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El general Bazaine era tenido por el general más arrecho del ejército francés en su época. Era un chusquero que había aprovechado la guerra de España para hacer carrera militar, pues antes había tenido una corta vida civil como especiero. De España pasó a Argelia, teatro en el que de verdad fue ganándose sus galones. Sin embargo, la cagó en el cementerio de Solferino, donde su actuación no muy acertada hizo a los franceses perder muchos hombres.
Era el típico general decimonónico, que no tenía ningún aprecio sino por sus intereses bélicos; la suerte de sus soldados, por mucho que éstos lo apreciasen, la verdad, se le daba una higa. Pero era un líder, y los soldados confiaban en él.
La principal misión que el emperador le encomendó a Bazaine fue de enjaretar adecuadamente a los Tres Caciques, que habían comenzado a hacer un poco el subnormal; y que asegurase la elección de Maximiliano “por el mayor número posible de mexicanos”.
Los Caciques habían empezado a hacer bisnes a base de vender bienes nacionales y también los del clero. Bazaine decidió declarar aquellas operaciones como legales, lo cual lo malquistó con los curas inmediatamente. Por otra parte, el mariscal era totalmente consciente de que en aquel México era imposible celebrar unas elecciones, siquiera parciales y limitadas a algunos territorios; por lo cual hubo de contentarse con expresiones colectivas de adhesión, más o menos espontáneas. Los franceses, además de San Luis de Potosí, tomaron Guadalajara y presionaron a Juárez hacia Monterrey. Sin embargo, conforme el rebelde mexicano se acercaba más a la frontera de los Estados Unidos, más inexpugnable se hacía, merced a la protección indisimulada del vecino del norte. Los Estados Unidos tenían muy claro que el plan de París era fortalecer la unidad política mexicana para así establecer una serie de privilegios comerciales entre el país americano y Europa; lógicamente, ése era un plan que no les gustaba nada. Así pues, aunque no se puede decir que fuesen amigos de Juárez, en realidad era el enemigo que más pandán les hacía, y por ello lo protegían.
En Francia, por lo demás, la oposición seguía blandiendo la bandera de la expedición mexicana. Thiers, Berryer, Favre subieron a la tribuna para describir los grandes peligros presentes y futuros que comportaba aquella locura. Víctor Hugo había escrito y enviado una proclama a los mexicanos que comenzaba de forma bien clara con un je suis avec vous. El 26 de enero de 1864, Thiers hizo un discurso en el que, por primera vez, recomendaba al emperador que abriese negociaciones directas con Juárez. Rouher, sin embargo, rechazó de plano esta posibilidad, apoyándose en los éxitos obtenidos por Bazaine. El emperador era de la misma idea y, por eso mismo, invitó imprudentemente a Maximiliano a desplazarse a México.
El archiduque tenía entonces 32 años. Era un tipo más bien sin sangre y con poco carácter. Pero tenía una mujer que era la ambición con faldas: Carlota de Bélgica, nieta de Luis Felipe de Orléans, que quería ser reina a toda costa: de Bélgica, de México o de la comunidad de vecinos de La Merced, 6. Eso le daba igual. Pero ella quería su Corte, su nobleza lamiéndole los pies, sus recepciones emperifolladas, el lote completo. Y se maliciaba que de eso en México tendría todo lo que quisiera (y, la verdad, cuando se ven las celebraciones de quinceañera, se tiende a pensar que no se equivocaba). La pareja viajó a Londres, donde los recibieron como a comerciales de Vodafone; y después fueron a París, donde el emperador y la Euge los recibieron a todo trapo. Ambos, archiduque y emperador, firmaron un acuerdo por el cual los macrones se comprometían a mantener 45.000 hombres en México hasta 1867, aunque la Legión Extranjera estaba llamada a permanecer hasta 1873. Los costes de la expedición habrían de ser reembolsados por Maximiliano una vez emperador de los mexicanos. Lo cual nos lo dice todo de cómo la política del siglo XIX comenzaba a parecerse a la del XX y el XXI: políticos que firman compromisos sin saber a ciencia cierta si cuentan con los compromisos suficientes para honrarlos. Porque, la verdad, Maximiliano no sabía nada, y nada es nada, sobre los recursos que le ofrecía la nación mexicana. En el tratado también figuraba la cláusula exigida por el emperador Francisco José, en el sentido de que Maxi renunciaba a todo derecho sobre la corona imperial austríaca.
