Cuando Franco decidió mutar en Franco
La entrada de los Estados Unidos en la guerra mundial supuso un problema para España desde muchos puntos de vista. Pero, quizás, el más impactante para la pequeña historia que estamos contando aquí es el hecho de que Washington, tras la Conferencia de Río, arrastrase a la comunidad latinoamericana a romper sus relaciones con el Eje. Personalmente, creo que ponerse a discutir sobre si Franco tuvo, o no, la presciencia de darse cuenta de que Hitler iba a perder la guerra es una discusión inútil. Y es inútil porque yo creo que no fue el Franco militar el que tomó la decisión de tomar distancia con el Eje, sino el Franco jefe de un Estado que ahora se encontraba con que la partida diplomática mundial (antes incluso que la bélica) se ponía en contra de sus aliados y, por lo tanto, puesto que era un país no beligerante, tenía la flexibilidad de quitarse de en medio, y la necesidad de utilizarla. Como digo, cuándo se dio cuenta Franco de que Hitler perdería la guerra es lo de menos; lo demás es cuándo se dio cuenta de que no podía enfrentarse frontalmente con los Estados Unidos.
Quien sí que lo tenía claro, porque en esto tenía las
manos menos atadas, era el Vaticano. En mayo de 1942, el nuncio Cicognani cursó
a los obispos españoles la instrucción de que había llegado el momento de
atizarle al nacionalsocialismo por su racismo y postulados antirreligiosos.
Quien tomó ese rábano por las hojas fue el obispo de Calahorra, monseñor Fidel
García, quien publicó una pastoral virulenta contra los nazis que circuló por
España más que los huevos Kinder, animada por la propaganda inglesa, que hizo
nada menos que medio millón de folletos con el texto (hay, por cierto, un
libro reciente sobre este obispo que merece una lectura).
En ese momento, el Estado franquista se planteó tres
grandes cosas para garantizar su supervivencia; la primera, el acercamiento,
mediante algunas de sus terminales, a los aliados; la segunda, la tentativa de
erigirse en árbitro bueno de la situación, apostando por un final pactado de la
guerra en el que pudiera actuar de mediador entre las partes (y sacar la
correspondiente tajada); y, en tercer lugar, abordar la definición constitucional
del Estado para evitar su timbre de provisionalidad de dictadura militar y
ganar prestigio internacional con ello (el proceso que acabaría por declarar
que España era un reino sin rey a las órdenes de Franco).
En el marco de este proceso, Yanguas recibió la orden de
sondear las ideas del Papa sobre la materia, aprovechando las celebraciones de
su jubileo episcopal. En paralelo, el conde de Jordana diseñó para Franco un
programa diplomático que buscaba convertir a España en el primer país que se
convertía en valedor de los principios de política internacional expresados
desde el Vaticano. Para ello, el gobierno franquista se planteó obtener la
solidaridad y el apoyo, no sólo del propio Papa, sino de los países europeos
más netamente católicos (Portugal, Irlanda y Hungría), a los que se quería unir
a Suiza y Suecia como países neutrales. Después de eso, se pensaba hablar con
los Estados Unidos para que participase en una gestión conjunta con España
frente al Vaticano; la participación estadounidense debería recabar la
solidaridad latinoamericana. Todo habría de cristalizar en una propuesta de
paz.
En septiembre de aquel 1942, Myron Taylor, representante
de los Estados Unidos ante el Vaticano, estuvo en Madrid; los españoles le
comieron la oreja con el que sería su machaca exitoso durante los próximos
años: el peligro comunista. Ya a finales de octubre, Jordana se entrevistó con
Teotonio Pereira, embajador portugués en Madrid. Ambos apreciaron sintonía y
avance, y el hecho es que para finales de noviembre se preparó un encuentro de
Jordana con altos representantes lusos en Lisboa.
