Decidiendo una corona
La difícil labor de Godofredo de Bouillon
Jerusalén será para quien la tenga más larga
La cruzada 2.0
Hat trick del sultán selyúcida y el rey danisménida
Bohemondo pilla la condicional
Las últimas jornadas del gran cruzado
La muerte de Raimondo y el regreso del otro Balduino
Relevo generacional
La muerte de Balduino I de Jerusalén
Peligro y consolidación
Bohemondo II, el chavalote sanguíneo que se hizo un James Dean
El rey ha muerto, viva el rey
Turismundo, toca las campanas, que comenzó el sermón del Patriarca
The bitch is back
Las ambiciones incumplidas de Juan Commeno
La pérdida de Edesa
Antioquía (casi) perdida
Reinaldo el cachoburro
Bailando con griegos
Amalrico en Egipto
El rey leproso
La desgraciada muerte de Guillermo Espada Larga
Un senescal y un condestable enfrentados, dos mujeres que se odian y un patriarca de la Iglesia que no para de follar y robar
La reina coronada a pelo puta por un vividor follador
Hattin
La caída de Jerusalén
De Federico Barbarroja a Conrado de Montferrat
Game over
El repugnante episodio constantinopolitano
El mismo año que Espada Larga la roscó, otro importante noble europeo, esta vez francés, anduvo por las tierras santas. Hablamos de Felipe, conde de Flandes, quien, por parte de madre, era nieto de Fulco, lo que lo convertía en primo de Balduino IV. Felipe no vino solo, ya que lo acompañaba una importante tropa de cruzados.
Felipe venía con la intención de casar a los dos hijos de uno de sus primos, Roberto de Bethune, con las dos princesas de Jerusalén. Una, Sibila, era una viuda embarazada; y la otra, Isabela, tenía siete años. Balduino se mostró dispuesto a ponerse él, y su ejército, a disposición de Felipe, si éste aceptaba ser regente y, consecuentemente, defender el reino. Pero el noble consideró que aquello era demasiado; él estaba jugando otro juego, que era colocar a los dos herederos de Bethune para quedarse él con el predio. Así las cosas, la Corte hierosolimitana rechazó las ofertas matrimoniales.
La falta de acuerdo con Felipe tuvo bastantes consecuencias. La flota bizantina, que había bajado hasta la costa israelí fiándose de la presencia del ejército flamenco, puso proa hacia casa en cuanto supo que no había deal. Felipe, sin embargo, no quería marcharse sin algo que contar y, por eso mismo, marchó junto con Raimondo III de Trípoli para sitiar Hama. Aquello falló, pero entonces se fue con Bohemondo III de Antioquía a sitiar Harenc, en la Siria septentrional.
Mientras pasaban en estas cosas en el norte, en el sur, cerca de Ascalon, atacaba Saladino. El líder musulmán, sin embargo, pecó de sobrado. Viendo que el área estaba débilmente defendida, autorizó a sus tropas para que se disolviesen y se dedicasen a la rapiña. Esto le dio tiempo a Balduino de reagrupar sus tropas, encastillarse en Ascalón y luego atacar.
El rey de Jerusalén, sin embargo, apenas tenía 375 caballeros, de ellos 80 templarios al mando de su maestro, Odo de Saint-Amand; y las crónicas nos dicen que Saladino tenía más de 25.000 hombres. Con Baduino estaban el príncipe Reinaldo de Châtillon, que había sido liberado en el 1175 y se había casado con la castellana de Kerak de Moab (ya volveremos sobre esto, que tiene su miga); su tío, Joscelin III de Courtenay, también liberado de las prisiones turcas; y los hermanos de Ibelin, Reinaldo de Sidón y Auberto, obispo de Belén. Eran muy pocos, pero consiguieron coger a Saladino por sorpresa en su retaguardia, en una acción a la que los musulmanes no supieron reaccionar y en la que Saladino salvó en gañote casi de milagro. Luego, los supervivientes de la batalla por parte islámica tuvieron que hacer el camino de Moisés y Josué al revés y, aunque no tardaron cuarenta años, la verdad es que cómodo no les fue.
