Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica
Otto von Bismarck estudió en la universidad de Gotinga y se estableció en la campiña pomerania, el lugar donde pacían los junckers o grandes propietarios prusianos. En 1846 resultó elegido para la Dieta de Prusia. Allí ya se distinguió como un miembro bastante bien dotado intelectualmente del partido conservador. Entre sus ideas particulares, se hizo bastante obvia su abierta hostilidad hacia Francia, bastante criada en el seno de la alta nobleza prusiana en las décadas anteriores.
Con la revolución de 1848, la carrera política de Bismarck se fue definiendo claramente en el terreno de la diplomacia. Fue embajador de Prusia en Francfort y, en la Asamblea Federal, comenzó a destacarse como abierto enemigo de los intereses austríacos. También fue embajador prusiano en San Petesburgo y, finalmente en junio de 1862 le presentó su cartas credenciales a Napoleón III. Aquel verano, Bismarck siguió a Luis Napoleón, tanto a Fontainebleau como a Compiègnes, y allí lo mesmerizó con su verbo florido y sus conocimientos (aunque, en realidad, Bismarck era más bien famoso por ser un coñazo; es muy conocida la anécdota de cierta vez que se tiró hablando varios minutos sin que el intérprete tradujese y, cuando los franceses le preguntaron qué estaba diciendo, contestó: "es que estoy esperando al verbo").
Al emperador le cayó tan bien aquel alemancito que dio en pensar que sería pan comido unirlo a sus planes de reforma del status quo europeo. Luis Napoleón pensaba que, igual que el Piamonte había sido el centro alrededor del cual se había formado Italia, Prusia lo podía ser para una nación alemana. Y no se paraba ahí. Consideraba practicable que se realizasen tanto una unión ibérica como una unión escandinava; proyectos todos éstos que irritaban a los ingleses, más partidarios de una Europa más parecida a la que había; pues los ingleses, aunque sólo sea por la cantidad de veces que no han hecho caso y lo han tenido que lamentar, eran bien conscientes de ese principio de la vieja política, olvidado en la nueva y actual, de que los hechos siempre tienen consecuencias; y nunca, nunca es nunca, son todas positivas.
Luis Napoleón, en todo caso, no era tonto. Tenía muy claro que crear una nación alemana, así, en frío, era hacerse un Froilán, esto es, pegarse un tiro en el pie. Por lo tanto, concebía la unidad alemana como algo que sólo se produciría (estaba convencido de que nada sin el aval francés podía producirse) en el caso de que París recibiese compensaciones. Francia debería recibir la ribera izquierda del Rhin, tras un oportuno plebiscito. Esta idea fue ya expresada en 1850, cuando Persigny fue enviado a Berlín para ofrecerle a Prusia un tratado específico para lograr la unificación alemana.
No ha de extrañar esta actitud. Por mucho que las décadas por venir cambiasen las cosas, buena parte de los franceses de la primera mitad del siglo XIX eran proalemanes, no tanto porque los alemanes les gustasen, sino porque eran abiertamente anti austríacos. En el caso del emperador, además, el gusto era doble pues, al fin y al cabo, había sido criado en Baviera. Por esta razón, en 1856, en el Congreso de París, los franceses no pararon hasta lograr que Prusia fuese admitida en las conversaciones. Asimismo, Francia se erigió un año más tarde en árbitro del conflicto entre alemanes y suizos a cuenta de Neufchâtel. Para Napoleón III, como os he dicho, Prusia era como una Piamonte más al norte.
Bismarck, sin embargo, nunca compartió el positivo balance de Luis Napoleón que éste tenía de él. Es famoso el mensaje que escribió cuando abandonó su embajada, llamado a Berlín para presidir el Consejo de Gobierno: “en mi estancia en Francia, he podido conocer a dos damas muy divertidas, pero ningún hombre”. Para el alemán, el emperador francés era un fatuo, un superficial y el típico tipo que de lo puro lerdo que es no sabe lo lerdo que es.
Bismarck llegó al gobierno con 48 años. Servía a un soberano que lo era desde 1861, después de haber ejercido la regencia en nombre de su hermano durante cuatro años. Guillermo I era hijo de la reina Luisa, la gran enemiga de Napoleón. Detestaba la revolución francesa y lo que significaba, y presidía todos sus actos internacionales con el principio de que no es buena idea fiarse de lo que te diga un Bonaparte. Su objetivo, plenamente compartido con su primer ministro, era liberar a la Confederación Alemana de la dependencia respecto de Austria, modificarla por un mando prusiano que hiciese de esta nación la gran nación alemana.
