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El emperador estaba malquisto por el fracaso de su proyecto de congreso para acabar con el status quo de 1815, y prefirió, por lo tanto, no apoyar a Inglaterra en sus deseos de regular el tema de Slesvig y Holstein de una forma que tratase de conservar la situación anterior. Fleury, de todas formas, incluyó Berlín en su viaje y, por lo tanto, se vio con Bismarck. Allí le planteó el tema de Polonia, un tema que casi de cualquier manera corría peligro de obligar a Prusia a perder parte de su territorio. El astuto canciller le lanzó un hueso. Le dijo que no; que Prusia nunca renunciaría a sus territorios en Posen (polacoparlantes); que preferiría mil veces deshacerse de sus territorios renanos.
Fleury mordió el anzuelo y escribió un telegrama a París en el que venía a decir que Prusia había insinuado la posibilidad de establecer su frontera en el Rhin, y solicitó instrucciones sobre si debía presionar en ese sentido. El emperador, más listo que su enviado, le contestó que no fuera por ahí. Que se limitara a tranquilizar a Bismarck en el tema de Posen, porque lo que ahora convenía era mucha paz.
Así las cosas, el canciller prusiano tuvo la clara percepción de que Europa, o no podría, o no querría hacer nada para contrapesar la presión alemana sobre los dos ducados; así que redobló los esfuerzos. Las tropas de Sajonia (Los Chuletas) y de Hannover ya ocupaban Holstein, el más alemán de los ducados, y Prusia se aprestaba a invadir Slesvig. La cuestión estaba tan clara que incluso Austria, probablemente temiendo perder peso en el ámbito germanoparlante, se unió a la fiesta, y el 16 de enero se unió a Prusia en una demanda a Dinamarca para que soltase Slesvig. Como quiera que los daneses dijeron que no, el 1 de febrero de 1864, 60.000 efectivos austro-prusianos traspasaron la frontera.
Los daneses trataron de hacer de la península de Jutlandia su plaza fuerte, y presentaron fiera resistencia, primero en Düppel, luego en Fredericia. Sin embargo, en el verano de aquel 1864 habían sido prácticamente invadidos en su totalidad.
Inglaterra, observadora preocupada de la situación, le propuso a París una actuación conjunta en la materia. La idea inglesa era tratar de acojonar un poco a los invasores mediante el envío de una flota conjunta que se colocaría frente a Copenhague, y actuaría según las circunstancias. Drouyn de Lhuys, sin embargo, le quitó a Napoleón III de la cabeza la idea de apoyar esta idea. Consciente de la importante fuerza que habían adquirido los alemanes mediante la confluencia de Prusia con el Imperio, sabía bien que un gesto así podía verse contestado por un avance en tierra por el Rhin, peligro que, como de costumbre, a Inglaterra se le daba una higa pero para Francia era un escenario casi catastrófico.
En esas circunstancias, los franceses ofrecieron que la actuación de las potencias internacionales fuese la típica de cuando, por unas razones o por otras, no pueden, o no quieren, actuar en el terreno concreto de las tropas: una conferencia internacional. Lord Cladendon visitó París para ver qué opinaba el emperador. Luis Napoleón estuvo bien sincero con él. Le dijo, para empezar, que Francia no podía afrontar una guerra. Y le dijo, también, que después de haberse malquistado con Rusia por el tema de Polonia, no podía asumir un posible conflicto con Prusia por el tema de los ducados.
Así las cosas, los ingleses tuvieron que organizar la conferencia ellos, razón por la cual se celebró en Londres. Sin embargo, no fue muy efectiva. Las soluciones basadas en la mediación y el arbitraje se rechazaron. La falta absoluta de soluciones o acuerdos fue un acicate claro para los austro-prusianos a la hora de continuar la invasión de Dinamarca, por lo que el rey Christian hubo de entender que todo lo que le quedaba era negociar un armisticio. El 1 de agosto se firmaron los convenios preliminares de una paz definitiva. Olvidados los derechos del peripatético duque de Augustemburgo, Holstein y Lauenburgo fueron cedidas a la soberanía de Prusia y Austria por colleras. Pero, sobre todo, la solución de aquel conflicto fue la señal clara de que esa misión que el Imperio francés se había concedido a sí mismo: la misión de ser la potencia protectora de las pequeñas naciones que querían sobrevivir o surgir más allá de la geopolítica del Antiguo Régimen, era más el deseo de hacer algo que la capacidad de hacer algo. La resolución del conflicto de los ducados le dejó muy claro a Bismarck quién estaba impulsado hacia arriba, y quién hacia abajo.
