Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido
España,
pues, no tenía gobierno para comandar una rebelión; tanto es así
que el conde de Toreno nos cuenta en sus memorias que Arias Mon, uno
de los más importantes miembros del ejecutivo español, pasó la
tarde del 2 de mayo durmiendo su siesta diaria, mientras en la calle
ocurría la mundial. A falta de un gobierno que, en nombre legítimo
de la monarquía española, se declarase en todo frente al francés y
se convirtiese, con ello, en comandante y centro de la resistencia
que llamamos Guerra de la Independencia, los españoles tuvieron que
rascarse su propia entrepierna por sí mismos y en soledad. Esto lo
hicieron echando mano de sus dos tendencias, cuando menos entonces,
más acendradas: el respeto hacia los capelos a la hora de obedecer,
y la tendencia federalista. En España hay mucho historiador, y mucho
más licenciado en Geografía e Historia, que, como tiende a
considerar que la nación española nació con las Cortes de Cádiz
torna a creer en la idea básica de que, antes de dicha reunión
sureña, lo que hubo en materia de organización estatal apenas tiene
importancia. Pero lo hubo; y fueron una serie de ensayos de
organización estatal sin los cuales, sin su relativo éxito dentro
del caos quiero decir, nada habría podido pasar en 1808, y en 1812 salvo, el
mero sometimiento de España a los franceses.
Un
hombre, un extremeño, abandonó Madrid en los últimos estertores de
la jornada de mayo de 1808, cuando ya el Parque de Artillería era de
los franceses y, en consecuencia, todo estaba perdido. Se trataba de
Esteban Fernández de León. Se detuvo en Móstoles a cambiar los
caballos, y aquel descanso le llegó para poder relatar de primera
mano los sucesos de Madrid a Juan Pérez Villaamil, que era auditor
general del Consejo del Almirantazgo y director de la Real Academia
de Historia, que se encontraba en la villa por ser ésta más
propicia que la capital para la curación de sus achaques. Fue
Villaamil quien, enardecido por el relato de su amigo extremeño,
tuvo la idea de distribuir la noticia de la jornada de Madrid entre
los pueblos de la zona. Conforme los relatos fueron expandiéndose,
Andrés Torrejón, que era alcalde de la villa en representación de
los pecheros (o sea, del pueblo llano que pagaba impuestos) propuso
declararle la guerra al emperador, propuesta en la que hizo entrar a
Móstoles en la Historia como primera villa de España que le declaró
la guerra al francés; declaración que, en un rapto de corrección
política, creo recordar que han cerrado ya, cosa que no se debe de
hacer, pues el español que sea mínimamente versado en Historia
mejor hará en pensar del francés lo que piensan los
catalanoparlantes entre ellos: si no te l'a feta, te la farà.
Simón Hernández, que era alcalde de la villa por los
hijosdalgos, no presentó problema alguno a la hora de estampar su
propia firma en la proclama.
Pedro
Serrano, el postillón que había llegado a Móstoles con Fernández
de León, se ofreció a hacer de Paul Revere y distribuir la proclama
por los pueblos de Madrid. Tanto él como las personas, seguramente
de su oficio, cuya colaboración acaso buscó, fueron tan eficientes
que en apenas unas horas la noticia de los sucesos y de la proclama
era conocida hasta en Talavera de la Reina, población que fue la
primera en unirse a Móstoles, en reunión que celebraron aquella
misma noche. El día 3 es ya el correjidor de Trujillo, Antonio
Martín Rivas, quien logra poner en cuidados a más de ochenta
pueblos de su comarca. En este caso, se hizo un llamamiento para que
los hombres disponibles se concentrasen en la ciudad para partir el
día 4 hacia Madrid.
Llegado
el bando de los alcaldes de Móstoles a Badajoz, el gobernador
militar de la plaza, el general conde de la Torre del Fresno, buscó
la solidaridad de Francisco Solano, marqués del Socorro y militar
como él, que regresaba de Portugal; ambos dan el día 5 una
proclama, que Toreno considera la primera que se produce en España, en la que se llama a las armas a los españoles, para vengar el
latrocinio de Madrid y recobrar al monarca prisionero en Bayona.
Ambos, sin embargo, habrían de mudar pronto su actitud a raíz de
las zalamerías de Murat.