Balduino había ganado una batalla inesperada, lo que elevó la moral de mucha gente, ya que, gracias a los oficios de Auberto de Belén, había llevado consigo la reliquia de la Santa Cruz; así pues, volvieron los viejos tiempos de la lanza mágica y tal. El rey leproso pactó una tregua con Saladino y, lo que es más importante, le transmitió a los cristianos de Israel la sensación de que, contra lo que la mayoría ya pensaba, no estaba todo perdido.
Dos años después, sin embargo, Balduino iba a sufrir una derrota en el bosque de Banyas, en una batalla en la que el condestable Humphrey de Toron terminó literalmente asaeteado como un San Sebastián por proteger el cuerpo de su rey. En el de Toron, los cristianos perdieron a quien había sido su comandante en jefe con Balduino III, Amalrico I y Balduino IV.
En junio de 1179, los francos fueron derrotados de nuevo, en la planicie de Marj Ayun. La virtud de los islámicos fue la rapidez, pues supieron atacar a los cruzados antes de que sus refuerzos, procedentes de Trípoli y de la orden del Temple, les pudiesen alcanzar. Entre muertos y cautivos, el reino de Jerusalén perdió a la mitad de sus caballeros, entre ellos Odo de Saint-Amand, el jefe templario a quien, por cierto, buena parte de los cronistas responsabilizan de la derrota.
Al mismo tiempo que ganaba terreno en tierra, Saladino armaba a su flota, con la que comenzó a hostigar la costa cristiana, llegando a la altura de Acre, en cuyo puerto tomó control de todos los barcos que encontró allí.
En ese punto, Balduino IV pidió una tregua. Saladino estuvo de acuerdo, no por nada sino porque tanto en Egipto como en Siria tenía el gallinero revolucionado, y tenía que arrear unas cuantas hostias en las comisarías. Por otra parte, el musulmán sabía que podía esperar. Sus informes, con seguridad, le explicaban que el rey de Jerusalén, que ya tenía veinte años, estaba empezando a ser verdaderamente carcomido por su enfermedad.
Por aquel entonces, el conde de Trípoli y el príncipe de Antioquía decidieron peregrinar juntos a Jerusalén. El detalle no se le escapó al rey Balduino, quien se convenció de que venían a algo más que a rezar ante el Santo Sepulcro; venían a deponerlo y repartirse el reino. Así las cosas, trató de impedirles la entrada en la ciudad, lo que provocó un serio y amargo coloquio entre ambas partes. Balduino nunca quedó del todo convencido, por lo que reavivó los planes de casar a su hermana cuanto antes. Sibila ya le había dado un heredero al reino, Balduino, nacido en el 1178; pero ahora se trataba de conseguir ligar a la casa real hierosolimitana a alguien que pudiera aportar tropas.
En la Corte se pensó, inicialmente, en casar a Sibila con el conde de Borgoña; pero aquello no pasó de ser una paja mental, pues la casa de Borgoña era lo suficientemente poderosa en Europa como que aquel puto reino en permanente peligro no les atrajese nada. Entonces se pensó en alguien de la tierra, Balduino de Ramleh, que estaba emparentado con los Ibelin. Sibila, mientras tanto, se estaba puliendo a un caballero francés que había venido de Europa invitado por Inés, la madre de Sibila, y Amalrico de Lusignan, el amante de Inés, precisamente con la intención de arrimarlo a la niña.
Amalrico de Lusignan no era un cualquiera. Los Lusignan eran una de las mejores familias de Francia, condes de La Marche y de Poitou. Amalrico era un hijo menor sin derechos de patronazgo y que, por lo tanto, había ido a Oriente Medio a probar fortuna. Se había casado con la hija de Balduino de Ramleh, sí, el mismo al que ahora querían casar con la hija de su amante.