A pesar de todo lo ocurrido, y sobre todo a pesar de lo que todos sabemos lo que ocurrió después, a mediados de la séptima década del siglo que tan abruptamente habría de terminar, el emperador de los franceses lo que quería por encima de todo era llevarse bien con Prusia. Prusia, de hecho, se había convertido en su nuevo clavo ardiendo pues, como hemos ido viendo, la evolución de las cosas, y su mala cabeza, habían terminado por colocarlo enfrente de los dos socios más naturales que podía tener, y en algún caso había tenido, Francia en ese entorno: Inglaterra y Rusia. Como bien le dijo a Clarendon cuando le visitó en París, el emperador, que daba totalmente por perdido el acercamiento a Austria por las muy serias diferencias de concepto que los separaban (porque, por lo visto, el Imperio de los zares era ejemplo de democracia decimonónica...), se quedaba literalmente sin opciones.
Hay que decir, y repetirlo, porque es un hecho que el presentismo con el que se suelen ver los hechos históricos tiende a esconder, que la opinión pública francesa estaba por la labor. Prusia molaba mucho en aquella Francia, a la que su emperador había acostumbrado a considerar como socios poco fiables a la práctica totalidad del resto de las potencias europeas. Roon, el ministro prusiano de la Guerra, fue un invitado de lujo para unas maniobras militares que se celebraron en Châlons. Los prusianos, con sus cascos terminados en punta de lanza, sus brillantes pecheras alicatadas de medallas y su paso marcial, mesmerizaban al francés medio. Bismarck, por su parte, seguía jugando la baza de insinuar que, tal vez, las provincias renanas acabarían algún día formando parte del caudal relicto francés. Tras algún que otro tira y aflora común en este tipo de cosas, el canciller llegó a París en la segunda mitad de 1864 y, después, salió para Biarritz, donde le esperaba el emperador. Parece ser que en esos encuentros el astuto alemán cambió el chip, y se dedicó a decirle al emperador que, en el caso de que acabase habiendo algún tipo de guerra en la que participase Francia y se sintiese con derecho a pedir compensaciones territoriales, éstas serían Bélgica y Luxemburgo. Nada de los Estados renanos. Esto lo insinuamos porque lo que el emperador le dijo a su gente fue: “Me ha ofrecido todo aquello sobre lo que no tiene control”. Obviamente, la respuesta de Luis Napoleón fue cerradamente negativa, lo que encabronó bastante a los prusianos.
A esto hay que unir que en las Tullerías había mucha gente que estaba en contra de la idea de una confluencia francoalemana; que es, como sabéis bien, la idea en la que se ha basado la moderna Europa, precisamente. Contra la idea estaba Drouyn de Lhuys, como lo estaba también la Euge. Walewski, haciendo bastante pandán con la emperatriz, era defensor de la idea de que lo mejor que podía hacer Francia era buscar la amistad de Austria. Vale que el tema italiano les había alejado; pero lo cierto, y era verdad, era que Viena, en ese momento, recelaba mucho de la imparable ascensión prusiana (tenía razones para ello; véase el escurrido territorio en que ha quedado finalmente reducido Austria) y necesitaba amiguitos para ponerle pies en pared.
Por otra parte, Bismarck tampoco estaba muy convencido de dar el paso de amigarse con Francia. Le solía decir a su gente que creía que un acuerdo así traería más problemas que soluciones. En primer lugar y sobre todo, el gran problema que presentaba el Imperio para el canciller era la insoportable levedad de su jefe. Durante los años anteriores, Luis Napoleón, como acertadamente le habían dicho ya sus antiguos socios los ingleses, se había demostrado como una persona que no era de fiar; una persona que, sobre no cumplir necesariamente los pactos que honraba, se desempeñaba como un político moderno, utilizándolo todo a su estricto interés, sin dar espacio alguno a la ética. Así las cosas, Bismarck temía que, si Prusia firmaba cualquier tipo de acuerdo de convergencia con Francia, pudiera llegar un tiempo en que Napoleón III concluyese que le convenía hacerlo público, y lo hiciese. Eso supondría dejar a Prusia, y su política exterior, totalmente expuesta. Una demostración más de que no se puede engañar a todo el mundo todo el rato.
Bismarck, además, estaba preocupado en el corto plazo, únicamente, por el asunto de los ducados de Slesvig y Holstein. Ahora que resolver el problema se había convertido únicamente en lograr un acuerdo con Austria, la cosoberana, esperaba poder llegar a algún tipo embroque que supusiera, de una forma más o menos formal, que aquellos dos territorios acabasen por ser controlados por Prusia, si no parte integrante de su territorio con todas las de la ley. Si conseguía eso, no necesitaba a Francia para nada. Sus incentivos para llegar a algún acuerdo eran nulos.
