Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido
El
proceso que se desarrolló tras la rebelión contra los franceses y
la formación de juntas que llenaron el vacío de poder producido en
España trabajó mucho, aunque ésa no fuese la pretensión primera
del proceso, por construir las modernas diferencias territoriales que
hoy en día conforman el ser del país. Si hay una cosa que hace
compleja la Guerra de la Independencia es el hecho de que los
españoles, a pesar de que los análisis superficiales (y los de los
ignorantes en general) tiendan a pensar que los españoles se alzaron
en favor de su rey absoluto dieciochesco, en realidad, hay más de un
síntoma de que el pueblo español tenía buena memoria y, por lo
tanto, en alguna medida estaba por la defensa de los reyes anteriores
al Antiguo Régimen; incluso muy anteriores.
La
idea de que el consejo, de que el pueblo, la villa o la ciudad, son
la célula básica de organización de la nación española (o
castellana, o aragonesa), prevaleció en el tiempo; todavía a
finales del siglo XIX, Pi i Margall construirá la España federal a
partir de la libre adhesión de los municipios; eso de las
comunidades autónomas es idea muy moderna (además de extremadamente
cómoda).
Como
consecuencia de todo esto, para bien, y también para mal, en la
formación de la mayoría de las juntas de gobierno de la España sin
rey se reprodujo ese viejo protagonismo de los concejos. Esto, como
digo, también tuvo sus contras; la principal de ellas el hecho,
sobradamente repetido, por ejemplo, por sir John Moore en su
correspondencia, de que nunca existió un ejército español
propiamente dicho, coordinado por un mando único, como todo ejército
que de tal nombre se sienta acreedor.
Otro
elemento oscuro y no muy enorgullecedor del estallido revolucionario
fue la violencia gratuita. Estamos muy acostumbrados a hablar de que
en la guerra civil española del siglo XX se desplegaron muchos
ejemplos de violencia pura y simplemente dictada por la envidia, el
odio personal o la simple competencia. La guerra de la Independencia,
sin embargo, tampoco carece de ejemplos de éstos.
Tomemos
el ejemplo de Antonio Filangieri, un noble napolitano enrolado en el
ejército español. Previamente al estallido se había convertido en
un comandante bastante impopular pues su regimiento, el Navarra,
había sido trasladado a Ferrol, y muchos soldados lo consideraban a
él responsable directo de aquel movimiento que los alejaba de sus
casas. Fue finalmente asesinado en Villafranca del Bierzo. La
violencia gratuita segó la vida, asimismo, de muchos amigos o
parientes de Godoy: Luis Martínez de Ariza, gobernador de Ciudad
Rodrigo; Juan Duró, canónigo en Toledo; Miguel Cayetano Soler,
ministro de Hacienda; o Pedro Trujillo, a quien mató la gente tan
sólo por estar casado con la hermana de una presunta amante del
Príncipe de la Paz. Miguel de Cevallos, director del Colegio de
Artillería de Segovia, defendió el lugar del inmediato ataque
francés, pues Murat era consciente de lo importante que era
controlar esa instalación. Cuando la resistencia se hizo imposible,
huyó hacia Valladolid, donde había tropas españolas, delante de
una diligencia en la que iba toda su familia. En Carbonero de Ahusin
el pueblo lo reconoció y, acusándolo de haber traicionado a la
causa española, lo asesinó delante de su mujer. Una acción muy
valiente para cuya exacta valoración bien vale el dato de que en la
defensa del Colegio de Artillería habían participado civiles,
miembros pues de la misma clase que lo asesinaron; y que fueron los
primeros en cagarse y largarse a la naja cuando los franceses
comenzaron a bombardear. A Cevallos, por lo tanto, lo mató la gente
para lavar su puta conciencia de cobardes de mierda.
En
Valencia, el personal se convenció, sin una puta prueba, de que el
barón de Albalat estaba en connivencia con Murat, y se lo llevó por
delante. Asimismo, bajo la dirección de un canónigo de Madrid,
Baltasar Calvo, los valencianos habrían de protagonizar unas
jornadas repugnantes que, la verdad, ya siento escribir esto, pero
son un baldón en su Historia. Calvo, quien como ya he dicho era
cura, tiró de lo que siempre tira la Iglesia cuando quiere algo,
esto es de la teología creativa, y comenzó a predicarle a los
horchateros que matar franceses, cualquier francés, con pruebas, sin
pruebas, militar, civil, mediopensionista o discapacitado, les
procuraría el cielo. Los valencianos, claro, estuvieron encantados
de escucharle, como siempre lo está el español medio de que alguien
le cuente precisamente lo que quiere escuchar (hoy ya no hacemos caso
de los canónigos; pero si de Twitter, que viene siendo lo mismo).