El México donde desembarcaron Maxi y la Carola era una nación que, gracias a las gestiones de Bazaine, parecía verdaderamente un lugar normalizado y que había aceptado al emperador austríaco. El problema fue el de siempre. Y digo “el de siempre” porque, con permiso de los mexicanos a los que, tal vez, el símil no les guste, mi opinión es que la gestión de Maximiliano en México se parece un poco a la de los napoleónicos en la España de principios del XIX; o el experimento de los Estados Unidos en Iraq o Afganistán. Cada país, cada pueblo, en cada momento, tiene su gobierno; y las formas de gobierno, por muy perfectas que nos puedan parecer, no son exportables sin más, llave en mano, de un sitio a otro. Maximiliano, consciente de que su figura y antecedentes olían a Antiguo Régimen, se empeñó en hacer en México una gestión bastante liberal; pero esa gestión liberal no hizo sino enfrentarlo con casi todos los rincones de la sociedad mexicana, poco acostumbrada a esas novedades. Maximiliano quiso imponerle a la Iglesia mexicana un concordato cuando estaba acostumbrada a hacer lo que quisiera, así como declarar definitivamente legales y no impugnables las ventas de bienes eclesiásticos. Así pues, se colocó al clero en contra. Tratando de recortar los poderes del ejército, se malquistó con sus mandos. Tomó medidas que no gustaron a los grandes propietarios. Y todo esto ocurría en un entorno de radical incapacidad económica, con el Tesoro mexicano exhausto. Maximiliano llegó a México con un préstamo concedido en Londres de ocho millones y medio de libras esterlinas; dinero que se volatilizó muy pronto porque fue usado por los banqueros financiadores de la expedición francesa para recuperar lo suyo (más una comisioncita). Así las cosas, hubo que negociar a pelo puta otro préstamo, esta vez en Francia y de 250 millones de francos (abril 1865).
Las únicas buenas noticias que escuchaba Maximiliano eran las militares. Los franceses parecían bien capaces de repeler los ataques juaristas en el norte y, en el sur, habían sido capaces de prender en Oaxaca a su principal lugarteniente, Porfirio Díaz (9 de febrero de 1865). El 3 de octubre, creyendo darle el golpe de gracia a las guerrillas, el gobierno decretó pena de muerte para toda aquella persona que fuese encontrada en posesión de armas. Este decreto provocó muchos fusilamientos, de hecho.
Más o menos en paralelo a la aventura mexicana que, en el momento procesal en que la dejamos, parecía haber salido de coña, el emperador de los franceses había comenzado a impulsar otra aventura territorial, siempre soñada por los Bonaparte de una manera o de otra: la ampliación del imperio colonial africano.
Argelia, la principal posesión francesa en el continente, era un lugar que apenas se podía decir pacificado y tranquilo. En la década de los cincuenta del siglo XIX, los franceses habían conseguido dominar los grandes oasis del desierto. Sin embargo, la Kabilia, es decir la región que se extiende cerca del mar, estaba en rebelión abierta. Gobernaba el país el general Jacques Louis César Alexandre Randon, conde de Randon, y en 1857 logró, después de muchos esfuerzos, someter más o menos la zona.
Una vez dueño, siquiera nominal, de Argelia, el gobierno francés fundó hasta un centenar de nuevas poblaciones. Se concedieron muchas ayudas y apoyos a los productores agrícolas y, sobre todo, como medida más importante, en 1851 la metrópoli francesa se había desarmado arancelariamente respecto de los productos venidos de la colonia. La población europea en Argelia comenzó a crecer de forma muy acelerada, de forma que en 1861 eran ya más de 200.000 personas.
El emperador, creyendo totalmente ganada la batalla de hacer de Argelia una posesión francesa, decidió declararla como un territorio totalmente bajo la administración francesa, bajo la tutela del príncipe Napoleón. Se montó un régimen muy francés, basado en la figura de la prefectura como poder máximo local, asistido por un consejo general. Se estableció un presupuesto autónomo y se decretó que los argelinos tendrían su propia Corte de Apelaciones.
