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La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
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La entrevista de Plombières
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Magenta y Solferino
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Quién puede fiarse de un francés
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La última oportunidad de no ser marxista
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La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica
En ese momento, se produjo un hecho que vino a complicar todavía más las cosas. En el principado rumano, el príncipe Alejandro Couza se había enfrentado seriamente con los boyardos, su nobleza local, al haber decretado la abolición de la esclavitud; además, estaba en una situación presupuestaria terminal, con el agravante de que entonces todavía no se había inventado el Banco Central Europeo para echar colonia sobre el estiércol. Couza fue arrestado en su mismo palacio y forzado a abdicar. Los nuevos hombres de poder en Rumania exigieron que un príncipe extranjero tomase el poder. Tanto Italia como Francia vieron en esa oferta la oportunidad de obtener el Véneto para la primera: si Austria se convertía en ese nuevo gobernante rumano, podría obtener la compensación necesaria para equilibrar una posible pérdida del Véneto. Inglaterra se puso de canto, sin embargo, por lo que Luis Napoleón acabó por proponer a su sobrino, Carlos de Hohenzollern-Sigmaringen. Carlos tenía entonces 27 años y era teniente en el segundo regimiento de la Guardia prusiana, acuartelada en Berlín.
La propuesta del joven aristócrata prusiano era agradable para Prusia, obviamente; pero, claro, tenía el pero de caer bastante mal en San Petesburgo y en Constantinopla, que recelaban de una germanización tan intensa del principado rumano. Bismarck, viendo la jugada, se apresuró a coger a Carlos y mandarlo a Bucarest a toda prisa. Allí los rumanos lo aclamaron y colocaron en el poder, con lo que, por mucho que el sultán hubiese querido hacer algo para evitar el momio, ya no pudo.
El 8 de abril de 1866, después de muy laboriosas negociaciones, Prusia dio otro pasito hacia su destino firmando un tratado de alianza ofensiva y defensiva con Italia. Ambos países estaban pensando en una campaña corta, de unos tres meses, cuyo objetivo sería el debilitado imperio austríaco. En este tema, Francia estuvo dividida, cuando menos en los altos escalones del poder. Drouyn de Lhuys, para quien la prioridad era conservar la paz en el continente, había intentado convencer a los italianos de no dar ese paso; pero, sin embargo, su jefe, el emperador Luis Napoleón, les había animado, de alguna manera, a darlo. Eso sí, envió al príncipe Napoleón a la corte de Víctor Manuel para asegurarle de que, si Prusia deshonraba sus compromisos, siempre podía contar con Francia.
Esto es así porque el emperador francés, tras haber intentado un par de veces como ya hemos visto realizar un nuevo dibujo del mapa de Europa mediante la diplomacia y los congresos, había llegado a la conclusión de que, puesto que las potencias europeas no querían hablar, esta nueva regulación no podría llegar sino tras una guerra; una guerra en la que él, en todo caso, no quería participar. Lo verdaderamente importante es que Napoleón III consideraba que una guerra europea en algún momento entre 1866 y 1870 era un win-win para él. Si Austria resultaba derrotada, opción que consideraba la más probable, entonces perdería el Véneto; la incorporación de Venecia al Estado italiano podría poner al mismo en condiciones de poder aceptar algún tipo de status quo para el PasPas. Con ello, pues, Francia salvaría su posición y su misión como defensora de los derechos de las nuevas naciones europeas, sin por ello aparecer como enemiga de la religión católica. Y, en cualquier caso, ganase quien ganase, Prusia tendría que acercarse a Francia.
En este entorno, Prusia e Italia decretaron sus respectivas movilizaciones. Austria primero protestó, pero rápidamente les imitó. En Francia, todos estos movimientos provocaron mucha inquietud. El tema se debatió en el Cuerpo Legislativo el 3 de mayo. Allí Rouher dejó claro que Francia quedaría neutral respecto del conflicto pero, se apresuró a matizar, siempre con libertad de acción para reaccionar conforme lo hiciesen los acontecimientos. El discurso fue pastueñamente aplaudido; pero inmediatamente después subió a la tribuna Thiers, quien enfriaría mucho los ánimos gubernamentales. El habilísimo parlamentario francés lanzó sobre la tribuna una idea que no le gustaba nada al emperador, pero que era una gran verdad: en la Europa de cuya situación era en gran parte garante Francia, las pequeñas naciones y nacionalidades no tenían derecho alguno ni podían aspirar a la estabilidad. ¿Acaso no había visto Dinamarca cómo perdía gran parte de su territorio porque a Prusia se le había puesto entre ceja y ceja que lo quería? Ahora, continuó Thiers, Prusia e Italia maquinaban para atacar a Austria y, si salían vencedores, Alemania reconstruiría el imperio de Carlos V (entiéndase: en Francia, mentar a Carlos V es mentar la bicha). Ante un auditorio que había perdido hasta las ganas de interrumpirlo para hacer filibusterismo durante su intervención, el viejo político continuó diciendo que cualquier compensación, cualquier pago, que Francia pudiese estar imaginando como justa contraprestación por su actitud, resultaba humillante para una nación como aquélla. Resulta, la verdad, enternecedor leer cómo un parlamentario buen conocedor de su país y de su Historia podía, a mediados del siglo XIX, sostener que Francia no es una nación de mercaderes sociopolíticos que de desdice de lo que tenga que desdecir, que traiciona todo lo que tenga que traicionar, a cambio del business. Pero, bueno, es que los parlamentarios son así en todas partes.