El
gran duque de Berg consideraba todavía en ese momento, y de hecho
tardaría mucho en cambiar de opinión, que la rebelión de Madrid
era cosa, que diríamos en términos marxistas, del
lumpenproletariado local. En su primer manifiesto tras comenzar las
hostilidades quiso utilizar la palabra francesa populace que,
igual que en español, sirve para distinguir el populacho, masa
informe e inculta, con el pueblo, concepto mucho más alto y
respetable. De hecho, entre los franceses hubo quien, al publicarse
la proclama de Murat en la Gazeta días después, quiso
cambiar el sustantivo; pero el lugarteniente de Napoleón se negó a
ello. Por detalles como éste sabemos que Murat consideraba,
claramente, que la rebelión de Madrid no era cosa de los españoles
cultivados, y que éstos podían ser atraídos por cucamonas. Actuó
en consecuencia y, la verdad, no se equivocó. A Solano lo nombró
capitán general de Andalucía y a Torre del Fresno también lo
cortejó; y tan radical fue el cambio de actitud de estos dos
militares que el segundo de ellos, en su calidad de gobernador
militar de Badajoz, incluso se negó que se diesen salvas de
ordenanza el día del santo de Fernando; lo que provocó que el
pueblo, o el populacho según lo quieras ver, celebrase por su cuenta
dando vivas al rey por la calle, buscando al señor general hasta que
lo encontró y pasaportándolo, nunca mejor dicho, comme il faut.
Había
lugares en España donde la cosa estaba ya calentita antes de los
hechos. El 29 de abril, por ejemplo, los gijoneses habían apedreado
la casa del cónsul francés en la ciudad, y eso que sabían que no
era de Oviedo. El 9 de mayo, precisamente en Oviedo, el personal
recibió el bando de Murat con una pita de tales dimensiones que no
pudo ser leído. Quiso la casualidad que esos hechos fuesen
contemporáneos de la reunión trienal de la Junta del Principado.
Toreno nos dice que esta Junta era una “reliquia dichosamente
preservada del casi universal naufragio de nuestros antiguos fueros”;
que tenía funciones exclusivamente económicas pero que, sin
embargo, emergió en ese momento como el instrumento adecuado para
canalizar las iras del pueblo, por ser sus miembros gentes nombradas
por los concejos y contar, por ello, con una representatividad que
nadie discutiría. El marqués de Santa Cruz de Marcenado habría de
ser nombrado presidente de la que pronto se conoció como Junta de
Asturias.
En la
comunidad autónoma gallega, a pesar de que las noticias de Madrid se
resistieron a llegar porque pasar los contrafuertes de Piedrafita no
era entonces moco de pavo, como muy pronto iban a comprobar lastropas de sir John Moore, hubo también movimientos previos al
conocimiento de dichos hechos. El ayuntamiento de Santiago dirigió
el día 6, como digo sin conocimiento de los hechos del 2, una
representación a Francisco Biedma, capitán general de la región,
en la que se protestaba por “la crítica situación en la que se ve
constituida la sagrada persona de nuestro amabilísimo Soberano”.
Los gallegos han oído campanas de que en España empieza a haber
levantamientos antifranceses y, dicen, quieren unirse a la fiesta.
Biedma contestó a la gallega, o sea, no se sabe muy bien si sube o
si baja.
Hasta
los gallegos, sin embargo, saben que hay un momento para ser lacónico
y practicar el movimiento browniano, y otro para actuar. Ante la
actitud de Biedma, las calles comienzan a soliviantarse. Para
entonces ya opera la Junta de Madrid y lo hace, además, con un
adecuado nivel de información; así pues, al saber del malestar de
los galaicos con su asténico capitán general, el gobierno español
echa mano del tecnicismo de que, en realidad, Biedmar estaba ocupando
el puesto de forma provisional, y lo cesa. Esto quiere decir que
decreta el reingreso en el puesto del titular, el general Antonio
Filangiery. Fili ya está en La Coruña el 30 de mayo. El día de San
Fernando tampoco se celebra en La Coruña como pasaba en Badajoz, y
se produce la misma reacción: los coruñeses se soliviantan por las
calles, salen de las cafeterías de La Marina como un solo hombre y comienzan a remontar hacia la Ciudad Vieja, camino de la capitanía
general. La reacción es tan brutal que Filangiery se tuvo que
refugiar en un convento y a Biedmar lo apedrearon. La gente era dueña
de la ciudad y se dedicó a pasear en triunfo el retrato de su rey.
Esa tarde se formó la Junta bajo la presidencia de Filangiery, quien
como vemos fue lo suficientemente hábil como para hacerse perdonar
sus primeras dudas; hubo de ser sustituido, sin embargo, por el
mariscal Antonio Alcedo, puesto que estaba muy delicado de salud
(razón por la cual lo habían sustituido al frente de la Capitanía).