En 1860, tras dos años de desarrollo de esta experiencia, para cualquiera que no fuese francés, e incluso para un porcentaje no desdeñable de éstos, era evidente que este esquema tan perfecto se había ido a la mierda. En primer lugar, para mandar sobre todo aquello habría sido un detalle importante no designar a un subnormal. El príncipe Napoleón, que de paradas militares montado a caballo mostrando sus bruñidos entorchados sabía mucho, de administración no sabía nada, ni quería saber. Nunca se tomó en serio su nombramiento argelino; fue como ese señorito terrateniente andaluz, aragonés o leonés que, por mor de los casamientos de su familia, posee una gran finca en la otra punta de la península que, en realidad, ni siquiera visita. Por otra parte, con un criterio muy francés, los diseñadores del proyecto habían asumido que, en cuanto apareciese por las ciudades argelinas un prefecto de raza blanca hablando como el inspector Clouseau, todo el mundo se iba a postrar ante la evidente exhibición de superioridad de la raza gala. Pero, quiá: los putos argelinos se empeñaron en ver a aquellos tipos a gente muy rara, y prefirieron seguir obedeciendo a los hombres de su comunidad a los que respetaban y que además no les hablaban como si tuvieran un algodón en el paladar.
Así las cosas, el emperador decidió volver a nombrar un gobernador general, y para la labor llamó a un viejo conocido nuestro: el mariscal Pélissier. El emperador había hecho un viaje por Argelia con la Euge y se había convencido de las grandes posibilidades de aquel territorio (y eso que no sabía ni una palabra sobre el gas natural); pero, asimismo, también se dijo que, la verdad, los funcionarios civiles no parecían ser capaces de hacer gran cosa. Así pues, decidió militarizar el gobierno de la colonia.
Esto, sin embargo, hay que matizarlo. Muchas personas tienden a pensar que cuando es el ejército el que domina el gobierno, lo hace para practicar políticas conservadoras. Y no es exactamente así. A veces, de hecho, es justo al contrario. La militarización del gobierno argelino se hizo, fundamentalmente, para proteger a los productores locales contra los abusos de los colonos y los terratenientes europeos. Luis Napoleón le escribió a Pélissier: “Argelia no es ya una colonia en el sentido estricto de la palabra, sino un reino árabe. Los indígenas y los colonos tienen el mismo derecho a disfrutar de mi protección. Yo soy tan emperador de los franceses como de los árabes. Así las cosas, impulsó un senado consulto para determinar los límites territoriales de cada tribu (22 de abril de 1863), basado, como unidad básica, en el duar, entendido como la reunión de familias en un mismo campamento. Puesto que los árabes no tenían en sus tradiciones la propiedad individual, sería el duar el que ejercería dicha propiedad.
Este proyecto suponía catastrar Argelia entera. Un proyecto ya de por sí complicado que, por lo demás, fue obstaculizado por los colonos, muchos de ellos poco interesados en que se identificasen tierras que se habían apiolado por el artículo 33; así como los funcionarios de la administración civil, normalmente aliados a los propietarios blancos.
En 1864, como consecuencia de esta situación poco clara, en el Orán meridional se produjo una fuerte insurrección. Una tropa francesa fue masacrada por rebeldes al mando de Si Sliman, aga de los Uled-Sidi-Cheiks, cerca de Géryville (El Bayadh). Se produjo una sublevación general que obligó a enviar nuevas tropas desde Francia. Se juntaron más de 85.000 soldados en la zona que llevaron a cabo una represión que duró más de un año.
En mayo de 1865, el emperador decide tomar el toro por los cuernos personalmente. Le entrega, por segunda vez, la regencia a su mujer, y vuelve a Argelia. Allí lanza dos proclamas: una a los colonos, instándoles a convivir con los locales; y otra a la población local, asegurándole que sus intereses serán atendidos. El tema le funcionó. Ambas partes lo vitorearon en las poblaciones que visitó, y la mejora del ambiente le dio margen para poder decretar el perdón de las tribus rebeldes. Pélissier había sido sustituido por Mac-Mahon y, nada más regresar a París, el emperador le envía instrucciones detalladas de lo que quiere hacer: los argelinos deberán ser gradualmente aceptados a la condición de franceses.
A mediados de los sesenta, pues, el emperador parecía haber puesto una importante pica en América, y haber regulado adecuadamente las posesiones africanas de Francia. ¿Qué podía salir mal?
Pues, la verdad, muchas cosas. La principal de ellas, Juncker Otto Eduard Leopold von Bismarck, más conocido como Otto Eduard Leopold de Bismarck-Schönhausen, príncipe de Bismarck y conde de Lauenburgo; otrosí, Otto Fürst von Bismarck Graf von Bismarck-Schönhausen, Herzog zu Lauenburg.
El hombre que diría: “ya está bien con la coñita ésta de los franceses de los cojones”.
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