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El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica
La otra baza que le quedaba al Imperio francés, como os he dicho, era Italia. En Italia, sin embargo, había problemas de difícil solución. Durante la visita de Fleury, que se hizo tratando de transmitir todo el buen rollo posible a los italianos, Luis Napoleón había tomado la decisión de lubricar las cosas con el gesto de llamar a casa al regimiento francés que permanecía en Roma (diciembre de 1866). Sólo quedaba en la ciudad un regimiento de voluntarios conocido popularmente como La Legión de Antibes. Habían pasado seis meses sin que nada de importancia ocurriese.
Italia, entonces, estaba embarcada en muchos y graves problemas, centrados, sobre todo, en lo que ha sido y sigue siendo su principal fuente de conflictividad: los conflictos entre regiones. Bettino Ricasoli cayó del ministerio por esta causa, y fue sustituido por Urbano Ratazzi. Una de las primeras cosas que hizo Ratazzi como primer ministro fue irse al Parlamento italiano y declamar un vibrante discurso sobre el problema romano en el que instaba a los propios romanos a resolverlo. En realidad, el tema no era exactamente así; lo que estaba haciendo Ratazzi era tratar de encabronar al que siempre hacía lo que la república italiana no se atrevía a hacer por sí sola: Garibaldi.
Garibaldi, de hecho, entendió el mensaje, juntó una abigarrada tropa y se dirigió hacia Roma. En ese momento, sin embargo, los franceses protestaron oficialmente, por lo que Garibaldi fue detenido por Ratazzi y enviado a Caprera. Sin embargo, para entonces todo el área exterior de Roma era territorio dominado por guerrillas de bandoleros; el reino papal ya se limitaba únicamente a la ciudad.
El emperador francés estaba en Biarritz. Allí recibió al conde de Nigra, quien le intimó a hacer algo ante la posibilidad de que hubiese una revolución en Roma de inciertas consecuencias para un PasPas que carecía de medios para huir. Para el emperador, el escenario era potencialmente catastrófico. Cualquier cosa que tuviese consecuencias dramáticas, o incluso las peores consecuencias, para el jefe de la Cristiandad, siendo como era Francia su defensor oficial, supondría el divorcio definitivo del régimen imperial con la inmensa mayoría católica de Francia. Por ello, le envió una nota al chulo advirtiéndole que, si el status quo de Roma seguía sin respetarse, tendría que enviar, a pesar suyo, un cuerpo armado a la ciudad. Moustier estuvo de acuerdo con esa nota; pero no así pesos pesados como el príncipe Napoleón o Rouher, quienes recelaban de cualquier intervención armada, sobre todo por temor a que ello supusiera la alianza definitiva entre Víctor Manuel y Bismarck. En todo caso, Francia concentró tropas en Toulon, esperando únicamente una orden para bajarse.
Ratazzi, ya lo hemos visto por su actitud inicial frente al tema romano, era un decidido partidario de que Italia rompiese lazos con Francia. Por lo tanto, dado que Víctor Manuel prestó oídos a la nota imperial, se sintió desautorizado y dimitió. Más o menos al mismo tiempo, Garibaldi consiguió escapar de su cautiverio y se presentó a las puertas de Roma al frente de un pequeño ejército. Louis Henri de Gueydon, conde de Gueydon, vicealmirante de la escuadra francesa, comandó una flota que desembarcó algunas tropas en Civita Vecchia. El 30 de octubre, los franceses entraron en Roma de nuevo.
La noticia de que su esperada capital era nuevamente controlada por el ejército francés exasperó a los italianos, que ya son, de natural, bastante exasperables. Para las gentes normales había llegado la hora de salir a la calle a decir las barbaridades más altas que se les ocurriesen; lo cual quiere decir que para los gobernantes había sonado la hora de la prudencia y el pensarse las cosas dos veces. Pero, claro, está el problema de que aquella Italia estuviese gobernada por un chulo de barra americana con pedigree. Víctor Manuel, en una decisión poco meditada, si es que la meditó algo, ordenó a sus tropas regulares que pasaran la raya de Roma. Durante algunos días, todo el mundo creyó que iba a estallar la guerra entre Italia y Francia; Ratazzi y otros nacionalistas se aprestaron a solicitar la ayuda prusiana.
El general Niel le escribió a Mac Mahon, que entonces era gobernador en Argelia, para advertirle que, caso de estallar las hostilidades en Italia, él sería el comandante en jefe de las tropas francesas. También le trasladó la orden de preparar dos divisiones inmediatamente y tenerlas dispuestas para el traslado.