En el fondo de todos estos contactos se encuentra la
mutación cuidadosamente diseñada en El Pardo: España, sin dejar de ser país no
beligerante, pasaba de ser una nación decididamente proalemana y con veleidades
fascistas para pasar a ser una nación frontalmente opuesta al peligro comunista
y, en esa tentativa, fuertemente soldada a las concepciones vaticanas; lo cual,
según esta teoría, le daba el “derecho” de tratar de coordinar internacionalmente
a los países católicos no beligerantes ya citados.
Todos estos movimientos vinieron a coincidir con la
sustitución de Yanguas Messía al frente de la embajada española cabe el
Vaticano por Domingo de las Bárcenas. A Las Bárcenas, sin embargo, el cardenal
Maglione no tardaría en echarle un jarro de agua fría con el tema del plan
internacional español. Sin dejar de reconocerle, de boquilla, que España era el
único país que estaba en condiciones de ser escuchado por ambas partes
beligerantes, le dejó muy claro que el Vaticano, pieza fundamental en el
montaje de El Pardo, no estaba por la labor de hacer ese viaje en la bicicleta
de Franco.
Poco tiempo después, el propio Papa recibió al embajador.
Lo primero que hizo fue informarle de que había escrito a Franco solicitándole
el regreso a su diócesis del cardenal Vidal. Franco le contestaría en febrero
de 1943 con múltiples expresiones de candor y obediencia católica, pero
dejándole claro que consideraba que la vuelta de Vidal supondría un grave problema
para la convivencia pacífica en España; así pues, el curita se quedaba donde
estaba. Parece ser que Vidal, antes de fallecer en septiembre de 1943, hizo un
intento de desembarcar en Barcelona por vía aérea, pero la policía lo pilló y
lo devolvió.
En lo que Pacelli se mostró más claro todavía que su
secretario de Estado era el tema del plan internacional de lavado de imagen de
Franco. No albergaba dudas, le dijo a Las Bárcenas, de la sinceridad de las
convicciones anticomunistas del general Franco; pero él, como pontífice, no
podía olvidar que el comunismo no era el único peligro que acechaba en el
tablero. Se refería, claramente, al nazismo.
Fue esta presión la que, de alguna manera, inventó lo que
luego se ha dado en llamar nacionalcatolicismo. Ciertamente, el bando nacional
se alzó contra la República, entre otras cosas, en defensa de la religión
católica. Ciertamente, el nuevo Estado surgido tras la guerra civil nunca habría
renunciado a su identificación católica. Pero eso no nos debe nublar: también
radicalmente católica era Irlanda. Y, desde luego, eso habría supuesto, como
supuso, que determinadas cosas, como el divorcio o el aborto, llegasen con
mayor retraso a nuestro país como han ido llegando, por ejemplo, a Irlanda.
Pero no quiere decir, exactamente, que la Iglesia y el Estado se
interpenetrasen de la manera que lo hicieron en España. Esto fue fruto de la
necesidad de Franco de convertirse, a partir sobre todo de la segunda mitad de
1942, en un estadista diferente del que él mismo había sido desde la primavera
de 1939.
A principios de abril de 1942, cualquier persona en el
Ministerio de Asuntos Exteriores os habría dicho que el plan Franco,
normalmente conocido como Plan D o Plan Doissounave por quien fue su principal
muñidor, iba de cine. Sin embargo, se jodió en una semana, porque el día 8
Irlanda comunicó que no participaría y, el 12, Suiza también se giñó. Detrás de
todo ello estaba el hecho de que las principales naciones beligerantes estaban
en contra del plan, aunque por motivos distintos. Este fracaso provocó que el
franquismo iniciase un movimiento que, la verdad, de haber sido un régimen
inteligente, habría ensayado antes: intentar, sólo o en compañía de otras
potencias católicas, que Alemania cediese a la presión contra las instituciones
religiosas. De esta manera, buscaba España que al Papa no le quedase más
enemigo que el comunismo (lo cual convertiría a España en su mejor amigo,
claro). Berlín , sin embargo, se mostró enormemente renuente a colaborar; en
ese momento ya recelaban bastante de Franco, puesto que España, iniciando una
iniciativa que, cuando menos teóricamente, tenía que terminar en un acuerdo de
paz, se negaba la única tesis defendida por los alemanes, que era la victoria
total. Con el atentado contra Hitler, los Estados Unidos hicieron algunas
gestiones para saber si Madrid podría ser el teatro de conversaciones de paz,
pero yo creo que lo hicieron sin mucha convicción; España, desde luego, se
mostró dispuesta a participar en esas iniciativas. Franco, sin embargo,
aparentemente siempre pensó que Alemania no sería definitivamente derrotada,
por lo que todas sus gestiones despidieron siempre un tufo “de parte” que hizo
más aconsejable a los aliados, conforme fueron teniendo más fuerza, fiarse de
teatros de negociación más lógicos, como lo fue, por ejemplo Suecia.