Para conseguir esto, Prusia necesitaba un gran ejército. El Landtag, sin embargo, se resistía a dar los créditos adecuados, lo que provocó serias advertencias por parte de Bismarck, quien le dijo a los diputados que el rey no estaba dispuesto a convertirse en la figura decorativa de un régimen parlamentario cobardón y amarrategui. El gobierno procedió a disolver la cámara. Los prusianos, sin embargo, bastante encabronados con los nuevos impuestos que se les habían aplicado, respondieron enviando a los mismos diputados tras las elecciones. Bismarck, entonces, simplemente comenzó a pasar del Parlamento, y empezó a construir el nuevo ejército prusiano con la ayuda de dos grandes piezas: el ministro de la Guerra, Albrecht Theodor Emil Graf von Roon; y el jefe de Estado Mayor, Helmut Karl Bernhard von Moltke, conde von Moltke.
En un primer paso, el desarrollo del proyecto prusiano, enfrentado a Austria, era asegurar la neutralidad o la comprensión de Rusia. Desde 1815, es decir el ataque francés, Berlín y San Petesburgo habían desarrollado muchos vínculos, entre otros los familiares. Sin embargo, como ya hemos visto en estas notas, en los últimos años París había hecho grandes esfuerzos por acercarse a los zares.
Esta delicada situación internacional habría de tener una prueba muy importante en Polonia. Los polacos habían tenido una corta vida independiente con Napoleón, y luego se habían rebelado en 1830, para ser duramente reprimidos por el zar Nicolás. Alejandro II tenía otra visión, y por eso nombró virrey del territorio al defensor de Sebastopol, Gortchakov, y le encargó que diseñase reformas liberales con el apoyo de un magnate local, Aleksander Wielopolski. Los polacos, sin embargo, ya no estaban para reformitas. En febrero de 1861, aniversario de su victoria en Grochow, las manifestaciones fueron generalizadas. Después llegó la rebelión pura y dura, que tuvo que ser durísimamente reprimida.
Los polacos creían en Francia. Porque había apoyado a Italia, y porque todavía recordaban el compromiso de Napoleón con su causa. Sin embargo, en ese caso habrían de aprender que un francés no tiene convicciones; tiene intereses. El emperador, no sin dejar que oficialmente se mostrase en París una estrecha solidaridad con la lucha de los polacos por su libertad, hizo más bien poco por apoyarlos, preocupado como estaba por malquistarse con el zar. En Francia seguían apostando porque los rusos podrían ser los nuevos aliados de Francia, ahora que las idas y venidas y las mentiras del emperador habían distanciado a París y Londres.
En el año 1862, ni las rebeliones ni la represión perdieron momento. En enero de 1863, de hecho, la insurrección elevó el tono. Los muchos soldados obligatorios polacos, que habían sido reclutados a la fuerza para el ejército ruso, se negaron a ir a sus destinos, abandonaron la disciplina de los cuarteles y, convertidos en auténticas patotas sin nada que perder, se dedicaron a recorrer la campiña. Algunos de ellos entraron en el territorio de Prusia.
El canciller Bismarck estuvo muy lejos de reaccionar echándolos. Lo que hizo fue proponer a Rusia la celebración de una conferencia para alcanzar un acuerdo de ayuda recíproca contra aquellos rebeldes; pero, claro, para que eso fuese así necesitaba que los rebeldes siguiesen ahí, por lo que, como os digo, hizo más bien poco por echarlos.
Dado que los rusos, aunque no muy convencidos, acabaron apoyando la idea, esta noticia llegó a París y enfureció al gobierno imperial. Fueron muy desagradablemente sorprendidos por la noticia de que Rusia, su nuevo amigo, había decidido llegar a un pacto con Prusia; esto les pasa mucho a los franceses, que cuando alguien les da de su propia medicina, enseguida ponen pies en pared y se ponen como la Gata Flora. Inglaterra, más pragmática, propuso que la entente entre Prusia y Rusia se hiciese bien hecha, mediante una conferencia en San Petesburgo en la que participasen todas las potencias. Para Londres, desde luego, la nueva alianza pruso-rusa era tan mala noticia como para Francia, así pues resultaba fundamental disolverla. El emperador le envió una carta al zar pidiéndole una amnistía; el zar le contestó, con bastante lógica por otra parte, que las amnistías se conceden cuando su origen, es decir la rebelión, ha desaparecido, no durante.
