Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido
Pero regresemos al tracto argumental fundamental de esta serie, que no es la peripecia de la Guerra de la Independencia, sino la de los que no hicieron esa guerra, es decir, la familia real. Y recordemos que habíamos dejado a la reina de Etruria dispuesta a conspirar contra Napoleón.
En efecto, María Luisa de Borbón era de esas personas, que la verdad cada día te encuentras diez o doce así, que se creían más listas que todo el mundo. ML se creía, de hecho, tan lista, que se consideraba capaz de conspirar, prácticamente sola, contra Napoleón. Así pues, cuando llegó a su encierro en Niza, a ello se aplicó con la ayuda de su fiel mayordomo mayor, Francisco Sassi della Tossa; y de un comerciante de Liorna, Gaspar Chifenti, con el que había trabado una profunda amistad en sus tiempos de reina de Etruria.
En efecto, María Luisa de Borbón era de esas personas, que la verdad cada día te encuentras diez o doce así, que se creían más listas que todo el mundo. ML se creía, de hecho, tan lista, que se consideraba capaz de conspirar, prácticamente sola, contra Napoleón. Así pues, cuando llegó a su encierro en Niza, a ello se aplicó con la ayuda de su fiel mayordomo mayor, Francisco Sassi della Tossa; y de un comerciante de Liorna, Gaspar Chifenti, con el que había trabado una profunda amistad en sus tiempos de reina de Etruria.
Ni
corta ni perezosa, la lissssta de María Luisa se dedicó a
escribirle cartas conspiratorias a agentes ingleses, imperiales y de
la Corte de las Dos Sicilias; cartas que los franceses tardaban cero
coma en interceptar. Muy pronto los inocentes emisarios de esta tonta
del culo fueron detenidos, y los franceses montaron un proceso que,
por sentencia de 24 de julio de 1811, absolvió a los criados por
considerarlos unos pingaos que ni sabían en lo que estaban
implicados, pero condenó a muerte a Sassi y Chifenti. A Sassi, por
contarlo todo, decidió indultarlo Napoleón cuando quedaba un
cortacabeza para su fusilamiento. De hecho, todo fue algo
perfectamente montado por Napoleón. A la recepción de la sentencia,
el emperador le escribió al general Pierre Augustin Hulin (un tipo
interesante, que fue uno de los que tiraron más del personal en la
toma de la Bastilla), que entonces era el gobernador del castillo de
Vincennes, donde estaban presos los condenados. Le dio orden tajante
de fusilar a Chifenti porque, dijo, era “un miserable espía”;
pero, en el caso de Sassi, ordenó que fuese trasladado al lugar del
fusilamiento y, tras haber presenciado la muerte de su compañero, le
fuese comunicado el indulto. A Napoleón le salió la jugada
redonda, pues Sassi habría de morir unos días después, sin
reponerse de la impresión.
María
Luisa era tan lisssta que ni siquiera se coscó de que los franceses
iban detrás de ella hasta que éstos hubieron detenido a todos los
implicados en la conspiración y hubieran acopiado todas las pruebas
necesarias. Sólo entonces entraron en su domicilio, lo registraron,
y allí la dejaron prisionera. Napoleón le retiró su pensión. Allí
permaneció sin saber nada de nada, totalmente aislada, hasta que, el
2 de agosto, le fue comunicado el resultado del proceso, la condena y
la ejecución de Chifenti. Se le comunicó, además, que aquel mismo
día debía salir hacia Roma, acompañada apenas por un criado y por
su hija; su hijo primogénito iba a ser forzadamente entregado a sus
abuelos, los reyes padres. En Roma, se le informó, viviría en el
convento de San Domingo y San Sixto (un planazo). Allí quedó a las órdenes de
la priora, su cuñada la princesa Carlota de Borbón, hija del duque
Fernando de Parma.
En lo
tocante a los reyes padres, Carlos se las había ingeniado finalmente
para comprar una finca cerca de Marsella. Allí tenían una
existencia que, si bien no era la que ellos habían imaginado
(Carlos, sin ir más lejos, apenas podía dar salida a sus pasiones
cinegéticas), estaba bastante bien. Sin embargo, la cosa cambió
cuando los franceses les comunicaron la conspiración de su hija
María Luisa la lissssta. La forma en la que Napoleón se desempeñó
con la hija de los reyes provocó que, por primera vez, Carlos, que
muy listo tampoco era, comenzase a plantearse que tal vez el
emperador no era tan buena gente como él y su señora habían
imaginado. Esto lo colocó en posición teórica de atender a los
diversos cantos de sirena que le fueron llegando respecto de su
posible liberación; pero tengo por cierto que ninguno de ellos fue
siquiera intentado. Carlos estaba viejo, gordo, gotoso, acabado.