Como es bien sabido, en aquel Cuerpo Legislativo nadie que se opusiera al emperador tenía la idea de prevalecer por los votos. El juego era prevalecer en la opinión pública. En aquella sociedad parisina y francesa de la época, que devoraba los periódicos de su cuerda y alguno que otro de las cuerdas opuestas, el discurso de Thiers se convirtió en la reivindicación que la Gran Francia. La nación, más que poderosa, orgullosa, que no se dejaba malvender por unos intereses y que, sobre todo, no se amilanaba ante la presión de unos putos alemanes.
El emperador, sin embargo, seguía presionando para que Francia movilizase un contingente por lo que pudiera pasar. Mientras tanto, su ministro de Exteriores, más prudente, trataba de que hablase la diplomacia. Drouyn de Lhuys, en efecto, logró impulsar una especie de congreso por email, en el que las diferentes cancillerías se intercambiaron notas, informes, proposiciones, aceptaciones y rechazos. Bismarck, que no entendía todo ese juego de la yenka diplomática en ese momento procesal, se limitó a preguntarle fríamente a los franceses, a través del embajador en Berlín, qué es lo que querían recibir como compensación.
Quien movió ficha fue Metternich (el embajador, obviamente) quien, a nombre de Austria, le hizo una oferta a Persigny: la cesión del Véneto a Italia por parte del Imperio. A cambio, Francia no sólo guardaría la neutralidad durante una guerra austro-prusiana, sino que se las arreglaría para que Italia hiciese lo propio. En caso de ganar Austria, ésta haría suya Silesia y luego miraría para otro lado cuando Francia hiciera de las suyas de su lado del Rhin.
Luis Napoleón recibió la oferta austriaca con mucho escepticismo. No cuadraba nada con el papel que había imaginado para sí mismo. En la práctica, le obligaba a tomar partido en la conflagración demasiado pronto cuando, como ya os he dicho, lo que él quería era permanecer au dessus de la melée durante todo el rato para descender, como una rapaz, sobre el cadáver cuando ya lo fuese. Le comunicó la oferta de Viena al rey Víctor Manuel y su primer ministro La Marmora. Los italianos se sintieron bastante tentados de considerar la oferta, puesto que estaban en la alianza prusiana por lo que estaban. Sin embargo, hasta el 8 de julio no les vencía la ligadura a Prusia de tres meses que habían firmado, por lo que le dijeron al emperador que le tocaba ganar tiempo. En esas circunstancias, lo mejor era desenterrar la idea de Drouyn de Lhuys de celebrar un congreso.,
Hasta entonces, además de Francia que lo patrocinaba, Inglaterra y Rusia se habían mostrado partidarios de la reunión. Sin embargo, ésa era la parte fácil. Austria simuló aceptar la reunión, pero le puso tantas condiciones que, en la realidad, lo rechazó.
En esta situación de impasse, en el seno del gobierno imperial también había opiniones para todos los gustos. Duruy, por ejemplo, opinaba que Francia debía hacer todo lo necesario para obtener la adhesión de Renania. Persigny era un poco de la misma opinión, pues consideraba que había que alimentar el belicismo prusiano, pero había que hacerlo dejándole claro a los alemanes que nunca se les permitiría controlar las dos orillas del Rhin. El punto en el que parecía existir más acuerdo era en la neutralidad francesa ante el conflicto que se preparaba; pero, al mismo, tenía que estar bien preparada, porque tenía que defender sin ambages el principio de que el futuro estatuto de Prusia se tendría que elaborar con su colaboración y aquiescencia. Como ya os he dicho, el emperador aspiraba a ser el árbitro, y a la vez uno de los beneficiarios, del conflicto.
