miércoles, abril 26, 2023

El otro Napoleón: (24bis: Magenta y Solferino)

 Introducción/1848

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Luis Napoleón se estableció en un albergue en San Martino, desde donde se aprestó a la seguir la batalla que se le había ordenado a Mac-Mahon presentar en Magenta (o sea; no es que se le ordenase ir a la batalla de magenta, sino presentar batalla en la localidad de Magenta; hay que reconocer que la frase es polisémica). Así pues, las tropas recibieron la orden de pasar el Naviglio. Esto sólo se podía hacer por un puente, el Ponte Nuovo, que, lógicamente, estaba defendido por un fuerte fuego cruzado. Sin embargo, los zuavos al mando de su general, Jean Joseph Gustav Cler,  acabaron haciéndose con el paso. Este cambio de dueño, sin embargo, provocó una salida en tromba contra los franceses de las tropas austríacas, en la que, entre otros, el propio general Cler dio la vida. Los franceses tuvieron que recular.

Con la artillería seriamente comprometida, los franceses pasaron a tener una situación muy jodida. Al mando de la Guardia que resiste está Auguste Regnaud de Saint-Jean d'Angely, quien envía los correos a San Martino para pedir refuerzos; correos que volverán a la línea de batalla con una respuesta simple del emperador: no tengo nada que enviar, apáñatelas como puedas, tron.

En esas circunstancias, granaderos y zuavos se portaron, literalmente, como pudieron, A las tres y media de la tarde, por fin, llegan unos cazadores a pie y unos lignards. Por fin, los franceses consiguen repeler la fuerte ofensiva austríaca. Poco tiempo después, llega al teatro del enfrentamiento la artillería de Mac-Mahon. Los austríacos intentan comprometer la posición francesa en Ponte Vecchio, pero sin éxito. Así las cosas, es la suerte de Magenta la que decide la batalla. Los zuavos tratan de tomar la villa, en empujes en los que Espinasse resulta mortalmente herido. Finalmente, se hacen con el control de la misma, evacuando a los austríacos de las casas desde donde disparaban. Los austríacos dejan Ponte Vecchio bajo intenso fuego cañonero.

Durante gran parte del día, Luis Napoleón había estado convencido de haber sufrido una derrota. No fue hasta noche cerrada que recibió los primeros correos informándole correctamente.

Magenta, sin embargo, no podía ser la batalla definitiva. A causa de las enormes limitaciones que planteaba el terreno en la zona, ambos contendientes apenas han podido poner en juego a la mitad de sus fuerzas. De hecho, se da el caso, desde luego muy italiano, de que la intervención en la batalla de Magenta de las tropas piamontesas, que se supone que era las que más se estaban jugando en el envite, fue nula.

En el campo austríaco, las cosas no se habían hecho mejor. De hecho, a pesar de lo comprometido de la batalla en todo momento, el comandante de las tropas austríacas, conde Ferenç Gyulai de Marosnémeti y Nádaska, normalmente conocido como Gyulai para ahorrar saliva, le envió un mensaje a su emperador Francisco José informándole de que “no quedaba ya ni un solo francés sobre el suelo de la Lombardía”, que tiene hueves. Lejos de ello, tuvo que abandonar Milán.

El 8 de junio, cuatro días después de la batalla de Magenta, Luis Napoleón y Víctor Manuel entran, sus caballos rozándose las grupas, en un Milán engalanado para ellos de banderas italianas y francesas, y un pueblo enfervorecido. Típico de los italianos celebrar una batalla victoriosa en la que ellos no han disparado ni un tiro.

Allí en Milán, Luis Napoleón hizo pública una proclama al pueblo lombardo. De todas las imprudencias que cometió este tipo bocachancla, que se creía su tío cuando, en realidad, no le hubiera servido ni para afeitarle el escroto (y su primito el príncipe ya, ni digamos), quizás esta proclama de Milán es una de las más gordas, sino la más gorda. Henchido de orgullo y con ese punto de estupidez del que siempre hizo gala, el emperador de los franceses le dice a los lombardos: “Nuestro ejército sólo se ocupará de contener a vuestros enemigos y de mantener el orden interior. No plantearemos ningún obstáculo a la expresión de vuestras aspiraciones legítimas. Poneos bajo la bandera del rey Víctor. Hoy, no seáis sino soldados; mañana seréis ciudadanos libres de un gran país”.

