Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido
La
victoria de Bailén, a la que dedicaremos unos párrafos el lunes, no decidió ni de coña la suerte de la Guerra de
la Independencia, pero sí que sirvió para ser uno de esos momentos
en los que, como dijo Churchill de Stalingrado, giraron los goznes de
la Historia. Fue mucho más importante por sus consecuencias
sicológicas que por las militares. Sirvió Bailén para que
Inglaterra comprendiese que Francia, a la que ya sabía vulnerable en
el mar, también lo era en tierra; y eso la decidió a apoyar sobre
el terreno a los españoles, apoyo del que muchas veces habrían de
dudar sus generales, hartos de un ejército que no era un ejército,
de un Estado que no era un Estado; pero que siempre se mantuvo
razonablemente incólume.
El 20
de julio, cuando José Bonaparte llegó a Madrid, su primera orden al
conde de Rovigo fue que inquiriese noticias frescas y ciertas de
Dupont. Los franceses se maliciaban que algo jodido estaba pasando y,
aunque Savary era de la opinión de que nada le podía pasar, el
hermano del emperador no las tenía todas consigo. Sin embargo,
cuando fue proclamado rey de España, apenas unos días después de
la derrota, es posible que todavía no tuviese noticias ciertas de lo
que había pasado.
Esto
no era lo que pasaba en el bando español. Los españoles, dueños de
las cárcavas y los pasos estrechos de las sierras, centinelas de los
collados, dejaban pasar a sus correos y, si era necesario, los
alimentaban y les refrescaban las monturas. En consecuencia, si los
franceses estaban hueros de noticias sobre Andalucía días después
de la capitulación de Andújar, los castellanos la conocían apenas
un día después. José Bonaparte se inclinaba por creerlos, pero
tanto Savary como sus otros generales consideraban que era todo
propaganda o sea, ejem, bulos contrarios al gobierno de la Nación. No se convenció hasta que le llegó a Madrid comunicación
de un oficial responsable de uno de los pasos entre la capital y
Sierra Morena, informándole de que por allí había pasado un
oficial francés que tenía la misión de comunicar la capitulación.
Dicho oficial tenía la vida garantizaba porque iba, de hecho,
prisionero de un escuadrón de caballería español. Savary, quien se
quedó pijarriba cuando recibió la carta, dio orden tajante al
destacamento de Aranjuez para que, al paso del grupo, detuviese a los
españoles y enviase a Madrid, cagando leches, al oficial de los huevos.
El
oficial se apellidaba Villoutreys, era edecán del general Dupont y
gentilhombre del emperador. Llegó a Madrid el 29 de julio y, cuando
mostró los documentos que traía al Estado Mayor francés, los
cojoncillos se les salieron de sus escrotos y rebotaron escaleras
abajo del Palacio Real. La peor noticia que traía Villoutreys era
los cinco días que le había tomado el viaje, porque eso significaba
que las tropas españolas no podían estar lejos. El oficial, de
hecho, edulcoró las cosas para que sus mandos no se acojonasen en
exceso. Sin ir más lejos, les dijo que los destacamentos franceses
de Sierra Morena seguían allí; lo cual no era verdad, pues su
rendición fue una de las condiciones de la capitulación de Andújar.
Ante
la situación, como digo parcialmente provocada por la soberbia de
Savary, quien no quiso creer los rumores que le iban llegando, a los
responsables militares franceses no les quedó otra que aconsejarle
al rey de España que saliese de su capital echando leches, ante la
posibilidad cierta de que sus súbditos lo colgasen de un pino.
José
Bonaparte, en efecto, convocó con Consejo de Guerra tras conocer las
graves noticias; ahí fue donde aceptó el consejo de Savary, no sin
tener que imponerse a la posición de algún que otro gilipollas, que
consideraba imposible que unos sucios españoles pudiesen prevalecer
sobre una civilización como la francesa, tan impecablemente dirigida
que inventó el Camembert (yo es que practico cierto desprecio
escéptico hacia los alimentos que, por muy bien que sepan, huelen a
mierda, como el dicho queso o las sardinas a la plancha).
Así
las cosas, el 30 de julio salía José Bonaparte de su Corte recién
estrenada y, apenas un día después, abandonaba la ciudad el último
soldado francés. El 3 de agosto, Pepe Plazuelas durmió en Buitrago.