Tenía que ser consciente, por lo demás, de que las noticias secretas
que le llegaban de cuando en cuando sobre lo bravamente que se
batía el pueblo español no iban, en realidad, con él; nadie estaba
disparando un solo tiro para conseguir su regreso personal.
En
todo caso, Napoleón, que entendía algunos fenómenos incluso mejor
que quienes los protagonizaban, había decidido que quería sacar a
Carlos y María Luisa de Francia. Incluso lo debió de consultar con
el propio rey, pues en la primavera de 1811 fue informado de que
Carlos no pondría ningún obstáculo a su traslado a Roma. Sin
embargo, no fue hasta el 25 de mayo de 1812 que los reyes padres no
salieron hacia la capital italiana, instalándose en el Palazzo
Borghese.
En todo caso, el destino más importante de todos es el de
su hijo Fernando; así pues, deberemos volver a Bayona.
En
carta de fecha 9 de mayo, dirigida a Talleyrand, es la primera vez
que Napoleón se refiere a la suerte de Fernando. Según todos los
indicios, la intención del emperador desde el principio era hacer
dos mitades borbonas muy distantes entre sí: por un lado, los reyes
padres, Godoy y Francisco de Paula Antonio; por otro, Fernando,
Antonio y Carlos. Se ocupó primero del primero de estos grupos y,
cuando lo tuvo claro, ya se puso con el segundo.
El 7
de mayo, dos días antes de la carta, Napoleón habló personalmente
con Escoiquiz; le dijo que había decidido que el trío de la bencina
previamente citado se estableciese en Valençay, en el castillo
propiedad del príncipe de Benevento, Charles Maurice de Talleyrand
Périgord, quien ya estaba avisado y los esperaba. Dado que los reyes
padres partirían el día 9, ellos debían estar dispuestos a hacer
lo propio el 10. Escoiquiz refiere en sus memorias que pidió un
aplazamiento del viaje, pero que Napoleón se negó. Asimismo,
Napoleón le propuso a la mano derecha de Fernando que éste
repitiese el gesto de su padre de ceder la corona de España, momento
tras el cual estaba dispuesto a firmar un documento con él, con su
hermano y su tío, garantizándoles la pasta, los privilegios, esas
movidas.
Aparentemente
sin esperar a la respuesta de los Borbones a esta propuesta, el
mariscal Duroc se presentó pocas horas después ante los parientes
con un borrador del convenio ya elaborado. Los tres Borbones,
Fernando, Antonio y Carlos, celebraron una breve conferencia en
solitario tras la cual llamaron a Escoiquiz para comunicarle que
aceptaban las condiciones del emperador. El laberíntico e hipócrita
Escoiquiz, en sus memorias, se apresura a aseverar que, esa vez, se
había excusado de dar consejo alguno a su rey sobre el negocio que
se le proponía. Él, que opinaba hasta sobre la marca de papel
higiénico con la que debía limpiarse su regio culo. A todas luces,
el canónigo, a pesar de estar personalmente diseñado para afrontar
las más repugnantes cesiones, era consciente, cuando escribió sus
memorias, de que dicha aceptación no tiene un puto pase.
Literalmente, el rey de España cambió un país por su bienestar
personal. Tal cual.
Se
podrá decir: estaba preso en Bayona, poco podía hacer. Pero hay
alguna que otra cosa que se puede apostillar. Primero, estaba en
Bayona porque quería. Fueron muchos, y con argumentos potísimos,
los que le intimaron para no pasar ni de Vitoria; pero él pasó, y
no puede decir ante la Historia que en el momento de hacerlo
estuviese tan preso como acabó por estarlo en Bayona. Segundo: a un
rey, a un jefe del Estado, le cabe la obligación de mantener siempre
la compostura y defender con todos sus actos la idea de que la
soberanía de su nación no la toca ni dios. Si el rey es muerto,
anda que no hay, de cualquier dinastía reinante, elementos por aquí
y por allá de los que hacer uso en ausencia del primero. Borbones
había decenas por toda Europa, y Napoleón no podía matarlos a
todos; eso lo sabía perfectamente Fernando. Pero Fernando quería
que no lo mataran a él. Fernando quería ser: o bien, un
aristócrata real fuertemente subvencionado mientras Napoleón
mandase; o bien, el receptor de España si perdía. Cualquier otra
cosa no le valía. Por eso, en lugar de entregar su bienestar
personal, su vida incluso, en defensa de la idea de que sólo los
españoles deciden quién les reina, lo que hizo fue todo lo
contrario: garantizarse dicho bienestar personal.
Con
dos cojones Borbones.
El
día 8, Escoiquiz transmitió dicha aquiescencia a Napoleón, y es
por eso que al día siguiente el emperador pudo escribirle ya a
Talleyrand contándole toda la movida.