En otras palabras: el emperador de Francia se cagaba y se meaba encima de todos sus compromisos internacionales, de cienes y cienes de veces que en cartas, en diálogos personales, había dicho y redicho que el tema italiano se resolvería mediante el acuerdo internacional. Sin medir que, puesto que se situaba extramuros de un mínimo tratamiento de respeto y bona fides en el trato internacional, ya no le cabría esperar otra cosa que el mismo tratamiento por parte de sus enemigos. Y lo habría de comprobar.

Toscana, para entonces, había decidido ya colocarse bajo la administración piamontesa. Parma, Módena, la Romaña, están alzadas. Piamonte, por lo demás, le ofrece a los italianos la unificación, pero no la libertad política porque, la verdad, Cavour y su jefe Víctor Manuel no tenían muy buena opinión de eso que hoy llamamos instituciones constitucionales; ellos querían mandar como unos modernos Medici y, en realidad, no tan modernos. Por lo demás, desde el momento en que los austríacos abandonaron Bolonia y Rávena, para todo el mundo estuvo claro que la suerte de los viejos Estados Pontificios estaba sellada. Lo cual, para Francia, obvio promotor de ese proceso, la pone en muy malas relaciones con sus ciudadanos católicos.

Y las consecuencias internacionales. La reina Victoria ya no se corta a la hora de expresar su cabreo, incluso admitiendo que cabe tener la sospecha de que este Luis Napoleón que tan amiguito se le hacía meses antes no sea, en realidad, sino una mala fotocopia de su tío y, por lo tanto, albergue los mismos sueños de dominar Europa entera. Esta idea es especialmente inquietante para los prusianos, que tantos zascas recibieron en los campos de batalla de Bonaparte. De hecho, Prusia moviliza cuatro de sus cuerpos de ejército, mientras propone una mediación armada, es decir, una especie de cascos azules. En lo que se refiere a Rusia, tampoco tiene ninguna razón para moverse en favor de las posiciones francesas, toda vez que el zar es abiertamente contrario a los intentos franceses de animar una revolución en Hungría de la mano de Lajos Kossuth de Udvard et Kossuthfalva.

Todos estos factores hacen que Luis Napoleón, cada día que pasa, tenga más ganas de que la guerra en Italia se acabe.

El 23 de junio, el emperador francés y el rey piamontés Víctor Manuel están haciendo un recorrido de reconocimiento por el lago de Garda. Los dos iban a caballo y, en un momento determinado, se bajaron para descansar. En ese momento, Napoleón sacó de su guerrera una carta, le dijo a Víctor que era de su mujer la regente, y se la leyó. Eugenia informaba a su marido de que el ejército prusiano se estaba concentrando en Coblenza y Colonia, y urgía al emperador a enviar cuando menos parte del ejército francés de vuelta al interior de las fronteras de la nación. Luis Napoleón concluyó diciéndole al rey que, si no quería verlo todo perdido, más valía buscar la paz.

El problema era que Magenta era esa típica victoria militar que sirve para mejorar la moral de la tropa, pero no para terminar una guerra. Lo que había provocado era un replanteamiento táctico de los austríacos, los cuales habían abandonado la Toscana y la Romaña para concentrarse en el Véneto. Los austríacos, además, habían recibido refuerzos, y ahora se estimaba que contaban con 180.000 efectivos para defender una posición difícil de expugnar. Los imperiales, además, estaban ahora bajo el mando directo de Francisco José, con lo que ello suponía de incremento de la moral. El ejército enemigo estaba muy bien pertrechado, mientras que el francés, como consecuencia del error señalado por el propio emperador de haber enviado las tropas antes que las cosas que necesitaban, se arrastraba por Brescia sin medios, apenas con un poco de harina de maíz por soldado para hacer polenta.

Los austríacos volvieron a atravesar el río Mincio y se aposentaron al sur del lago de Garda, aprovechando un grupo de colinas escarpadas, cerca de una villa llamada Solferino. Nadie estaba planteando una batalla que, sin embargo, se habría de producir en unas horas. Ésta, en efecto, fue la simple consecuencia de que dos ejércitos enemigos avanzando se encontraron repentinamente frente a frente; allí no hubo planificación de ningún general.

Las tropas franco-piamontesas tenían unos 150.000 hombres; estaban, pues, en leve desventaja respecto de sus enemigos. Cuando comenzó la lucha, su flanco izquierdo, ocupado por parte francoitaliana, por los piamonteses, fue batida por las tropas de Ludwig August Ritter von Benedek. En el flanco derecho, Niel estaba en gran peligro, puesto que Canrobert había estado tardano a la hora de acudir en su refuerzo.