Para entonces la tropa francesa, fruto de la humillación, el miedo e
incluso la desesperación, se había convertido en una patota de
hijos de puta que allí donde iba lo saqueaba todo (cosa que, por
cierto, y como ya hemos contado, harían también nuestros aliados al
mando de sir John Moore). En Buitrago su furor latroníceo fue tan
intenso que incluso saquearon los cofres del propio rey. Fue también
en Buitrago donde Savary, en un gesto de acendrados valentía y
compromiso como sólo puede mostrar un francés en su salsa, le
comunicó a José que se marchaba a Francia, cosa que hizo tout de
suite. La disculpa que puso el mentiroso y maniobrero agente de
Napoleón en España no tiene, creo yo, un pase: le dijo al rey que
él era el jefe supremo del ejército francés en España, pero que
tal cosa no existía ya. Bueno, ése es precisamente el momento en el
que un jefe que de serlo se precie tiene que apretar los dientes y
los puños, y morir en la trinchera si necesario. Los franceses, sin
embargo, siempre han sido muy de que los que casquen sean otros. Ya lo he dicho: siempre macroneando.
Pero,
bueno; aquí, para lo que estamos, es para contar la peripecia de los
Borbones, y de todos ellos el más Borbón de todos, Nando el Felón.
El 6 de mayo, como hemos visto, Napoleón pudo considerar, con
justicia, que sus planes para España se habían completado, que era
el dueño del país y de su familia real. En dicha fecha, en
consecuencia, le escribe una carta a Talleyrand en la que le da
instrucciones precisas para el traslado de los reyes padres, la
infanta María Luisa, el infante Francisco y Godoy a Fontainebleau,
que habría de ser una residencia provisional hasta que estuviese
lista la definitiva en Compiègne (Talleyrand, por cierto, habría de
contestar esta carta de su jefe anunciándole que la residencia
definitiva estaría lista para entrar a vivir el 1 de julio).
El 9
de mayo, esta expedición de españoles subvencionados (o sea, de
españoles a secas) partió de Bayona camino de su casita de campo.
El viaje no fue rápido, pues el 25 llegaron los reyes, Francisco (no
el cantante; el infante), Godoy y casi dos centenares de personas que
los acompañaban, y entre los que se contaba, por razón ya de la
provecta edad del Borbón, un nutrido equipo médico: José Soria,
médico de Cámara; Ignacio Lacaba, cirujano; Luis Gayorreta, también
médico; y el apotecario Tomás Arias.
La ex
reina de Etruria no iba en esta expedición porque para entonces
estaba un poco cansada de los reyes padres y quería algo de
independencia. Pretextó que tenía que acabar unas negociaciones con
el ministro de Asuntos Exteriores y retrasó su llegada
Fontainebleau. Rápidamente, Napoleón le ordenó que se fuese a
vivir con su familia, pero María Luisa no tardaría de arrancarle a
los reyes el permiso para vivir independientemente. Alquiló una casa
en Passy y, para cuando los reyes partieron a Colmpiègne, ella fue
conminada por los franceses a quedarse en Fontainebleau.
A
pesar de estos traslados forzados, Carlos IV seguía creyendo a pies
juntillas en la bondad de Napoleón; es probable que haya algo
sicológico aquí, pues, literalmente, creer eso era ya lo único que
le quedaba al rey para lograr encajar las piezas del mundo. En su
primer día en Fontainebleau le escribió una nueva carta a Napoleón
en sus habituales términos encomiásticos hacia el francés.
El 19
de junio, medio mes antes de lo previsto por Talleyrand, los reyes
padres pudieron estar en Compiègnes. Al parecer, el rey padre,
aquejado ya de gota, tenía grandes esperanzas de mejora por el clima
local; pero pocos días después le escribió al emperador diciéndole
que el clima allí era una mierda, y sugiriendo que autorizase su
traslado a Niza. No sabía nada, el Borbón.
El
rey recibió finalmente la autorización para trasladarse al sur del
país, por lo que Carlos IV y su troupe salieron de Compiêgne el 20
de septiembre, y dos semanas después llegaban a Aix-en-Provence. El
sitio le encantó al ex rey español pero, como quiera que no llegó
a un acuerdo satisfactorio con el propietario del edificio donde
quería aposentar sus orondas carnes, siguió viaje hasta Marsella.
Lo de
la fallida negociación con el casero provenzal nos da ya una buena
pista de lo jodido que era el estado general de las finanzas de este
rey transhumante y no sé si decir si depuesto pues, en su
literalidad, nunca fue depuesto por nadie. La culpa era de Napo. Los
franceses le habían prometido una jugosa pensión de 625.000 francos
al mes; sin embargo, en carta que escribió el 1 de mayo de 1809,
Carlos informa que, en nueve meses, en lugar de recibir todo ese
dinero apenas ha recibido 300.000 francos, por lo que, dice en la
misiva, ha adquirido fuertes deudas y, se queja amargamente, no puede
ni siquiera ir a lo baños de Aix porque allí ya no le fían.
