lunes, noviembre 02, 2020

Franco y Dios (29: el obispo que dijo: si el Papa quiere que sea primado de España, que me lo diga)

Como quiera que el tema de España, la República y la Iglesia ha sido tratado varias veces en este blog, aquí tienes algunos enlaces para que no te pierdas.

El episodio de la senda recorrida por el general Franco hacia el poder que se refiere a la Pastoral Colectiva

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Y ahora vamos con las tomas de esta serie. Ya sabes: los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.
Y Serrano Súñer se dio, por fin, cuenta de que había cosas de las que no tenía ni puta idea
Cuando Franco decidió mutar en Franco


Antes de seguir con el relato que hemos dejado parado en la nota del Ministerio de Asuntos Exteriores anunciando un acuerdo entre España y el Vaticano, hagamos una digresión. La digresión de un nihilista ideológico.

Como nihilista ideológico que soy, contemplo a las personas que creen en algo en política con una mezcla de curiosidad y conciencia de que nunca les entenderé. Con todos mis respetos hacia las personas que creen en ideologías, mi opinión particular es que, en todos los casos, parten de un supuesto erróneo y, claro, si el primer axioma de su geometría es falso, ya todo el resto del edificio es algo complicadillo de creer. Ese primer axioma es que el gobernante trabaja para el bien común. Esto no es cierto. Como no es cierto que Francisquito trabaje por las almas de los hombres; trabaja por la pasta; exactamente igual que el gobernante trabaja por ese tipo especial de pasta que es el poder. Para mí, la persona que admira a la mayoría de los gobernantes es como ese Calogero de A Brooklyn Tale de quien se ríe Chazz Palminteri por admirar a un tipo, el beisbolista Michey Mantle, que ni le conoce ni jamás hará nada por él. 

A los gobernantes todo lo que les interesa es mantenerse en el poder. Por eso es tan interesante estudiar a Francisco Franco, en lugar de contemplarlo a través de una historiografía de puzzle de los Pitufos. Es la persona, nos guste o no, que más ha perfeccionado, en el siglo XX, esa táctica que todo político aspira a perfeccionar; sólo Jordi Pujol está en condiciones de discutirle el liderazgo. Franco, que decía que no se metía en política, quintaesencia al político moderno, que cada movimiento que hace, incluso la decisión de desayunar una ciruela o una tostada, está presidido por el principio mayor de conseguir apoyos para permanecer. 

Es muy importante entender esto por dos razones. La presente es que no entenderlo provoca que uno luego se lleve disgustos provocados por la famosa frase "Yo no voté a [Político] para que [Política]". Creo que es mucho más sano darse cuenta de que el político concibe tu voto como un poder notarial, no como un compromiso. La segunda razón es que, entonces, la Historia no se puede entender (que es lo que le pasa, sin ir más lejos, a la mayor parte de los licenciados en Historia). ¿Cómo se va a entender la Historia si se cree que sus actores están haciendo lo que no están haciendo y, consecuentemente, no están haciendo lo que se supone que están haciendo? 

Ramón Serrano Súñer estaba jugando un juego muy peligroso. No era del todo tonto, aunque sí le faltaba mentalidad estratégica, y tenía mucha información. Serrano no quería exactamente echar a Franco; pero quería sanjurjearlo, esto es, convertirlo en el Brazo Incorrupto de la Salvación de España para que se pasease por el Consejo Nacional del Movimiento, las Academias, las Iglesias y la inauguración del año judicial haciendo discursos sobre la idiosincrasia de la nación española, sobre las esencias inmanentes de un pueblo reunido en haz de progreso, sobre la luminaria de la religión católica que aún seguía brillando en el horizonte español, borrando las protervas sombras de la conspiración judeomasónica internacional; sobre ese tipo de cosas. Para poder llevar a cabo sus planes encontró al nazismo; pero si el punto del derecho y del revés hubiese tenido las mismas posibilidades, igual se habría comprado unas agujas de tricotar y se habría dedicado a tejer bufandas. 