Los franceses, que habían sido concentrados en la ciudadela de
Valencia por orden de la Junta para su seguridad, fueron visitados
por Calvo y sus amiguets, La matanza fue tan cruel que, nos
cuenta Toreno, los propios valencianos, “menos bárbaros que su
sanguinario jefe”, dejaron de matar. De mala gana accedió el
curita a meter a los supervivientes en las Torres de Quart; pero sólo
era una engañifa para quitarse de en medio a los civilizados
valencianos que se habían horrorizado con el espectáculo. De paso
el convoy de los presos por la plaza de toros, ayudado por nuevos
secuaces (y es que siempre hay un roto para un descosido), allí los
trincaron, los metieron dentro y en la misma arena se montaron un
genocidio ruandés de chufa.
La
cosa no terminó ahí. Calvo, sabiéndose como se sabía dueño de
las calles de Valencia, expidió un comunicado al conde de la
Conquista, capitán general de la plaza, para que se presentase ante
él de buen grado o a la fuerza. El militar así lo hizo, lo cual nos
da la medida de hasta qué punto aquel canónigo se había hecho con
la voluntad de los valencianos. Calvo conminó al capitán general
para que formase una nueva Junta distinta de la presidida por el
padre Rico.
La
mañana del día 6 de junio, Calvo se presentó ante la Junta. El
padre Rico le afeó la actuación que había tenido. Calvo, por toda
respuesta, hizo entrar en la sala a los ocho últimos franceses que
habían encontrado escondidos y, delante del gobierno valenciano, los
mató a sangre fría.
Ese
gesto perdió al canónigo. En la noche de aquella jornada, diversos
personajes principales de la ciudad conspiraron ante lo que veían
una peligrosa deriva tiránica por parte de un personaje que, como ya
había demostrado, no se paraba ante nada; alguien que había
comenzado por matar franceses, pero que bien podría seguir con los
españoles que no le hiciesen tilín. Así pues, en la mañana
siguiente se decidió el arresto del cura carbonario. Lo mandaron a
Mallorca. Poco tiempo después de la marcha de los franceses tras su
acoso a la ciudad, a finales de julio, el padre Calvo fue traído de
nuevo a Valencia, juzgado, condenado y ejecutado por el garrote vil.
Y no fue el único que habría de sufrir la misma suerte a causa de
los sucesos de Valencia.
La
guerra de la Independencia, la resistencia frente al francés, fue,
como bien sabemos el teatro de una forma de lucha bastante nueva. Una
forma de lucha que, en realidad, ya había existido de tiempo atrás,
pero que en España, por así decirlo, se estructuró definitivamente
y, además, mostró su capacidad al ser capaz de actuar eficazmente
contra el ejército en ese momento más poderoso del mundo. Hablamos,
pues, de la guerrilla.
Hablar
de guerrilla es hablar, desde luego, de Juan Martín Díez, bautizado
para la Historia como El Empecinado, si bien cabe matizar que este
remoquete no era propio de él, sino de todos o casi todos los
naturales de su pueblo, Castrillo del Duero. Su fama llegó a ser tal
que, de hecho, en aquel entonces se denominaba empecinado a todo
aquél que se echaba al monte (el empecinado de principios del siglo
XIX es, pues, el maquis del franquismo).
A los
dieciséis años, y contra la opinión de su padre, Martín se apuntó
al Ejército. Sin embargo, su padre consiguió hacerlo volver. Cuando
se quedó huérfano, se alistó de nuevo, esta vez en el Regimiento
de Caballería de España, con el que peleó en el Rosellón.
Concluida esta campaña, regresó a casa y se casó. Se había
reciclado a labriego cuando los franceses invadieron el país. Se
movilizó, por así decirlo, nada más saber que Fernando estaba en
Bayona; tenía claro que Napoleón ya no lo dejaría volver. Formó
una partida con dos amigos de la zona, Juan García y Blas Peroles,
comenzando a actuar en la zona de Honrubia contra los correos
franceses que acertaban a pasar por ahí. Tres años después,
comandaba a 3.000 hombres y era mariscal de campo.
Otra
figura importante fue Francisco Espoz e Ilundáiz. Francisco tenía
un sobrino labrador llamado Javier Mina, al que todos llamaban Mina
el Mozo. Este Mina formó una partida en Navarra que hostigó con
mucho éxito a los franceses hasta que éstos acertaron a trincarlo.