La victoria, sin embargo, se labró en el centro, situado en las alturas escarpadas de Solferino. Los franceses las tomaron relativamente pronto, así como el cementerio de La Spia. Era Mac-Mahon, probablemente el militar más capaz aquella mañana en ambos bandos, el que consiguió ese avance y se dirigió hacia Cavriana; buscaba el cuartel general de Francisco José, es decir, terminar de forma decisiva la lucha. Los franceses sufrieron graves pérdidas por la resistencia de los austríacos, pero acabaron por dominar el monte Fontana, pieza estratégica fundamental. Conscientes de la importancia de la posición, los austríacos trataron de recuperarla, produciéndose una lucha enconada. El general Fleury, que lo estaba viendo todo, se fue a por su comandante en jefe, al que encontró, al parecer, en una actitud un tanto pasiva. Le dijo a decir que ya estaba bien, que no hiciese como su tío en Moscú y echase toda la carne en el asador de la posición de Fontana porque ahí estaba la victoria. Luis Napoleón le hizo caso. Dirigiéndose a Regnault de Saint-Jean d'Angely, le ordenó que atacase la última división de la guardia, los granaderos y los zuavos del general Émile Henri Mellinet. Este asalto acaba por retirar a los austríacos. Después de eso, los franceses fueron coronando, una a una, todas las colinas, y Mac-Mahon acabó entrando en Cavriana. Francisco José ordena la retirada.

Aunque en teoría lo tenían a huevo, los francoitalianos no persiguieron a los austríacos en su retirada. De hecho, la coalición no se movió de Solferino en una semana; así de destrozados habían terminado. Apenas tenían víveres, y el tifus había rebrotado entre las tropas. De nuevo, las mismas dudas que en Magenta. El enemigo estaba vencido, pero no diezmado. Se comenzaron a trazar planes para atacar Venecia por mar.

El emperador francés estaba inquieto. Las intenciones de Cavour y de su rey de merendarse toda Italia para su poder personal eran cada vez más claras. El ganador de la huida de los duques soberanos de Parma y de Módena, que se produjo en esos días, no había sido el proyecto italiano, por así decirlo, sino el proyecto piamontés. Parece lo mismo, pero no lo es. Por lo demás, las cartas que le llegaban de París dejaban claro que la inquietud prusiana cada vez era más acendrada. El zar Alejandro envió a París a uno de sus principales consejeros, el conde Piotr Andreyevitch Shuvalov, quien le dijo a la Euge: dile a tu churri que, o pactáis una paz a pelo puta, o seréis atacados desde el Rhin.

París, por lo demás, sabía que estaba sola frente a esa amenaza. En Inglaterra, cierto es, había subido al poder el gabinete Palmerston-Rusell, más proitaliano que el gabinete Derby; pero eso no llegaba como para pensar que los ingleses iban a mover un dedo militar si Prusia atacaba a una Francia sobre cuyas intenciones imperialistas recelaban. En ese momento, además, con la parte fundamental del ejército empantanada en Italia, Francia apenas tenía capacidad de levantar cinco divisiones para defender sus fronteras orientales; y serían, además, divisiones creadas a base de limpiar las cárceles de cabrones para darles un uniforme.

Fue en estas jornadas cuando Luis Napoleón tomó total medida de la subnormalidad que había cometido al afirmar en público su compromiso de “liberar Italia hasta el Adriático”. Así las cosas, Persigny, que había sustituido a Pélissier en Londres se fue a ver a Palmerston para sugerirle una mediación sobre la base de la cesión de Lombardía a Víctor Manuel, mientras que Módena y el Véneto serían adjudicadas a un archiduque. De fondo, como puede verse, la idea de no crear una gran entidad política, que era lo que ponía nerviosos a los prusianos.

3 comentarios:

  1. Excelente material como siempre.
    Una cosa. Si

    Le he escrito alguna vez sobre el tema. Sigo sin poder entrar al bog Asia , Buda y rollitos de primavera. Me interesaba todo lo relacionado con Historia pero al menos me gustaría conseguir una entrada sobre la canalización de los ríos en Japón.
    Por si puede sugerirme algo.
    Gracias.

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    Respuestas
    1. Creo que esta cerrado. Hablaré con Tiburcio.

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  2. Anónimo3:19 a.m.

    Me uno a la petición; intercede, porfa ante Tiburcio para que, al menos, nos deje volver a disfrutar sus artículos anteriorres de ese gran blog (recuerdo mucho una crónica detallídisma sobre la independiencia de Bangladesh)

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