Lo que hay que entender es que lo importante para Serrano era alcanzar esa cumbre que casi tocó cuando fue nombrado presidente de la Junta Política. Repetimos: eso era todo lo que le importaba; por mucho que, a toro pasado, se dibujase en sus memorias como un honrado ser atormentado ante la posibilidad de que los españoles tuviesen que vivir otra guerra. Y cuando a un político todo lo que le importa es subir un escalón más o no bajar ninguno de los que ha subido, la realidad le da igual. Los intereses de España, o de los españoles, le dan igual. Todo le da igual, porque todo lo que le importa es él, tener el poder, mantenerse en el poder. Y estamos, precisamente, ante un buen ejemplo de esto que digo. No había acuerdo con el Vaticano. Pero Serrano necesitaba un triunfo en la mano, y decidió que éste lo sería. Un tipo que está escalando en el poder a lomos del nazismo imperante en Europa, sospechoso de anticatólico, acordando con el Vaticano. ¿Se puede pensar en un mejor golpe de efecto? Hombre, cierto no era. Pero, de verdad, cuando alguien cree en ti como político, ¿qué puto papel de mierda juega la verdad en eso?

Fin de la digresión. Continuemos.

La nota oficial del Ministerio de Asuntos Exteriores era un teórico triunfo de Serrano. España y el Vaticano no habían alcanzado ningún acuerdo sólido. De hecho, en el Vaticano había muchas fuerzas (Vidal i Barraquer y sus acólitos, los sacerdotes vascos y la diplomacia inglesa) que presionaban para que no hubiese ningún tipo de componenda entre las partes. Todos ellos trataban de convencer al Papa de que el nuevo giro falangista hacía que el Estado español no fuese de fiar. Lo único que tenía España para contrarrestar esas fuerzas era al prepósito general de la Compañía de Jesús y al nuncio Cicognani, al cual la vida en España lo había vuelto bastante comprensivo hacia los postulados de Franco.

A pesar de anotarse ese tanto, confirmado pocos días después cuando la Prensa anunció la firma del convenio entre ambas partes, Serrano había iniciado su decadencia; de hecho, es esa decadencia la que explica que hiciese público un acuerdo tan feble. En mayo de 1941, tras la crisis de gobierno, diseñada y pilotada en su totalidad por el general Franco, fue cuando empezó, en mi opinión, el franquismo propiamente dicho. Hasta entonces, Franco había sido general que, desde una posición teórica de primus inter pares aunque derivando cada vez más hacia el culto personal, había conseguido regalarle al Ejército español la victoria en una guerra que tenía que haber perdido. La gratitud de tal servicio lo convirtió en el primer gobernante del Nuevo Estado, pero no necesariamente el único ni el último. Sin embargo, los más inteligentes de entre los miembros de su grupo estrecho de asesores permitieron que Falange creyese que el general les iba a otorgar lo que ellos creían merecer en justicia, que era la dominación total del Estado y de la sociedad españolas. Soltar a los dóberman falangistas por las calles tuvo el efecto que estos estrategas esperaban: la España de derechas de toda la vida, que no era, desde luego, Falange (Falange, en muchas cosas, puede considerarse hasta de izquierdas, aunque ahora cueste creerlo), se acojonó. El general Von Blomberg, representante del Ejército tradicional prusiano (no nazi), le exigió a Adolf Hitler, paseando por los jardines de la residencia del presidente Hindenburg, que solucionase el problema de las SA de Ernst Röhm; las entrevistas paralelas de Franco debieron ser varias: con Gomá, probablemente; pero, también, con financieros, con prohombres de la cultura, de la universidad. Con el Ibex, diríamos hoy. Personas que le dijeron, mi general, su mano derecha quiere crear en España un Estado absolutamente extraño a nuestra tradición. Y Franco entendió. A finales de mayo, por ejemplo, le arrancó de las manos a su cuñado el control sobre la Prensa del Movimiento, que le entregó a la Vicesecretaría de Educación Popular de FET y de las JONS; en otras palabras, se la dio al nuevo falangista en que había decidido apoyarse: José Luis Arrese. Un hombre mucho más acomodaticio que Serrano y que, además, no tenía, como Iznogud, la ambición de ser visir califa en lugar del visir califa.

Yo tengo por muy posible que Serrano Súñer acelerase la conclusión del convenio por todo este ambiente en el cual veía venir la crisis de mayo y el relativo arrinconamiento, si no de Falange en su conjunto, sí de los elementos del partido que eran más proclives a la operación que el cuñado tenía diseñada para España, la Operación España Parda (así la llamo yo; no os vayáis a creer que alguien le puso ese nombre…) Además, opino que Serrano, precipitando las negociaciones, trabajó por su propio interés y no por el de España. Porque, la verdad, el convenio firmado es un gol de Messi por la escuadra.

