el argumento que había esgrimido para convencer a Luis Napoleón de que no hiciese eso mismo por razón de la reforma militar eran exactamente las mismas que recomendaban prudencia en este caso.
El emperador fue quien, esta vez, se negó en redondo a proceder a la disolución. Rouher respondió dimitiendo, aunque es posible que fuese sólo un postureo, porque la verdad al emperador no le costó mucho convencerle de que se quedara.
El proyecto sobre el derecho de reunión no tuvo una suerte diferente. La verdad, era una reforma con la puntita, pues seguía sometiendo la autorización previa de las reuniones políticas. Algún crítico de la norma llegó a escribir, no sin sorna, que aquel proyecto de ley regulaba “el derecho de conferencia”, no el de reunión. En el Cuerpo Legislativo había muchos diputados que deseaban rechazar el proyecto, pero se acabó por votar por una mayoría más o menos convencida.
En el Senado, más problemas. La Cámara Alta no creía que esas medidas fuesen ni necesarias ni oportunas en el momento que estaba viviendo el país; temía estar dándole alas a lo que consideraba reacción. No les faltaban argumentos para creer esto. Como bien sabemos los que ya ganábamos sueldos después de la solemne chorrada aquella de la Expo del 92, lo normal es que iniciativas tan esforzadas como ésa, y la Exposición Universal de París había ido incluso más lejos, no son, para el común de los habitantes del lugar donde se celebran, sino el preludio de un periodo de importantes alzas de precios. París vivió, durante y después la Exposición, una inflación inesperada por muchos, difícil de entender, aunque se basaba en elementos bien claros, como la propia Exposición o la mediocre cosecha cerealista de aquel año. Por otra parte, los movimientos obreros llevaban malquistos ya desde 1867, con huelgas muy frecuentes. Es normal que el Senado, por lo tanto, siendo como era una cámara bastante más conservadora que el Cuerpo Legislativo, pensase que medidas liberalizadoras en ese momento podían suponer echar gasolina a la hoguera.
El país, además, estaba radicalmente dividido en torno a la cuestión religiosa. La oposición republicana y librepensadora, en efecto, había olido la debilidad del régimen, que fue bien evidente en el hecho de que no pudiera sacar adelante su reforma militar y que tuviese que hacer concesiones en materia de libertades civiles; y, en consecuencia, se lanzó en campaña contra el confesionalismo francés. El terreno de enfrentamiento entre laicos y confesionales fue, como en España, la cuestión del librepensamiento: la libertad de determinados intelectuales de expresar ideas rechazadas y aún odiadas por la Iglesia católica. Las fuerzas católicas habían iniciado una campaña para que se regulase la prohibición de que las bibliotecas públicas tuviesen obras de autores como Voltaire, Rousseau, Michelet o Renan; obviamente, las fuerzas liberales se situaron en contra.
La mayoría de esos autores eran clásicos. Pero otros presentaban problemas muy presentes. Ernest Renan, de hecho, estaba en su mejor momento creativo. Este autor es un representante del fructuoso pensamiento liberal religioso del siglo XIX. Es, pues, uno de los principales elementos de una corriente historiográfica y de pensamiento tendente a desbastar el hecho religioso cristiano de mitos, contradicciones y, por qué no decirlo, estupideces, para tratar de establecer la historicidad de la religión. Sus libros, aunque leídos hoy en día aparecen como confesiones de fe bastante claras, fueron altamente escandalosos en su momento, por hacer cosas como descender a los apóstoles a su mera condición humana.
Pero lo importante de todo esto es que todo el mundo en el país sentía la inexistencia de una autoridad que pusiera las cosas en claro, en un sentido u otro. En un área del sudoeste del país, los vecinos de varios pueblos se negaron a aportar efectivos para la guardia nacional móvil. La reacción administrativa fue renunciar a dicha formación. Ése era el sentir general: si empujas suficiente, segur que tomba.
A pesar de la timidez de la reforma en materia de reunión, el París político se aplicó con fruición a aplicarla, lo que generó una renovada afición por acudir a los salones a escuchar a diferentes oradores. Todo se vistió de iniciativas dirigidas a hablar de muy diversas materias como arte, literatura o filosofía; pero, en esencia, se trataba siempre de actos de oposición política en los que se cantaba La Marsellesa y las críticas al clericalismo eran comunes. Los que se pasaron de frenada acabaron en el maco.
Por su parte, la ley de Prensa provocó un renacimiento de las publicaciones críticas. Ernest Picard funda L'Electeur libre; Eugène Pelletan, La Tribune; Le Réveil, La Reforme, Le Rappel. Especial éxito tuvo Henri Rochefort, cronista habitual del Figaro, quien crea una publicación, La Lanterne, que por su tono desenfadado tuvo un éxito inmediato. Tanto éxito tuvo, en apenas tres meses, que el gobierno fue primero contra la publicación y después contra su autor, que se tuvo que refugiar en Bélgica. De hecho, en abril de 1869 Jules Favre calculaba que la aplicación de la parte oscura de la ley de Prensa había provocado 118 denuncias gubernamentales con un resultado de 19 años de prisión y 135.000 francos en multas. En paralelo con todo el desarrollo de la Prensa, en las librerías aparecieron cada vez más obras antinapoleónicas, que el personal adquiría y devoraba. Pierre Lanfrey, con su Historia de Napoleón I, abrió la veda de la interpretación histórica de la figura en modo déspota; sí, ésa que es ahora tan novedosa en la historiografía de los licenciados en Historia.
En este ambiente se iban a celebrar las elecciones de mayo de 1969. En el Cuerpo Legislativo, antes de las mismas, se celebró la típica sesión en la que el emperador habló en tono totalmente autocomplaciente, y la oposición de los republicanos y de Thiers intervino para contestarle que no mamase. Uno de los centros de la polémica fue, por cierto, la gestión del prefecto del Sena, Haussmann, quien se vio ampliamente expuesto a la crítica pública por las pocas ganas que tuvo de defenderlo Rouher, que lo odiaba. Jules Ferry acababa de publicar una obrita, Les comptes fantastiques de Haussmann, que, en tono jocoso, criticaba las obras faraónicas del hombre que cambió París; tuvo muchísimo éxito y, de hecho, prácticamente acabó con su carrera. Finalmente, el punto fundamental de la sesión: la aprobación de un préstamo con el que el Imperio esperaba enjugar su gran déficit, se aprobó por un cortacabeza. La deuda pública, por valor superior a 4.000 millones de francos, se iba amortizando a ratos y de forma totalmente irregular. Pero, claro, el emperador, en todo, como se ve, precursor del político moderno, no había hecho otra cosa que disparar el gasto público: 1.513 millones en 1852, 2.287 millones diez años después.
La tupida red de prefectos provinciales y locales se aplicó sin ningún repudio a la propaganda electoral del régimen. Por su parte, los diferentes grupos de oposición: republicanos, católicos, realistas, obviamente no fueron capaces de formar un frente único. Así las cosas, las elecciones se celebraban en una extrema confusión en la que orleanistas atacaban a legitimistas, socialistas a republicanos.
En la tarde del 4 de mayo, se supo de 3.355.000 votos habían sido para los grupos de oposición, frente a 4.438.000 para el gobierno. Los republicanos habían multiplicado sus votos de forma exponencial en París, en Lyon, Marsella, Burdeos, Rouen, Reims o Estrasburgo. Las segundas vueltas, que fueron muy frecuentes, les darían todavía más sitiales en el parlamento. El orleanismo había sido barrido. Y Luis Napoleón había sido salvado por el voto rural, la Francia profunda.
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