Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido
Sevilla
es, en efecto, un punto muy importante dentro del conjunto de
rebeliones que se produjeron en España, porque la Junta que allí se
formó, en torno al ex ministro de Hacienda Francisco Saavedra, se
intituló “Suprema de España e Indias”, lo que provocaría
muchos problemas cuando el proceso llegase al punto en el que las
distintas juntas espontáneamente creadas comenzasen a coordinarse y
aceptar un mando único.
Solano,
a pesar de atender los llamados revolucionarios, consideraba que
sería un error táctico hostilizar a la guarnición francesa, dado
que consideraba que, por la situación de los barcos españoles en el
puerto (los barcos franceses estaban entre éstos y la costa) podrían
sufrir grandes daños. La Junta de Generales y Jefes de Marina aprobó
esta política prudencial, pero cuando fuera publicada en bando, los
gaditanos se mosquearon. De Sevilla, además, habían llegado
alborotadores, según nos cuenta el padre Coloma; y entre ellos, por
cierto, estaba el célebre Tío Pedro que había soliviantado tantas
almas en Aranjue; el conde de Montijo, pues.
Finalmente,
ante las manifestaciones, tres representantes votados en la calle
subieron a parlamentar con el general, al que poco menos que le
dijeron que resignase en ellos el mando. Solano se negó, y los tres
mensajeros salieron a un balcón del edificio a dar la noticia y
motejarlo de traidor. Los manifestantes, entonces, intentaron tomar
el edificio, si bien fueron repelidos por la Guardia, que disparó
tiros al aire. Los tres parlamentarios, entonces, persiguieron a
Solano por el edificio. El general se deshizo de dos de ellos, pero
como quiera que el tercero lo alcanzó, pelearon y Solano terminó
arrojándolo por un patio. Se trataba de Pedro Olano, a quien todos
conocían en Cádiz como El Fraile. Quedó El Fraile muy malherido por la hostia, aunque pudo indicar a otros compañeros dónde estaba el
general. Solano fue encontrado escondido en la leñera del salón de
la casa de un irlandés millonario residente en la ciudad. Las turbas
lo maniataron y lo llevaron a la plaza de San Juan de Dios, donde,
precisamente por orden de Solano, se había emplazado una horca para
dar cumplido castigo a los bandoleros de la zona que fuesen
apresados. Solano estaba muy débil por los golpes y heridas
recibidos, y se cayó al subir la escalera. Entonces un joven
embozado se acercó, al parecer le susurró unas palabras, Solano
asintió, y el joven le disparó en el pecho. El generoso asesino era
Carlos Pignatelli y Gonzaga, hijo menor de los condes de Fuentes,
ayudante de Solano.
Ya
sustituido por Tomás de Morla, la implicación del ejército
gaditano con la revolución ya no ofreció duda alguna.
El
primer éxito de los españoles fue la rendición del almirante
François-Etiénne de Rosily-Mesros, el designado por Napoleón como
sustituto del ciclotímico Villeneuve. La decisión de Rosily, quien
no olvidemos mandaba sobre la flota combinada franco-española, puso
esa flota a disposición de los españoles, si bien sus posibilidades
hubieran sido pocas, estando como estaban los barcos bloqueados por
el almirante británico Culberth Collingwood.
En
Granada, por su parte, la fecha de echarse a la calle la gente fue,
como en otros muchos lugares, el 29 de mayo. Ventura Escalante, que
era el capitán general de la plaza, se mostró, como otros que hemos
visto renuente a tomar partido por los alzados, lógicamente influido
por sus principios del Antiguo Régimen (y es que a toro pasado las
cosas se ven muy fáciles, pero rara vez lo son como las imaginamos).
Escalante intentó que la gente se tranquilizara procesionando un
retrato del rey por la ciudad, pero la medida tuvo poco efecto. Así
las cosas, tuvo que permitir la formación de una junta, que fue
fundamentalmente inspirada por un fraile jerónimo, el padre Puebla,
bajo la presidencia del propio Escalante.
Una
vez que la guerra estuvo declarada, lo principal por parte de los
alzados, quienes como ya he dicho desde el principio tenían su
centro de gravedad en Andalucía, era entrar en comunicación con los
británicos de Gibraltar. Era gobernador de Gibraltar Hugh Darlymple,
un tipo al que ya os habéis encontrado aquéllos de vosotros que
hayáis leído mi ensayo sobre la peripecia de sir John Moore en
España y su muerte en La Coruña. Para conectar con Darlymple fue
comisionado quien entonces era un joven catedrático: Francisco
Martínez de la Rosa.