En los planes de Inés de Courtenay y de su amante, sin embargo, ya os he dicho que estaba otra persona: Guy, un hermano menor de Amalrico, que fue llamado al teatro cruzado para frotarse con Sibila. Guy era famoso por su apariencia galante; una figura parecida al famosillo de jet set de hoy en día. Finalmente convencido, el rey Balduino aceptó el matrimonio de Guy y Sibila, con lo que el marido recibió la dote de su mujer: las tierras de Jaffa y Ascalón, más el título de conde. Para Balduino se trató de una jugada bastante adecuada. Había metido en la familia real a alguien que no parecía tener fuerza suficiente como para disputarle la corona a pesar de su enfermedad pero, al tiempo, era alguien que, en caso de necesidad, juzgaba el rey, podría convocar tropas y ayuda a la zona. Sin embargo, esta operación se ganó la oposición del conde de Trípoli, que se había convertido sin duda en la mayor fuerza cristiana de la zona, y que ya tenía una postura muy enfrentada con la Corte palestina de Jerusalén, a la que juzgaba muy partidaria de los intereses bizantinos en el reino a través de la reina viuda María Commena, su hija y el apoyo de su nuevo marido, Balián de Ibelin. En términos generales, fueron muchos los que no entendieron el gesto del rey de casar a su hermana con alguien que no tenía fortuna propia.
Acto seguido, se planteó el tema del casamiento de Isabela, la otra hermana del rey. El rey decidió que su marido sería Humphrey IV de Toron, hijo de Humphrey III de Toron y de Estefanía de Milly, castellana de Kejak de Trasjordania, y que es la que se casó con Reinaldo de Châtillon como ahora leeremos. En realidad, fue un gesto de homenaje hacia el abuelo, el condestable Humphrey, que había dado su vida por defender la del propio Balduino. Sin embargo, la decisión no fue la mejor del mundo, y eso quedó claro desde el principio. El esposo era todavía un niño de 14 años; pero de él decía todo el mundo que parecía más una mujer que un hombre; así pues, el chaval apuntaba maneras para romper con la pana en el carnaval de Tenerife, pero no, que digamos, en el campo de batalla, que era lo que hacía falta. Y, por otra parte, estaba la pelea de gatas. María Commena era la madre de Isabela y Estefanía de Milly la de Humphrey; y ambas se odiaban a muerte. En 1175, la viuda Estefanía se había casado por tercera vez (después de Humphrey de Toron y Miles de Plancy, muerto un año antes) con el problemático Reinaldo de Châtillon, antiguo príncipe de Antioquía; lo que convirtió a Reinaldo en padrastro de uno de los miembros de la familia real hierosolimitana, y le daba mimbres para optar por la sucesión si los dados caían en la posición adecuada.
Gracias al favor del rey, en la Corte de Jerusalén los dos principales elementos pasaron a ser Inés de Courtenay y su hermano Joscelin III. Lo cual no dejaba de ser todo un problema pues Joscelin, quien recordemos había perdido la posesión del Condado Lavadora en manos de los musulmanes, de alguna manera culpaba de ese paso atrás a la nobleza palestina; y ahora se desquitaba en su propia casa. Además, cierto es que los nobles de Jerusalén habían hecho entre nada y absolutamente nada para liberarlo de su presidio, del que sólo salió gracias a su hermana.
Así las cosas, Joscelin se hizo nombrar senescal, momento a partir del cual se dedicó a hacer uso personal e intransferible del tesoro local. Su objetivo era de largo plazo. Él contaba ya con una muerte relativamente rápida del rey Balduino, y quería que se le garantizase la regencia durante la minoridad del heredero Balduino, el hijo de Sibila. Pero, claro, desde el matrimonio de Sibila había otro candidato claro al puesto, que era su marido Guy; aunque, en realidad, la candidatura de Guy tenía un tapado, que no era otro que su hermano Amalrico de Lusignan, nombrado condestable. Y no olvidarse del muy maniobrero Reinaldo de Châtillon, el hombre que ni Balduino III ni Amalrico I de Jerusalén habían hecho gran cosa por sacar de la cárcel por lo muy problemático que era; y que ahora era el padrastro del marido de Sibila y, por lo tanto, también tenía cierto control sobre el hereu.
En el año 1180 falleció el patriarca de Jerusalén, Amalrico de Nesle. El clero y la nobleza locales estuvieron de acuerdo básicamente en proponer como sucesor a una figura bien conocida y valorada, que había tenido muy buena relación con Amalrico I y que ahora era sostenido básicamente por Raimondo III de Trípoli. No era otro que Guillermo de Tiro, el principal historiador de aquellos tiempos; el antiguo preceptor del rey Balduino. Todo el mundo daba por hecho el nombramiento. Todo el mundo, claro, menos el rey.