Así
la cosa, los tres borboncillos salieron de Bayona hacia Valençay el
día 10 de mayo por la mañana, camino de un cautiverio que ya lo
querrían para sí el 99,9% de los cautivos de la Historia. En
Bayona quedó Escoiquiz para firmar con Duroc el convenio. Un acuerdo
que decía:
- Fernando se adhería a la cesión a la corona.
- Napoleón le concedía el tratamiento de Alteza Real en Francia.
- Se les cedía la posesión de Navarra.
- Se les concedían 400.000 francos de renta, más una renta vitalicia de 600.000.
A
cambio de este convenio que, como vemos, era notablemente positivo
para ellos, Nando, Charlie y Toño, a cuál de los tres más traidor,
redactan una proclama, fechada en Burdeos, el 12 de mayo, que no
tiene desperdicio. Le dicen estos valientes al pueblo español que
“todo esfuerzo en favor de sus derechos parece sería inútil, sino
funesto, y que sólo serviría para derramar ríos de sangre,
asegurar la pérdida cuando menos de una gran parte de sus provincias
y las de sus colonias ultramarinas” (tiene huevos que digan esto
los Borbones, cuando las colonias, en realidad, se perdieron, más
que nada, por causa de la guerra que ellos, no el pueblo
español, declararon contra Inglaterra en el marco de su inteligencia
de familia con los franceses).
En la
proclama, estos tres pollos tienen los santos cojones Borbones de
llegar a decir que han “sacrificado sus intereses propios y
personales”; y, por supuesto, conminan a los españoles a
“mantenerse tranquilos, esperando su felicidad de las sabias
disposiciones y del poder del emperador Napoleón”.
Ayerbe
cuenta es sus memorias que en Burdeos, el mismo lugar donde los tres
Borbones firmaron su proclama, hubo esperanzas de una fuga, pero que
“las personas que proyectaron nuestra fuga no la supieron
disponer”. Yo, la verdad, nunca le he creído. La lectura de la
proclama, incluso a través del prisma de la obligación de quien es
preso de los franceses, da que pensar que los de la bencina no tenían
demasiadas ganas de batirse el cobre en una fuga peligrosa.
Finalmente,
el 18 de mayo los tres príncipes de España, como los conocían los
franceses, llegaron a Valençay. Con ellos viajaban el duque de San
Carlos, el marqués de Ayerbe, el marqués de Guadalcázar, el de
Feria, Escoiquiz, Blas de Ostolaza, el mariscal de campo Antonio
Correa, y 42 personas más.
Talleyrand
cuenta en sus memorias que toda esa gente llegó en unos viejos
carruajes de tiempos de Felipe V (o sea: como llegar hoy en coches de
los años sesenta del siglo pasado), y que eso le causó una
impresión muy negativa. Esto pudo causar aquello de lo que se queja
Ayerbe, quien dice que Benevento los recibió muy seco y casi
distante. Sin embargo, Talleyrand siempre respetó la etiqueta que
correspondía a unas personas a las que se les había concedido el
tratamiento de Alteza Real; entre otras cosas, nunca se sentaba en su
presencia.
No
contento con la proclama de Burdeos, Fernando comenzó aquella misma
noche, en Valençay, la costumbre de escribirle unas cartas a
Napoleón que figuran, con justicia, en los más bajos sótanos de la
Historia de España. Le comunica a Napoleón que la excursión de
españolitos cabrones ha llegado ya a Valençay, cosa que, dice, le comunica “como homenaje muy debido y conforme totalmente a lo
sentimientos de mi corazón para con la persona de VMIy R.”. Un
valiente de cojones, el tío.
A
Napoleón, por cierto, esta carta no le gustó nada. Había decidido
Fernando encabezarla con las palabras “Señor mi Hermano”, un
encabezamiento que, entre personas que no eran hermanos ciertamente,
quería decir que era una carta de rey a rey. Cuando el emperador la
leyó, entendió que Fernando se obstinaba en seguir considerándose
rey, y por eso le dio instrucciones a Talleyrand para que, en
adelante, lo apelase de Sire, simplemente. Fernando obedeció; tenía 400.000 razones para hacerlo.
En
carta del 31, Benevento, además de comunicarle a Napoleón que la
cagada del encabezamiento no se volverá a producir, explica
brevemente la insoportable jornada a que se ven sometidos los
pobrecitos prisioneros: en la mañana, Antonio y Carlos toman clases
de baile y Fernando de música. Por la tarde montan a caballo y se
pasean en calesa. Por la noche tienen baile.
Igualico, igualico,
que los miles de españoles (perdón, proto-españoles) que, en ese
mismo momento, se estaban dejando los intestinos, el corazón y los
dientes en las quebradas de su país, a tiro limpio.
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