¿Qué
hicieron los franceses? Pues qué iban a hacer: macronear, por
supuesto. Al rey le fueron dando pasta con cuentagotas y, de hecho,
no fue hasta mediados de noviembre de 1809 que las cosas se fueron
arreglando algo. Para colmo, llegó un momento en el que Napoleón,
pretextando que no recibía rentas de España (cosa que era cierta),
decidió rebajar la pensión. Los 625.000 francos pasaron a ser
200.000 e, incluso, 150.000 en 1811; rebajas que, sin embargo,
tampoco lograron que los pagos se regularizaran, así pues las
mensualidades siguieron llegando unas veces sí, y otras muchas, no.
Cuando los reyes padres salieron de Marsella para irse a vivir a Roma
(25 de mayo de 1812), dejaron en la ciudad 250.000 francos de deudas.
En
fin, hemos dejado a María Luisa, la conocida como reina de Etruria,
más cabreada que una mona, sobre todo con Napoleón, en
Fontainebleau. Hemos dicho que desde el primer momento en que se
diseñó el traslado de los reyes padres, su actitud fue clara a la
hora de distinguirse de ellos y mostrarse como un ente autónomo.
Todo era impostura política. Para María Luisa, la noticia de que
los Borbones, su familia, había dejado de reinar en España, suponía
el pistoletazo de salida a una estrategia para tratar de jugar sus
cartas por su cuenta. Para ella, la desgracia de Carlos y de su hijo
Fernando era una llamada clara en plan maricón el último.
Ésta
fue la razón de que María Luisa porfiase incansablemente, a través
del ministro de Asuntos Exteriores, Jean Baptiste de Nompère de
Champagny, duque de Cadora, para que Napoleón la dejase quedarse en
la villa francesa sin seguir a los reyes a Compiègnes. Finalmente,
Napoleón acabó concediéndole el derecho a no seguir a sus papás
en el Blablacar e, ítem más, le concedió el palacio de Colorno,
cerca de Parma, como residencia para ella y para sus hijos, además
de una renta de 50.000 francos.
Claramente,
Napoleón hizo todas esas concesiones para sacar de Francia a aquella
señora, a la que consideraba una importante tocahuevos. No obstante,
la misma razón era la que asistía a María Luisa para desobedecer
estas órdenes veladas de privilegios; así pues, siguió viviendo en
Fontainebleau, pretextando esto y aquello.
El 5
de abril de 1809, Napoleón, harto de la mosca cojonera etrusca, le
manda una carta en la que la conmina a irse, sí o sí, a la puta
Parma de los cojones y dejarlo en paz. La orden fue tan perentoria
que la reina de Etruria hubo de partir incluso a pesar de que uno de
sus hijos estaba bastante enfermo. Napoleón, en todo caso, había
mudado de idea y había dado instrucciones secretas, que no le
comunicó a la interfecta, de que, al llegar la comitiva a Lyon, toda
la servidumbre toscana de la reina, que era mucha, debía ser
separada de su lado. Asimismo, al convoy se añadirían militares
franceses, que obligarían a María Luisa a quedarse en Niza. Al
llegar a Lyon, en efecto, la reina fue hecha virtualmente prisionera;
el hotel donde descansó unas horas fue acordonado por la policía.
A
pesar de una suerte tan clara, a pesar de tener claro que tenía en
el hombre más poderoso del mundo a un enemigo cerval, María Luisa
no abandonó en Niza ni la ambición de ser libre, de ir adonde
quisiera y de tener, como escribieron los cronistas de la época, la
libertad, un nuevo marido y, con él, un nuevo trono. Es así de
sencillo: a María Luisa de Borbón no la torturaba la candidiasis
vaginal; la torturaba no ser reina, no tener súbditos, no tener
siempre la razón, no tener a centenares de personas bailándole el
agua de día y de noche, no observar, a su entrada en cualquier salón
de baile, cómo todo Cristo doblaba el espinazo delante de ella. Con
una terquedad calagurritana, la hija de Carlos y María Luisa
consideraba que el karma le debía otra corona; y si Napoleón no lo
consideraba así, mejor haría en apartarse.
Preclara,
la tipa.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderBorrarEste blog es maravilloso, lo descubrí hace un par de semanas preparando unas clases. Mi más sincera enhorabuena, una pena que este tipo de contenidos no tengan más adeptos. Con tanta mediocridad poblando tertulias y periódicos y está joya, oculta. Un saludo
ResponderBorrarMuchas gracias, Fernando. Encantado de que te guste y te sea útil.
BorrarQuerido JUan, buen día. Comprendo que se trataba de la familia real; pero... ¿cómo gastaban 150 francos en tan poco tiempo?
ResponderBorrar150.000, perdón.
Igual que ahora y siempre.No hay nada nuevo bajo el Sol de los ricos riquísimos.
BorrarBueno, la parte más importante de la respuesta es: no eran los mismos 150.000 francos.
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