En Francia, la causa de Polonia cada vez molaba más. Eran los polacos los ucranianos de hace 160 años. El 17 de marzo, en el Senado, se abre un debate sobre la materia. Lo abrió el príncipe Napoleón, con una frase muy digna de su cerebro más bien limitadito: “Yo no quiero la guerra, pero no deseo más la paz”. Obviamente, la frase fue ampliamente protestada por diversos senadores, quienes consideraban que andar jugando con esas cosas era caca. El debate, sin embargo, sirvió para que el emperador se diese cuenta de que se encontraba ante una tormenta perfecta: por primera, y yo creo que última, vez en toda su vida, se encontraba con que la opinión pública, el príncipe Napoleón y su propia mujer, la Euge, defendían la misma idea. Así las cosas, el 17 de abril de 1863 hizo que su personal diplomático presentase en San Petesburgo una nota en la que le venía a decir al zar que si seguía acostándose con infantes, iba a acabar alboreando excrementado.
Prusia, por su parte, permanecía, como dicen los castizos, como Quevedo: ni subo, ni bajo, ni estoy quedo. Asegurada la amistad y cooperación con Rusia, es decir su ayuda directa en caso de conflicto o, en el peor de los casos, su comprensiva neutralidad, los alemanes ya habían sacado de aquella naranja todo el zumo que querían. Aquello no hacía sino sustantivar la verdadera cercanía que existía entre las dos naciones en términos genéticos (el kaiser era el tío del zar). Alejandro, por otra parte, cada vez era más partidario de apoyarse en Prusia, por ser la única gran potencia europea que no le andaba dando la mandanga con que, aunque mantuviese a Polonia dentro del Imperio ruso, debía otorgarle adecuados niveles de autonomía. De hecho, hubo un momento en el que estuvo tan encabronado, que le llegó a proponer a su tío Willy que ambos le declarasen la guerra a Austria y a Francia. Quizás el kaiser pudo ser de la misma opinión, pero Bismarck enfrió las cosas: cada tema en su momento, y el momento de aquello no estaba maduro.
En medio de la presión creciente de las potencias occidentales, el ejército ruso debeló la revolución polaca a sangre y fuego. Ejecutó a todos sus líderes y exilió a 30.000 personas. En noviembre, en la apertura de sesiones del Cuerpo Legislativo, el emperador volvió a defender la idea inglesa de una conferencia de potencias. Quería, en un mismo acto, resolver la cuestión polaca y acabar, de una vez, con los acuerdos de 1815, que seguían siendo su china en el zapato.
Por esas fechas, el 15 de noviembre de 1863, le dio el apechusque final a Federico VIII de Dinamarca. Esta muerte, aparentemente tan poco importante, iba, sin embargo, a elevar la temperatura de Europa al abrir lo que conocemos como La Cuestión de los Ducados. Voy a ver si consigo explicárosla sin que dimitáis.
Federico VIII de Dinamarca era, además de rey del maloliente país, duque de Slesvig, tierra danesa; y duque de Holstein, tierra alemana. A su muerte, la Confederación Alemana, o sea Bismarck dando por culo desde el proscenio, reclamó la soberanía sobre Holstein, cosa para la que tenía muchos mimbres; pero también sobre Slesvig, tema en el que ya tenía menos razones porque los slesviguienses, se mire como se mire, son daneses. Los daneses reaccionaron proclamando a Christian IX como nuevo rey pero, ojo, la Asamblea federal votó a un pariente, el duque de Augustenburgo, como duque de Slesvig y de Holstein. Este hombre era Christian Augusto II, señor de Augustgenburgo y de Sonderburgo, y pertenecía a una rama lateral de la casa de Oldemburgo, o sea, la familia real danesa. Era también un nota de cojones que no tuvo ningún reparo en contestar, cuando se le dijo que no tenía ningún derecho sobre Slesvig y Holstein: “La prueba de que mis derechos feudales valen mucho es que, de padres a hijos, en mi familia ya los hemos vendido tres veces”.
Aquello venía a suponer el desmembramiento de Dinamarca, y era razón de más para poner nerviosas a las cancillerías europeas, sobre todo a Francia e Inglaterra. Pero Luis Napoleón no hizo nada. De hecho, envió al general Fleury a Copenhague a decirle al rey Christian que no esperase ninguna ayuda.
Consulta: Por qué lo de maloliente con Dinamarca? No comprendo.
ResponderBorrarEs cosa de la fina nariz de un tal Hamlet.
ResponderBorrarDreadfully correct
Borrar