La
sensación que recibió Londres (y que volveremos a encontrar en las
cartas de Moore, por ejemplo) fue de que España no presentaba un
frente unido. Y es que no lo presentaba. Darlymple recibió, de
hecho, dos peticiones distintas: la de Martínez de la Rosa,
procedente de la Junta Suprema; y las que le habían llegado de la
Junta de Sevilla, que, como ya he dicho, jugaba un poco a ser ella
misma la junta suprema; y aun habría de llegarle una tercera de Valencia, como veremos. Pero es que, como también hemos visto,
diversas juntas provinciales ya habían tomado la decisión de
comisionar por su cuenta personajes para que fuesen a Londres a
solicitar ayuda; lo hemos leído en el caso de los Carballeiras, sin ir más lejos. La consecuencia fue que para el gobierno inglés no
estuviese nada claro quién gobernaba en España;impresión de la que tal vez todavía no se ha repuesto, y de la
que no podemos hacer reproche pues ésta, y no otra, era la situación
de nuestra Guerra de la Independencia.
El 23
de mayo se había revuelto el pueblo de Valencia. El conde de la
Corzana, capitán general, intentó tranquilizar al personal, pero la
verdad es que no lo consiguió (sobre el conde de la Corzana: es la referencia que leo en mis libros; no obstante, conde, más bien condesa de La Corzana, era entonces Mercedes de Zayas; así pues, supongo, aunque no puedo prometerlo, que la bibliografía se refiere como conde de la Corzana a Manuel Miguel Osorio y Spínola, quien propiamente hablando era marqués de Alcañices y de Montaos). En este ambiente surgió otro
religioso exaltado, en este caso el padre Rico, franciscano, quien
comenzó a soltar arengas por las esquinas que, pronto, lo
convirtieron en el jefe de la partida. Ante la frialdad de diversas
autoridades de la ciudad y de la zona, Rico se alió con el capitán
de Saboya Vicente González Moreno, hombre al parecer muy bien
relacionado, con cuya colaboración los rebeldes pudieron apoderarse
de las (escasas) armas que había en la Ciudadela, donde se les unió
su alcaide, el barón de Rus. El día 25, Valencia declaró
oficialmente la guerra a Francia. La situación de las armas mejoró
por resultar que una fragata francesa cargada de plomo, que huía de
un corsario inglés, acabó refugiándose en el Grao. Allí los
valencianos se hicieron con la carga y llegaron a un acuerdo con el
corsario para llevar mensajes a los ingleses en Gibraltar.
En
todo caso, en un hecho que daría para muchas discusiones, algunas de
las cuales las hemos apuntado cuando hemos estudiado la vida del
regente Gabriel Ciscar, si Valencia pudo resistir a los franceses
fue, básicamente, gracias a la ayuda que le llegó a Cartagena; una
ayuda que llevaría a los cartageneros a considerarse como acreedores
de ser los coordinadores de la guerra antifrancesa en el Levante. La
ciudad murciana supo el día 22 de mayo que Murat había ordenado al
general José Justo Salcedo que se personase en Mahón para tomar el
control de la flota allí surta para conducirla al puerto de la vaca lechera que no es una vaca cualquiera, Tolón, y allí, por
lo tanto, convertirla en totalmente parcial para Francia. Al día
siguiente, supieron además de las renuncias de Bayona, hecho éste
que provocó su levantamiento que, sin embargo, no fue secundado por
el capitán general de la plaza, Francisco de Borja. Las turbas lo
reemplazaron rápidamente con Baltasar Hidalgo de Cisneros, quien
formó una junta presidida por el marqués de Camarena la Real, junta
cuya primera decisión, obviamente, fue enviar a pelo puta a un
oficial a Mahón que impidiese la salida de la escuadra hacia Tolón.
Fue el teniente de navío José Duelo, y cumplió su misión a la
perfección. Los cartageneros, además, informaron de todos sus
movimientos y de las noticias que conocían a la ciudad de Murcia,
donde los estudiantes del colegio de San Fulgencio serían los
primeros en salir a las calles. La ciudad entera se colocó detrás
de su propia junta, presidida por el conde de Floridablanca, ya un
anciano provecto.