Heraclio de Gevauden lo mismo podía haber sido clérigo que ciemero. Carecía de formación y, al igual que otros muchos padres de la Iglesia antes y después que él, carecía por completo de moral. Pero era una persona elocuente, tenía una sabiduría innata a la hora de usar la sin hueso; y le había caído en gracia a Inés de Courtenay. Inés, de hecho, lo había nombrado archidiácono de Jerusalén y más tarde arzobispo de Cesarea. Vistos los deseos de Agnes, el capítulo de Jerusalén, probablemente amenazado por Inés en el sentido de perder su pasta, decidió apoyar la candidatura de este curita con tan buena mano izquierda respecto de las mujeres con dinero y poder. Guillermo de Tiro se ofreció a retirarse de la pelea si el capítulo retiraba también la candidatura de un tipo tan peligroso. De hecho, vaticinó: “si lo elegís, la ciudad será perdida, y con ella todo el territorio que la rodea”.
Heraclio, sin embargo, fue elegido, lo cual escribió un capítulo más en letras de oro de la Historia de la Iglesia católica, opustólica y romántica, que puede contar que, a finales del siglo XII, tuvo un patriarca en Jerusalén que hizo pública ostentación de la concubina con la que vivía en condumio en sus propias estancias patriarcales. Era la mujer de un mercader italiano, se paseaba la ciudad enjaezada de joyas y era por todos conocida como La Patriarquesa.
Así pues, éste era el Jerusalén de los últimos años del siglo XII: un rey leproso, una Corte animada por la enemistad total entre dos mujeres, Joscelin III de senescal, Amalrico de Lusignan como condestable, y el jefe de la Iglesia echando polvos y malgastando lo que no tenía cada día. ¿Qué podía salir mal?
En puridad, todavía hubo cosas que salieron peor. Para entonces, el reino de Jerusalén, militarmente hablando, y teniendo en cuenta que el condado de Trípoli cada vez hacía más la vida por su cuenta, dependía de sus tropas de choque, que eran los hospitalarios y templarios. Ambas órdenes, sin embargo, tenían sus propios jefes, por lo que la autoridad real sobre ellas era relativa; y, además, se odiaban entre ellas. A todo ello hay que unir que, tras 16 años de cautividad, como ya os he dicho, el maniobrero Reinaldo de Châtillon había recuperado su libertad. Ya no era príncipe de Antioquía porque Constancia estaba ya muerta, pero lo seguían llamando príncipe Reinaldo y, sobre todo, mantenía una fama de gran luchador que fue la que le sirvió para conseguir la mano de Estefanía de Milly. Un matrimonio que le dio control sobre tierras fronterizas con Egipto y de gran valor porque por ellas pasaban varias rutas comerciales.
En 1181, en tiempos de paz y tregua, Reinaldo tomó sus tropas y entró con ellas en Arabia. Atacó el camino de Medina. De allí lo echaron tropas turcas pero, en el regreso, atacó y tomó todos los bienes de una caravana comercial que iba desde La Meca hasta Damasco. Saladino hizo valer ante Balduino la tregua que ambos habían acordado y exigió la restitución de los bienes de la caravana. Pero Reinaldo, cuando Balduino así se lo intimase, le contestó que no mamase. Saladino, como respuesta, atacó la Trasjordania. Los barones palestinos acordaron ir al encuentro del musulmán; Balduino comandó las tropas, pero ya fue transportado en litera. Por otra parte, Al-Malik al-Mansur izz ad-Din Abú Said Farrukshah Dawud, sobrino de Saladino y gobernador de Damasco, estaba atacando Galilea. Las noticias de esto hicieron volver a los cruzados, que se enfrentaron a los musulmanes cerca del lago Tiberias. Los cristianos consiguieron parar a los musulmanes, pese a ser inferiores en número. En ese momento Saladino, al mando del ejército, se movió hacia la costa para asediar Beirut; un movimiento diseñado para incomunicar el condado de Trípoli y el reino de Jerusalén. Los cristianos se movieron también hacia Beirut y Saladino decidió retirarse prudentemente. Después los cruzados hicieron varias acciones en el sur de Damasco, llegando a amenazar la capital, aprovechando que la situación de los saladinistas no era la mejor del mundo, puesto que en la vecina Alepo el viejo imperio zengid seguía teniendo muchos partidarios.
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