El 3 de abril de 1810 lo sacaron, prisionero, de España, camino de
Vicennes. Fue entonces cuando su tío, en recuerdo de la valentía de
su sobrino, formó él mismo una partida y, para que el homenaje
fuese evidente, adoptó el apellido de su sobrino. De todos los
guerrilleros, probablemente Francisco Espoz y Mina fue el que tuvo
una mayor sabiduría militar, y el que, al fin y a la postre,
acabaría mandando sobre más efectivos.
Se
entiende normalmente que el fenómeno guerrillero es un fenómeno de
gente humilde surgida del pueblo; pero eso no es del todo cierto. La
aristocracia también tuvo sus guerrilleros. El marqués de las
Atayuelas montó una partida en Cuenca y el heredero del marquesado
de Barrio-Lucio hizo lo propio en La Rioja. Por supuesto, la lista de los sacerdotes que tomaron las armas es interminable: fray Julián de
la Delicia, Lucas Rafael y, sobre todos, el cura de Villoviado,
Jerónimo Merino.
Siendo
cura de su pueblo, pasaron por el mismo unas tropas del general
Dupont que andaban escasas de transportes. Por esta razón,
utilizaron a varios de los habitantes para ello, entre ellos a
Merino, a quien hicieron cargar con un pesado bombo de la banda hasta
Lerma. Merino nunca olvidó ese oprobio y, apenas unos días después
de haber entregado el puto tambor, comenzó a matar correos franceses
sin ayuda de nadie. Poco a poco se le fue uniendo gente hasta que se
hizo comandante de una partida; partida que habría de colaborar con
la del Empecinado, por ejemplo en el ataque a Roa.
Existen
otras figuras que no merecen que los olvidemos: Juan Díaz Porlier,
de quien ya hemos hablado en este blog. Juan Palarea, conocido como
El Médico, que era el facultativo de Villaluenga de la Zafra, y que
llegó a atacar Madrid por la zona de Atocha estando José Bonaparte
en la capital. Juan de Mendieta, El Capuchino, quien financió con su
peculio la formación de una partida de caballería y que fue capaz
de apresar al general Jean Baptiste Franceschi Delonne. O también
Camilo Gómez, Manuel Sarasa, Isidro Mir, Julián Sánchez, apodado
El Charro, Francisco Abad Moreno, conocido como Chaleco, José
Romero, Francisco Tomás Longa o Juan Fernández de Echevarría.
Las
partidas guerrilleras crecieron de forma exponencial en la segunda
mitad de 1808; hasta tal punto que, a finales de dicho, eran ya una
oportunidad y, al mismo tiempo, un problema para la Junta. Eran una
oportunidad porque lo nutrido de los cuerpos permitía ambicionar
acciones muy efectivas frente al francés; pero eran un problema
porque estaban descoordinadas y, sobre todo, cometían demasiados
desmanes (como la muerte de Francesci, debida al maltrato que
recibió). Así las cosas, el 28 de diciembre publicó un reglamento
para convertirlas en cuerpos francos.
Este
reglamento tiene mucho sentido, puesto que, la verdad, la guerra
contra el francés, puesto que se estaba produciendo en ausencia de
mando coordinado y jerarquizado, estaba produciendo una densidad
excesiva de episodios muy poco edificantes. En efecto, si se quiere
hablar, creo yo, de la guerrilla española con cierta justicia,
también hay que acercarse a alguna que otra cosa que provocó o
dirigió. El Lado Oscuro, pues.
Siempre se ha dicho que la Guerra de las Comunidades fue motivada por la pérdida de la influencia de los concejos ante el auge del poder real absoluto, pero en alguna parte he leído que en realidad no era tanto la pérdida de poder de las ciudades sino de quien manejaba estos concejos, esto es, de los terratenientes y «señoritos» locales. ¿Tiene algo publicado sobre ello? Si está, no lo sé encontrar.
ResponderBorrarGracias por sus entradas. Aprendo mucho.
No, no tengo publicado nada precisamente sobre ese tema, aunque la afirmación me parece bastante obvia. Lógicamente, una institución es quien la representa; en los tiempos en los que no existe un mercanismo perfeccionado de representación, obviamente la institución pertenece a quien la domina. No es una idea nueva. Por ejemplo, hay cierta historiografía vasca de izquierdas muy crítica con los movimientos foralistas del siglo XIX, en los que ve una estrategia de consolidación de las élites locales, dominantes en las instituciones de los territorios históricos, de las cuales habría salido el PNV.
BorrarMuchas gracias.
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