El 14 de junio, la Dieta decretó la movilización del ejército federal. La Alemania del sur, como era de esperar, se colocó del lado de Austria. Prusia ocupó Hannover, Hesse, Sajonia, e hizo prisionero, en Langesalza, al pequeño ejército de Hannover. Los prusianos no desplegaron tropas en el Rhin pues, declararon, se fiaban de la lealtad de Francia (le dijo la sartén al cazo). Esto le permitió lanzar todas sus fuerzas hacia Bohemia.
Italia, por su parte, también entró en campaña. Las tropas italianas pasaron el Mincio, pero los austríacos, salidos desde Verona, cayeron sobre ellos el 24 de junio en Custozza, comandados por el archiduque Alberto de Austria-Teschen, hijo del archiduque Carlos, que tanto había luchado contra Napoleón. Berto tenía 70.000 hombres que oponer a los 130.000 alegres soldados que Víctor Manuel había reunido. Sin embargo, una vez más en la Historia los italianos habrían de hacer verdad su posición de ser unos de los peores combatientes que han visto los tiempos. Como en la Gran Guerra en varios frentes, en la segunda en Grecia, como en Guadalajara durante nuestra Guerra Civil, los italianos habrían de demostrar, una vez más, que una cosa es lo que dicen que hacen y otra lo que hacen. Con una importante inferioridad numérica, los austríacos supieron sacar petróleo de su posición, estratégicamente mejor; y, sobre todo, del hecho de que la oficialidad italiana estaba formada por mandos bastante cuestionables, que de avanzar por la campiña para arrancarle las tripas al Papa sabían mucho, pero de hacer la guerra de los mayores no tenían ni puta idea. Al asunto, además, se unió el propio rey Victor que, como todos los chulos, no tenía ni puta idea de lo que no sabía, considerándose a sí mismo la Polla de Montoya de la estrategia mundial de todos los tiempos; y que, en consecuencia, dio varias órdenes que, de hecho, fueron igual de efectivas que ordenarle a los soldados que se clavasen la bayoneta en los huevos. Dios guarde al desgraciado soldado de cuota de los eméritos sin puta idea.
Después de Custozza, pues, los austríacos podían hacer lo mismo que los prusianos: centrarse en un solo frente. Los prusianos, cuando se dieron cuenta de ellos, ordenaron a tres de sus ejércitos, presentes en el sur, para que avanzasen a toda velocidad. Bajo el mando de Guillermo, del príncipe real y el príncipe Federico Carlos, penetraron en Bohemia y el 3 de julio se establecieron en la región montañosa de Sadowa, frente a las tropas austríacas al mando del general Ludwig August Ritter von Benedek. Benedek ya había sido derrotado en una gran batalla: Solferino; y da toda la impresión de que eso le había convertido en un general extremadamente prudente que sólo iba al enfrentamiento si no tenía más remedio. El 1 de julio, de hecho, estaba presionando a su emperador para que concluyese una paz como fuese.
Los austríacos superaban a los prusianos en artillería; pero Benedek sabía que los prusianos tenían un fusil nuevo, mucho más eficiente. Aparte, los austríacos habían elegido mal su posición, demasiado cerca del Elba. Sin embargo, la batalla, por mucho que lo intentó el austríaco, no pudo evitarse. Así pues, comenzó como un enfrentamiento entre dos ejércitos de unos 200.000 hombres. Los cañones austríacos causaron graves pérdidas a Federico Carlos. A mediodía, la línea prusiana parecía rota y la duda era si Benedek avanzaría al ataque.
Años después, Bismarck contaría que, en ese momento, él encendió un puro que le ofreció Moltke. Dice que se hizo la íntima promesa de que si el ejército prusiano no había conseguido fijar el frente cuando terminase el cigarro, se pegaría un tiro en la cabeza. Cuando estaba fumando, se escuchó un cañonazo; la señal del ejército del príncipe real, que llegaba de refuerzo. La línea prusiana recuperó solidez y comenzó a empujar a los austríacos hacia el Elba. Benedek ordenó la retirada sobre Königgratz. El ejército austríaco comenzó una retirada confusa. En el campo de batalla, 20.000 cadáveres imperiales, a los que había que unir los prisioneros. Los prusianos habían tenido 10.000 bajas.
Y tenían franco el camino hacia Viena.
El arma secreta prusiana (bueno, no tanto, porque a Dinamarca ya la combatieron con ella) era el fusil Dreyse, uno de los primeros fusiles de cerrojo, aguja percutora, y cartucho completo.
ResponderBorrarEspoiler: luego los franceses se armaron del fusil Chassepot, aún mejor, a tiempo para 1870.
Eborense, estrategos