Cicognani había maniobrado para “madrileñizar” la negociación; es más que posible que, para ello, le dorase la píldora a su interlocutor, ponderándole su inteligencia sin par y su alta capacidad negociadora. De esta manera, el astuto nuncio consiguió lo que buscaba, que era apartar a Yanguas de los círculos de decisión, consciente como era de que se trataba del tipo más listo del equipo contrario.

Yanguas Cicognani le coló a Serrano en el pacto un artículo, el 9, por el que España se comprometía a observar los cuatro primeros artículos del Concordato de 1851 entretanto no se llegase a una solución definitiva; y otro, el siguiente, en el que se comprometía a no legislar sobre materias de interés común o de interés eclesial sin consulta previa a la Santa Sede.

Los artículos 1 a 4 del Concordato establecen que la religión católica es la única de España; que la enseñanza, en consonancia, se regirá por las enseñanzas católicas; que los sacerdotes y prelados no podrán ser molestados ni impedidos en el ejercicio de sus funciones y, por lo tanto, tenían derecho a su identidad jurídica en los términos del Derecho canónico. En otras palabras: Ramón Serrano Súñer, el lisssssto, le había dado a la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, todo lo que necesitaba para que sus incentivos para negociar un Concordato completo fuesen cero Zapatero. Todo el resto de Concordato que quedaba por negociar, por así decirlo, le interesaba a España, pero no a los Francisquitos. Y, para colmo, España se ataba de pies y manos a la hora de poder presionar a la Iglesia, pues, encima, se comprometía a negociar con ella cualquier medida que pudiera servir para ejercer dicha presión. De hecho, la primera vez que hubiera en un gobierno español un ministro de Asuntos Exteriores que supiese palparse los testículos en busca de bultos, cosa que no ocurrió hasta Ramón Fernando María Castiella, lo primero que hizo ese inquilino del palacio de Santa Cruz fue negociar la derogación del artículo 10 de aquel acuerdo.

Los logros de Serrano a cambio de tamaña cesión, como digo muy probablemente dictada por la premura de lograr algo con lo que mantenerse en primera fila gubernamental, eran más bien pocos. Consiguió, por ejemplo, que en el nombramiento de obispos no existiesen listas previas, ni del Vaticano ni del episcopado español; pero hay que hacer notar que éste era un matiz al que ya estaba dispuesto a transigir Cicognani de semanas atrás. Además, la propuesta de Cicognani que finalmente se pactó, puesto que había pasado por la Thermomix del Vaticano, había variado lo suficiente como para reducir el poder real del gobierno español en una medida casi total: en efecto, una vez que el nuncio y el gobierno acordasen una lista de seis personas idóneas para ocupar la sede vacante, el Papa le comunicaría al nuncio tres de éstos que considerase adecuados, y el nuncio se lo cascaría al gobierno, para que el gobierno, en un plazo de treinta días, comunicase cuál de los tres le molaba. Sin embargo, ojo con el anexo: en el caso de que el Papa no fuese capaz de formar una terna que le gustase, retenía la capacidad de completarla o formularla con nombres nuevos; si bien es cierto que el gobierno podía expresar objeciones respecto de uno o todos los nombres, lo que abriría nuevas negociaciones, pero no otorgaría expresamente derecho de veto. En la práctica, pues, para cada obispado, el Papa retenía una elevada capacidad, si no de pilotar el proceso, pues la designación le competía a Franco, sí a dilatarlo a base de presentar candidatos que al gobierno español lo moviesen a nuevas negociaciones.

La propuesta, pues, era un equilibrio vaticano: por un lado, la Iglesia no podía nombrar obispos sin la autorización del gobierno; pero, por otro, retenía un control más que amplio sobre el proceso de selección de los precandidatos. Era un equilibrio vaticano porque, como todos los equilibrios que se diseñan en el Vaticano, cabeceaba hacia el Vaticano.

Todo parece indicar, en todo caso, que el acuerdo de 1941 era el típico pacto entre dos partes en el que cada una de ellas considera que ha firmado una cosa diferente. La Iglesia, con razón, consideraba que había firmado un sistema de designación que formalmente era una cesión, pero en la práctica no lo era. Y los falangistas consideraban que habían firmado algo que no era una cesión en modo alguno. Ésta es la razón de que, con alguna muy pequeña excepción, como el cambio de monseñor Pla y Deniel de Salamanca a Toledo, forzado por el fallecimiento de Gomá, mientras la estrella de Serrano rutiló en el Movimiento Nacional no hubo nombramientos de obispos. La Falange quería nombrar obispos de su cuerda, pero el Vaticano resultó no ser partidario.