Afortunadamente, aunque durante horas ambos monarcas, Luis Napoleón y Víctor Manuel, parecieron estar ciegos y mudos a toda advertencia y llamada a la racionalidad, finalmente se lo pensaron dos veces y se dieron cuenta del tipo de abismo al que se estaban acercando. El rey italiano, de hecho, acabó por dar la orden a su tropa regular de retirarse, con lo que dejó a Garibaldi sin los apoyos que necesitaba para rebelar a la población romana. De hecho, los franceses y pontificios, unos 5.000 hombres, incluso lo enjaretaron en Mentana, el 3 de noviembre.
El Papa había salvado el gañote una vez más. Sin embargo, el tema estaba lejos de estar resuelto; lo que estaba, sobre todas las cosas, era empantanado. Como siempre que un tema estaba empantanado, el emperador trató de resolverlo por la misma vía: convocando una reunión internacional o, más en concreto, un cónclave que resolviese el problema del poder temporal del PasPas. Sin embargo, el proyecto nunca fue nada más que una idea en un papel manchado. En el Cuerpo Legislativo, Thiers tomó la palabra para decirle al emperador: “Usted dice que tiene una política exterior, pero no la tiene. Usted todo lo que ha hecho ha sido permitir que eclosionen dos entidades políticas en Europa que ahora se dan la mano por encima de los Alpes”. Palabras adelantadas a su tiempo, como bien sabemos, y que también deberían servir para que nos demos cuenta que el pacto del Eje tiene más cimientos que las ínfulas fascistas.
Thiers le reclamó al emperador “que salga para siempre del equívoco”, del hoy opino una cosa y mañana la contraria y ambas veces es verdad, y que declarase, con rotundidad, que nunca dejaría solo al Santo Padre. Rouher tomó este testigo y subió a la tribuna para decir: “Italia no se empoderará de Roma. Jamás.” Su discurso recibió 237 votos a favor y 17 en contra.
Para hacer valer todos estos compromisos, en todo caso, el Imperio francés se enfrentaba a un problema grave, que era la reforma de su ejército. En el último medio siglo, en realidad, los diferentes franceses que habían estado al frente de la gobernación del Estado y, muy particularmente, de los ejércitos, habían vivido un poco de las rentas del hecho, indiscutible, de que había sido un francés, Napoleón Bonaparte, quien había construido una de las maquinarias militares más eficientes de la Historia. Pero eso, lo acabo de decir, era medio siglo antes. Cincuenta años viviendo de que una vez fuiste la Polla de Montoya es la mejor forma de quedarte atrás y caer en la obsolescencia. En Magenta. Francia había utilizado los primeros cañones estriados que disparaban obuses cilindrocónicos. Sin embargo, esta innovación técnica había sido superada por los prusianos, con sus cañones que se cargaban por el culo (lo cual seguro que tiene una palabra técnica; pero es que yo la mili la hice en Infantería), bastante más eficientes y dañinos.
Donde realmente había avanzado la técnica militar francesa era en el fusil, arma fundamental de la infantería. Un obrero de los talleres de Santo Tomás de Aquino, Antoine Alphonse Chassepot, había desarrollo un nuevo fusil que tuvo su bautismo de fuego en Magenta y Solferino. El tema no fue fácil. El Comité de Artillería del Ejército francés declaró que el prototipo era inhábil para la fabricación; pero el chassepot ya había sido presentado al emperador, quien lo había probado y estaba convencido de sus virtudes. El general Randon, ministro de la Guerra, se opuso a que se fabricase. En el otoño de 1866, sin embargo, una orden directa del emperador marcó el comienzo de su fabricación. En 1870, cuando se produjo la guerra franco prusiana, el Ejército francés poseía casi un millón de chassepots.
Pero, claro, las armas no combaten solas. En septiembre de 1866, el Ejército francés estaba compuesto de 288.000 efectivos, de los cuales aproximadamente un tercio se estaban usando en México, en Argelia y en Roma. La leva voluntaria, simplemente, ya no funcionaba. Era necesario reformar el sistema de reclutamiento, estableciendo el servicio militar obligatorio. La cifra temida era 1.100.000, pues ése era el tamaño que se consideraba factible de allegar por Prusia en el caso de un conflicto importante.
El sistema de reclutamiento francés se basaba en una regulación de 1832, ligeramente modificada en 1855. Se basaba en dos grandes elementos: el sorteo y, sobre todo, la posibilidad de redimir el servicio militar mediante el pago de un estipendio.