Al fin y a la postre, pues, España no consiguió ser el
mediador bienintencionado que había decidido ser para consolidar su posición
internacional; cosa que pagaría cara cuando se formasen las Naciones Unidas y
comenzase el largo proceso de aislamiento del franquismo; el cual, sin embargo,
contó con un inestimable aliado en el
bando republicano en el exilio, torpón, dividido, que nunca entendió que,
sin coordinación con la oposición interior, no iba a ningún lado y que, salvo
honrosas excepciones, tampoco entendió que enrocarse en un republicanismo con
no muy buena prensa no era la mejor de las estrategias.
Sin embargo, lo que sí consiguió España a cambio de sus
gestiones fue la identificación con el Vaticano; algo que le vendría muy bien
con el tiempo. España volvería a convertirse en el baluarte de la Santa Sede,
especialmente en aquellos tiempos, que fueron varios, durante los cuales el
gobierno de la Iglesia pasase por etapas de corte más conservador. A la postre,
pues, España se cobraría en el ámbito internacional parte de los favores que
creía haber realizado a la Iglesia católica, y que, realmente, conformaban una
deuda bastante abultada.
Dicho esto, espero haberos convencido, en estas notas, de
que la relación entre Franco y la Iglesia, incluso en los primeros tiempos de
su régimen, no fue un lecho de rosas. He escrito estas notas no porque tenga
proclividad por los mismos; en realidad, ninguno de los dos bandos del
enfrentamiento me cae muy simpático. Pero, cuando se lee Historia (yo no soy
historiador, ni tengo ganas de serlo) acaba por sufrirse un picor muy molesto,
que es el que se produce cuando te das cuenta de que hay hechos que son pasto
de tópicos, de verdades más tocadas de la fe que del conocimiento; y, por mucho
que te rasques, el picor nunca desaparece.
No sé si me he rascado lo suficiente, pero por lo menos
quiero dejar este mensaje postrero. Sin cuestionar que el franquismo, en todos
los universos posibles que puede ver Griffin, el arcaniano pentasimensional de Men in black III, fue y hubiera sido un
régimen de misa diaria y educación a golpe de Ángelus, no fue, ni mucho menos,
una balsa de aceite diplomática para el Vaticano, arrastrado por su necesidad
imperiosa de cerrar cualquier hemorragia democratista o nacionalista en el
episcopado español.
Y tampoco debéis olvidar que el general Franco, como le ocurre a todas las
personas que entienden de política y practican ese entendimiento, nunca tuvo,
esto debéis entenderlo; nunca tuvo amigos.
Sólo aliados.
La guerra civil española y el franquismo (la II República, desgraciadamente, ya no tanto) son experiencias intelectuales apasionantes. Están, desde luego, entre los episodios históricos que a mí me fascinan; y los episodios históricos que a mí me fascinan, como puedan ser el Concilio de Trento, la Inglaterra de Isabel (primera), el II Imperio francés o el derrumbe de la URSS, siempre me fascinan por lo mismo: por su complejidad. La GCE y el franquismo son, ambos casos, dédalos complejísimos de factores, de protagonistas, de tendencias, de ambiciones. Cada vez que leo en las redes, normalmente en Twitter, a alguien, normalmente educando en Historia, que dice rayarse con cualquiera de estos dos temas: la guerra civil o el franquismo, me entra una pena horrorosa, porque yo creo que debería ser exactamente al revés. Como españoles, es medio siglo de nuestra Historia que debería fascinarnos porque, por muchos años que lo estudiemos, nunca terminaremos de desbastarle todos los matices.