El acuerdo, aunque públicamente anunciado, era secreto en sus detalles. Pero el personal estaba mosqueado por lo que acabo de decir: sabiendo que había un acuerdo, resulta que las sedes episcopales seguían vacías.

El nombramiento de Pla i Deniel es un buen ejemplo de cómo la aplicación práctica del acuerdo chirriaba. Este obispo, que lo era de Salamanca, había sido designado de alguna manera para heredar la sede primada toledana por su antecesor. Isidro Gomá, en efecto, discutió el tema de su propia sucesión con Cicognani algunas semanas antes de morir, y concluyó con él en que el mejor candidato era Kike Pla. A ambos les gustaba que Pla, a pesar de tener un perfil conservador en lo personal, era un obispo al que no le gustaba demasiado plegarse a las voluntades del poder civil. En todo este tipo de historias siempre hay alguien que se muere por el puesto, y ese alguien era Eijo y Garay, quien con seguridad percibía que su primacía no sería vista con malos ojos en el gobierno. Pero Gomá no tragó.

Franco, que había pasado muy largas temporadas en Salamanca durante la guerra civil, conocía al obispo Enrique Pla y lo apreciaba personalmente. Sin embargo, sería el sacerdote el que diese la sorpresa pues, tras la firma del acuerdo entre el Vaticano y España en junio y su primera aplicación, por así decirlo, en el nombramiento del primado de España, él comunicó que declinaba el puesto. Pla había estado en Roma en 1940, algunos meses antes pues, y al parecer Pío Francisquito le había echado la bronca. Al Papa no le gustaba nada cómo había llevado el obispo las gestiones para la creación de la universidad pontificia; asimismo, también le reprochó haber sido demasiado “nacional” en sus pastorales durante la guerra civil. Monseñor Pla, que era un tipo de armas tomar de ésos que si te pilla como alumno te deja las orejas rojas, se cogió un cabreo de tal entidad que dicen que arreó un sonoro puñetazo en la mesa delante de Pacelli.

Hemos de entender, pues, que cuando le ofrecieron la sede primada de España, el titular de la de Salamanca se pudiera maliciar que lo que le entregaban se lo entregaban en contra del criterio del Papa. Así pues, dijo no; y cuando le insistieron, dijo que sólo aceptaría la sede si el Papa expresaba claramente su pensamiento al respecto. Desde Madrid se envió un telegrama a Roma indicando tal petición, y la Secretaría de Estado contestó secamente que Francisquito no tenía por qué comentar sus pensamientos sobre nadie con nadie (nadie en carne mortal, supongo). Ante dicha respuesta, Pla reiteró su negativa.

A Franco este tema se le hizo bola. Con mucho trabajo, habían conseguido formar una terna creíble: Pla i Deniel, Eijo Garay y monseñor Agustín Parrado, titular de la sede granadina; todo para que ganase don Enrique. La cosa tenía sus bemoles y bastante fondo, porque el problema era que Pacelli quería que el cardenal primado de España fuese… Segura. Cicognani en Madrid y Yanguas en Roma tuvieron que desplegar todas sus artes de convencimiento hasta que consiguieron arrancarle a Maglione un telegrama teóricamente firmado con el Papa, laberíntico y abstruso, que venía a parecer que decía que no le parecía mal.

Sin embargo, los problemas con la aplicación práctica del acuerdo no pararon ahí. Al Vaticano le sentó a cuerno quemado la redacción dada por el Ministerio de Asuntos Exteriores a la comunicación del BOE, en la que se decía que Franco “se había dignado nombrar” al primado de España, “constando la aceptación por la Santa Sede”. El nuncio protestó formalmente. Hasta en la fórmula escrita de la norma tuvieron que acabar poniéndose de acuerdo estas dos partes negociadoras que, como podéis ver, a pesar de todos los acuerdos seguían en la confrontación.

4 comentarios:

  1. Anónimo11:14 a.m.

    "cosa que no ocurrió hasta Ramón María Castiella...". Querrá usted decir Fernando María Castiella...

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  2. En "Yanguas le coló a Serrano en el pacto un artículo,", ¿seguro que es Yanguas? ¿No sería Cicognani?

    Como de costumbre, disfrutando como cerdo en cochinera con esta serie.

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  3. Iznogouz era visir. Quería ser califa en lugar del califa...

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