La única opción en la que Berlín podría llegar a necesitar algún tipo de actitud, como poco comprensiva, por parte de París, era que Viena se enrocase en la cuestión de los ducados. Sin embargo, eso fue lo que pasó. Austria, como os he dicho temerosa de estar alimentando a un nuevo dragón Smaug amigo del chucrut, hizo que la Dieta federal resucitase el asunto muerto del duque de Augustemburgo, y lo apoyase. Bismarck y Moltke le dijeron a su jefe supremo, el kaiser Guillermo, que eso sólo se podría resolver con infantería. El 21 de julio de 1865, Prusia emitió un ultimátum, y sus redactores estaban íntimamente convencidos de que no sería respondido. Sin embargo, lo cierto es que ni Willy ni Paco Pepe querían la guerra. Cuando todo parecía perdido para la paz, ambos soberanos impulsaron la negociación supersónica de lo que se conoce como la convención de Gastein, que cedía la administración (no la soberanía) de Slesvig a Prusia, y la de Holstein a Austria; el pequeño ducado de Lauenburgo había sido vendido por Francisco José a los prusianos por catorce millones y medio de francos. Francia protestó por el hecho de que la voluntad de los habitantes de ambos ducados no hubiese contado para nada. El Imperio, pues, apareció en el conflicto, tal vez tratando de sacar tajada; tal vez, más probable, haciendo la enésima intentona de resucitar su presunto papel de gendarme del NOEQMaMaFG, o sea, Nuevo Orden Europeo Que Manda a Metternich a Freír Gárgaras. Así las cosas, el canciller se presentó de nuevo en Biarritz; directamente, preguntó cuál era el precio que Francia exigía por no dar por culo con las exigencias de Prusia.
Bismarck siempre dijo que llegó a aquella entrevista investido de plenos poderes por su kaiser. Que tenía, por lo tanto, la capacidad, pura y dura, de acordar unas nuevas fronteras para Alemania y para Francia. Napoleón, sin embargo, esquivó la discusión concreta sobre compensaciones concretas. Dio toda la impresión de que consideraba esos arreglos un obstáculo para el objetivo mayor que parecía albergar; el objetivo de hacer de Francia el gran árbitro de la geopolítica europea. Mi teoría personal es que fue en esa segunda entrevista de Biarritz donde Otto von Bismarck se dio cuenta de que aquello era una final de la Champions: sólo puede quedar uno. Francia tenía en ese momento, al fin y al cabo fortalecida por la toma de Sebastopol y por la victoria sobre Austria en Italia, una posición dominante en el continente; y la grandeza de Prusia pasaba por destruirla.
El emperador, por otra parte, seguía con sus matracas. En Biarritz le preguntó a Bismarck si la convención de Gastein le había garantizado a Austria la posesión de Venecia; el canciller le dijo que no. La pregunta le extrañó mucho a Bismarck, quien comentaría con los suyos que el emperador de Francia parecía estar más interesado por lo que pasaba en Italia que por lo que pasaba en su propio país. Luis Napoleón le preguntó también sobre las intenciones de Prusia sobre Holstein, y Bismarck le dijo fríamente que, hubiesen firmado lo que hubiesen firmado, su intención era quedárselo. “La adquisición de los ducados”, explicó, “es sólo el principio; nosotros tenemos una misión nacional que cumplir”. Y, acto seguido, desplegó los argumentos que, según él, explicaban por qué a Francia todo aquello le convenía. Bismarck dijo que, por naturaleza, una Prusia fuerte y una Francia que ya lo era tenderían a entenderse; que el mal escenario para Francia sería una Prusia debilitada, porque eso la obligaría a buscar otros aliados distintos. El emperador se limitó a no discutir estos asertos pero, probablemente, no los creyó. Finalmente, el emperador volvió a sacar el tema de Venecia indirectamente, al plantearle a Bismarck si la cuestión de los principados danubianos y su soberanía no podría zanjarse mediante su cesión a Austria a cambio de que este Imperio cediese, por su parte, el Véneto a los italianos. El canciller prusiano, al que da toda la impresión de que la cuestión veneciana le daba más o menos igual, ni siquiera contestó. Del Rhin no se habló: ninguno de los dos zorros quería enseñar su madriguera.
Bismarck hizo después acercamientos a Italia. Le preguntó a La Marmora cuál sería la actitud del nuevo Estado en el caso de que Prusia y Austria fuesen a la guerra. La convención de Gastein, en todo caso, había enfriado esta posibilidad. Italia, por su parte, intentó comprarle al Imperio el Véneto por 400 millones de florines, pero Viena rehusó.
Semanas después, el emperador francés recibió una carta personal de Guillermo de Prusia en la que éste le anunciaba el primer paso de la unidad alemana: la unión de los Estados de la Alemania del Norte a Prusia. En las Tullerías surgió la cuestión de si Francia debía exigir alguna compensación por aprobar ese movimiento. Se habló de la Baviera renana, o de las fronteras de 1814, que le aportarían a Francia Landau y el Saarlouis. Pero, como la cosa no está clara, París escogió ponerse de canto.
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