Paradójicamente, los pueblos suelen hacer con sus grandes sucesos históricos justo lo contrario. Los convierten en argumentos sencillos, fáciles de explicar; en cosas que caben en un esquema de ésos que se hacen para pasar una Selectividad pastueña. El proceso de hacer nuestro un pasado, o de alejarnos completamente de él para poder rechazarlo a gusto, normalmente necesita de este tipo de simplificación basta en el que los procesos históricos se convierten en la interacción de seres unidimensionales. La Historia ya no la construyen complejos mamíferos homínidos sino organismos unicelulares que sólo saben hacer una cosa. Y, repito, es una lástima.
Los cinco primeros años de mando del general Franco desde que lo nombraron Generalísimo y él entendió que lo nombraban Jefe del Estado son la leche. Son años en los cuales Franco fusiló a falangistas y ordenó la censura de cartas pastorales escritas por cardenales de la Iglesia Católica. Años muy complejos, años en los que al general le fue imposible esconder esa complejidad; una labor a la que se aplicaría las siguientes cuatro décadas, sin conseguir alguna vez sus objetivos. Es esa complejidad la que yo he tratado de trazaros en esta serie.
En tiempos de simpleza como los nuestros, este tipo de esfuerzos comportan una gimnasia necesaria.
Pour en savoir plus:
Aguirre Prado, Luis. La
Iglesia y la guerra española.
Comas, Ramón: Isidro
Gomá, Françesc Vidal i Barraquer. Dos visiones antagónicas de la Iglesia
española de 1939.
Garriga, Ramón. El
cardenal Segura.
Gil Delgado, Francisco. Conflicto Iglesia-Estado.
Giménez Martínez de Carvajal, José: Relaciones de la Iglesia y del Estado.
Gómez Pérez, Rafael: Política
y religión en el régimen de Franco.
Marquina Barrio, Antonio: La diplomacia vaticana y la España de Franco.
Muntanyola, Ramón: Vidal
i Barraquer, el cardenal de la paz.
Petschen, Santiago: La
Iglesia en la España de Franco.
Los acuerdos entre
la Iglesia y España. Biblioteca de Autores Cristianos.
Fantástica serie. He aprendido mucho.
ResponderBorrarExcelente serie. Para mí totalmente desconocida y, puedo asegurar, que quedo convencido de algo que antes no sabía, que la relación entre Franco y la Iglesia no fue un lecho de rosas. Eso sí, le deja a uno la sensación de inconclusa, ¿qué firmaron finalmente? Una búsqueda rápida me ha llevado a https://es.wikipedia.org/wiki/Concordato_entre_el_Estado_espa%C3%B1ol_y_la_Santa_Sede_de_1953
ResponderBorrarGracias y ya espero con ansias la próxima.
Podrías ser un poquito menos ampuloso. Nunca se sabe si se trata de una metáfora, un palabro traído de otro idioma o una errata :¿pentasimensional?
ResponderBorrarTienes que ver Men in Black
Borrargracias por la serie!
ResponderBorrarComo siempre, una serie genial e interesantísima! Muchas gracias!
ResponderBorrarNo entiendo por qué no cita usted entre la bibliografía sobre el tema el libro de Luis Suárez Fernández "Franco y la Iglesia", título que, por cierto, viene pintiparado para esta serie de artículos, mucho más que el de "Franco y Dios". El mismo Franco comentó en alguna ocasión que "Dios y la Religión son una cosa, y la Iglesia temporal, otra."
ResponderBorrarPues tienes razón. Es un olvido bastante imperdonable por mi parte.
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