¿Y
Barcelona? Bueno, Barcelona, como ciudad importante que era, tuvo sus
problemas para alzarse, porque la verdad es que estaba petada de
franceses. Esto, ciertamente, ha llevado algunas veces a la
historiografía catalana, siempre tan imaginativa, a defender la idea
de que Cataluña, ya entonces, sentía que no tenía nada que ver con
España (perdón, he querido decir would-be Spain, dado que
todavía no hemos llegado a 1812 y, por lo tanto, y según el mantra
actual, nada se había iniciado aun). Estas teorías, que yo sepa,
nunca han conseguido explicar por qué en Lérida, ciudad donde la
presencia francesa era más lenitiva, el pueblo se alzó e impidió
que el regimiento Extremadura, que estaba en sus predios, obedeciese
al francés y marchase sobre Barcelona (que, por otra parte, ¿para
qué necesitaban los franceses reforzar su posición en Barcelona si
allí, por lo visto, todo el mundo los vitoreaba?). El regimiento
Extremadura se acantonó en Tárrega hasta que pasó a Zaragoza.
¿Y
los vascos y navarros? Pues ambos territorios, a pesar de la fuerte
implantación francesa en ellos, se levantaron unánimemente contra
el francés. Parece ser que alguien les convenció de que Fernando
VII era de Hernani.
Muy
crítica para la guerra habría de ser la actitud de Zaragoza. Esta
plaza, que acabaría en el frontispicio de la imaginería resistente
española, sin embargo tuvo bastantes problemas para unirse a la
guerra contra el francés. Su capitán general, Jorge Juan de
Guillelmi, fue uno de los que más se opusieron a cualquier
movimiento en esa dirección, y tuvo que ser sustituido por el pueblo
(perdón: por el-que-estaba-a-punto-de-convertirse-en-el-pueblo). Su
segundo, el general Carlo Mori, remoloneaba también; además,
ofrecía muy poca confianza a los maños por ser italiano.
El
brigadier José de Palafox y Melzi estaba muy cerca, a unos quince
kilómetros de la capital. Había vuelto de Bayona y estaba tomando
Coca-colas en una heredad de su familia, la Torre de Alfranca. A
decir verdad, en su regreso, decididamente antifrancés como era,
había pensado ya en algún golpe de efecto, como secuestrar al
infante Antonio antes de cruzar la raya de los Pirineos, y con él
formar en Zaragoza un Consejo de Regencia. Guillelmi, que se enteró,
decidió movilizarlo y le ordenó que se trasladase a Madrid; pero
Palafox no le obedeció.
Los
zaragozanos bien informados, pues, sabían que tenían muy cerca de
la ciudad a un militar cuya fidelidad a los principios
revolucionarios estaba fuera de toda duda, y que no le hacía ascos a
la acción. Así pues, lo fueron a buscar y, con su connivencia,
cesaron a Mori y lo nombraron a él capitán general de Aragón.
Una
vez dueños del cotarro, los zaragozanos abordaron el nombramiento de
una Junta. Pero no se quedaron ahí, porque, para dar mayor fuerza
jurídica a su movimiento, convocaron nada menos que las Cortes de
Aragón, que se reunieron (34 representantes) el día 9 de junio.
Palafox, ante estas Cortes, habría de pronunciar un discurso en el
que se refirió a “la existencia precaria que amenazaba a toda la
Nación si admitía el yugo de un extranjero orgulloso”; sin que, a
día de hoy, se pueda saber, a la luz de la moderna historiografía,
a qué mierdas de Nación se refería.
Palafox,
por cierto, demostrando con ello que, en ese momento, era
probablemente la persona más consciente del tipo de partido que se
estaba jugando, elaboró y publicó otro manifiesto en el que preveía
las consecuencias de que, eventualmente, las reales personas que
estaban en poder de Napoleón fuesen sacrificadas por éste. En este
caso, dice, “para que la España no careciese de su Monarca, usaría
la Nación de su derecho electivo a favor del archiduque Carlos, como
nieto de Carlos III, siempre que el Príncipe de Sicilia y el infante
don Pedro y demás herederos no pudieran concurrir”. De nuevo, se
ignora, a la luz de las modernas teorías, qué pichas entendía
Palafox por “la España” y “la Nación”.
El 6 de junio, después de que por fin la estructuración del nuevo Estado en guerra se hubiera producido, la Junta Suprema le declaró oficialmente la guerra a Francia, bajo la exigencia del regreso de Fernando VII en plena posesión de sus facultades dinásticas. En los siguientes días, la Junta habría de alumbrar nuevas instrucciones, la más importante de las cuales avisaba a las tropas de que rehuyesen los enfrentamientos directos y realizasen lo que hoy llamamos una guerra de guerrillas o, en palabras de Han Solo, guerra indiferente.
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