La primera decisión de la Junta fue activar, con carácter de
urgencia, el proceso por el cual las siete provincias del Reino
harían que sus ayuntamientos nombrasen los representantes que,
normalmente, designaban para acordar las exacciones fiscales; sólo
que esta vez lo harían para nombrar diputados a Cortes.
Los
siete regidores de estas siete provincias se reunieron en La Coruña
para formar la Junta Soberana de Galicia, órgano al que adjuntaron a
personas de reconocido prestigio, y entre ellas, sobre todo, a Pedro
de Quevedo y Quintana, obispo de Orense, quien había sido llamado a
finales de aquel mes de mayo al congreso de Bayona que ya estaba
montando Napoleón en la ciudad francesa y que, sin embargo, se había
negado a atenderlo. También formaron parte de la junta el obispo de
Tuy y un sacerdote más, Andrés García, confesor que había sido de
la princesa de Asturias. Fueron nombrados delegados de la Junta (lo
siento por la historiografía subvencionada; pero parece ser que no
pasó nadie por allí que propusiera que fuese llamada Xunta)
Francisco Bermúdez Sangro y Joaquín Freire, quienes al punto
cogieron algún barco en el puerto que los llevase a Inglaterra, país
al que marcharon para implorar ayuda militar. Sería la rada de La
Coruña, en efecto, la primera que pisase un diplomático inglés,
Charles Stewart, para tratar dicha cuestión.
Los
gallegos pronto sintieron la necesidad de centralizar la acción
revolucionaria (bueno, revolucionaria lo llaman muchos licenciados en
Geografía e Historia; la verdad es que aquellos tipos no buscaban
revolución alguna, sino el regreso de su rey absoluto, “preso en
Bayona, a donde le ha conducido el innato amor que su católico
corazón profesa a sus fieles súbditos”, como reza el manifiesto
santiaguino al general Biedma). Así pues, la Junta del Serenísimo y
Fidelísimo Reino de Galicia, con fecha 15 de junio, comisiona al
teniente coronel de artillería Manuel Torrado para que negocie con
otras juntas e incluso con el gobernador de Gibraltar. Así pues los
gallegos, lejos de mostrar las tendencias centrífugas en las que,
según dicta la subvención, ardieron durante todo el siglo XIX, lo
que querían era más unión. ¡Qué tipos!
Torrado
estuvo unos meses dando la turra por España y a finales de
septiembre, el día 22 para ser exactos, presentó un informe en La
Coruña en tonos no muy optimistas. Todas las juntas, explicaba,
querían ser Supremas.
No
lejos de allí, la ciudad de Santander se alzó el 26 de mayo y, de
forma inmediata, se formó una Junta presidida por el obispo local al
que, además, reconocieron los cántabros la condición de Regente
Soberano de Cantabria, dándole tratamiento de Alteza nada menos. Los
leoneses se habían rebelado dos días antes, esta vez con auxilios
que llegaron desde Galicia y desde Asturias. También formaron su
propia Junta, cuya presidencia le ofrecieron el 10 de julio a Antonio
Valdés, que había sido ministro de Marina, y que también había sido el
anfitrión del rey Fernando el 12 de abril en su casa de Burgos, y
que había tenido que huir de la ciudad castellana, dado que había
sido instado a irse a la ratonera de Bayona.
Hay
que decir que, de todas formas, hubo lugares de España donde la
especial presencia francesa sofocó toda rebelión desde el
principio. Así ocurrió, por ejemplo, en Logroño y en Segovia. En
Valladolid, el capitán general, Gregorio de la Cuesta, se negó,
como hemos visto que hicieron otros de forma más o menos taimada, a
hacer causa común con el movimiento popular; los vallisoletanos,
respondiendo con esa brusquedad directa que los caracteriza, se
pusieron a montar un patíbulo; el pollo cambió de idea, claro, y
acabó presidiendo la Junta local.
Y,
bueno, como España es muy grande, todavía nos quedan reacciones que
contar. En la próxima toma nos iremos a Sevilla, punto muy
importante del periplo.
El bando de los alcaldes de Móstoles llegó a Talavera la noche del 2 de mayo. El postillón hizo noche allí mientras el corregidor (Pérez de la Mula) se dedicaba a sacar copias para repartirlas por toda Extremadura (por el resto de la provincia de Toledo, no, porque estaba casi toda ocupada por los franceses). Y al día siguiente, además, dio orden a la escasa guarnición talaverana que avanzara hacia Madrid para combatir contra los franceses. La primera maniobra militar concebida como tal de la Guerra de la Independencia. Claro que no hubo tal combate porque las tropas españolas, al llegar a la altura de Navalcarnero, supieron de la cantidad de regimientos gabachos que había en la Villa y Corte, y se replegaron.
ResponderBorrarEborense