En octubre y noviembre de 1866, el tema de la reforma militar fue uno de los temas estrella de los encuentros del gobierno siguiendo al emperador, primero en Saint-Cloud y después en Compiègne. El emperador propuso un servicio militar universal y relativamente corto, vertebrado a través de esquemas de reclutamiento regionales. Niel preconizaba la idea de un Ejército fuerte y siempre activo, que se pudiera doblar en caso de guerra con los efectivos de una guardia nacional móvil de unos 400.000 hombres. Al emperador esto, sin embargo, le parecía poca cosa. Seguía empeñado en que Francia tenía que ser capaz de colocar en los campos de batalla por lo menos un millón de hombres porque eso, argumentaba, es lo que va a ser capaz de hacer Prusia. Pero los políticos le contestaron, con bastante buen criterio, que sería difícil, si no de todo punto imposible, que el Parlamento le concediese los créditos y el poder normativo necesario para una operación de esas dimensiones. El general Randon propuso que la duración del servicio se alargase de siete a nueve años. El verso suelto fue Adolphe Vuitry, presidente del Consejo de Estado, quien argumentó que la conscripción militar podría ser inconstitucional. La verdad, los consejos de Estado nunca han servido para una mierda.
Como puede verse, las ideas del emperador no recibieron demasiados apoyos. A decir verdad, el único que se mostró decididamente a favor de él fue el príncipe Napoleón; pero, claro, que un subnormal te de la razón nunca ha sido gran cosa. Sin embargo, el emperador no se arredró y siguió reclamando el servicio militar obligatorio y personal (es decir, no redimible presentando a otro que lo hiciera por ti, como de hecho evitaban el servicio de armas muchos pijos en Francia y España) de tres años; plazo que a los que estuvimos haciendo el soplapollas doce meses saludando a la banderita nos parecerá una enormidad, pero que para los estándares de la época era un parpadeo. Quien le bajó el suflé, sin embargo, fue Charles Jean Marie Félix de La Valette, marqués de La Valette, ministro del Interior. Le vino a decir al emperador que todo su proyecto descansaba en los prefectos, y que éstos no iban a saber hacer bien su trabajo, por lo que a la cañería se le iba a escapar agua por bastantes sitios. Además, le dijo que una reforma así, en la que todo dios tuviese que ir al Ejército, sería largamente contestada por los franceses (ya os he dicho antes que la inmensa mayoría que sale a las calles clamando porque su país vaya a la guerra, o porque se suban los impuestos o se mejoren las pensiones, lo hace porque está pensando que eso lo va a pagar otro. El servicio militar obligatorio venía a querer decir que la guerra era cosa de todos, y eso, lógicamente, cambiaba muchos puntos de vista; por ejemplo, los de las familias que tenían un solo hijo varón). Así que el emperador tornó, finalmente, a adoptar el proyecto de Niel.
El 11 de diciembre de 1866, el Moniteur publicó un texto elaborado por el propio emperador en el que éste le anuncia al pueblo de Francia los nuevos sacrificios que deberá realizar por la defensa del país. El Ejército crecerá exponencialmente hasta los 824.000 efectivos, la mitad en activo, la mitad en la reserva. Servicio de seis años. Guardia nacional móvil de 400.000 hombres, destinada al servicio territorial y acumulable en caso de guerra al Ejército, como las ofertas del Carreful.
A pesar de que, como hemos visto, el proyecto Niel (quien, por cierto, se ganó la cartera de Guerra con esto) se había aceptado porque se había juzgado más aceptable por la sociedad francesa, la verdad es que las críticas y la oposición al mismo surgieron de todas partes y casi inmediatamente. En primer lugar, el proyecto eliminaba el privilegio que hasta entonces habían tenido las clases pudientes a la hora de evitar el servicio; esto, lógicamente, les puso en pie de guerra. Pero, sobre todo, lo que hubo fue mucha inquietud desde el punto de vista del funcionamiento del país. Los economistas y los propietarios de fábricas echaron cuentas y llegaron a la conclusión de que un Ejército de esas dimensiones permanentes era un gran agujero negro que absorbería con violencia la mayoría de los recursos productivos de un país en el que, como todos en aquel entonces, en un montón de movidas sólo trabajaban los hombres.
"...cañones que se cargaban por el culo (lo cual seguro que tiene una palabra técnica...)"
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Eborense, estrategos