El hundimiento
De Krebs a Demnin
El Brezal de Luneburgo
Patton
Ike resiste la tentación
El 8 de mayo, para
variar, fue en Londres un día brillante y soleado. La gente se
despertó nerviosa y azorada por las noticias y, nada más tomar la
manduca, a eso de la una de la tarde, comenzó a salir a la calle y a
concentrarse en las plazas y, sobre todo, en Whitehall. Las gentes
aplaudieron a rabiar cuando pasó por allí mismo un autobús que
había escrito en su lateral: Hitler missed this bus. En
varios puntos de la ciudad se habían situado estratégicamente unos
cuantos altavoces para trasnmitir la alocución radiada del primer
ministro. En los alrededores de Downing St había como 50.000
personas (siete millones y medio, según los organizadores).
Finalmente, llegó
el mensaje de Churchill:
Ayer por la mañana, a las dos horas
y cuarenta y un minutos, en el Cuartel General aliado, el
representante del Alto Mando alemán y de su gobierno, general Jodl,
firmó el acta de rendición incondicional de todas las fuerzas
alemanas de tierra, aire y mar en Europa, a la Fuerza Expedicionaria
Aliada y, simultáneamente, al Alto Mando soviético. En el día de
hoy, este acuerdo será ratificado y confirmado en Berlín. Las
hostilidades terminarán un minuto después de la medianoche de hoy,
8 de mayo, pero en el interés de salvar vidas el alto el fuego
comenzó ayer para aplicarse en todos los frentes. La guerra alemana,
por lo tanto, ha llegado a su fin.
A eso siguió el
anuncio por parte del primer ministro de la pronta liberación de las
Islas del Canal, no lo cual provocó los naturales berros de
felicidad.
Quede
anotado como dato histórico que aquel VE-Day londinense, ni siquiera
aquel día quiero decir, dejó de currar el Speaker's corner,
ya se sabe, ese peripatético lugar the Hyde Park donde todos los
mistabobos, los tontopollas y algún que otro esquizoide encuentran
su momento para explicarle al mundo que Martians are coming,
Jesus is your heal, y bla y blabla. De hecho, los oradores más
comunes del rinconcito durante toda la guerra, los
antigubernamentales, hicieron hasta horas extras. Diversos parlantes
de variada habilidad le explicaron a los pocos londinenses curiosos o
morbosos que les escucharon que en aquel mismo día se estaban
plantando las semillas de una nueva guerra peor que la que se había
vivido; y apostaban, de hecho, a que su origen sería Polonia o los
Balcanes (o sea: como apostar porque el incendio comenzará en el
almacén de madera).
A las
4 de la tarde, Churchill y los Royals se asomaron por el balcón de
Buckhingam Palace, y se dieron un baño de aplausos. Luego la gente
se agolpó delante del edificio del Ministerio de Sanidad; y no fue
porque quisieran Paracetamol, sino porque pronto se dijo que allí
Churchill iba a dar un segundo discurso. Lo esperaron a gritos de we
want Winnie. Fue en el balcón de ese edificio donde Churchill
salió con un puro en la boca e hizo el signo de la victoria. Fue el
acabose. A las nueve de la noche, la fiesta la terminó el rey Jorge
en una alocución radiada.
La Casa
Blanca anunció la rendición a las 9 de la mañana, hora del Este.
A
pesar de toda esta parafernalia en modo las tropas aliadas han
alcanzado sus últimos objetivos, en realidad el 8 de mayo la
lucha no había terminado. Como sabemos, en esas horas Praga todavía
luchaba por su supervivencia y, lo que es más, en varios puntos de
Checoslovaquia se habían producido rebeliones de resistentes que se
enfrentaban a los alemanes.
Sin
embargo, el tema realmente importante aquel día 8 era que los
aliados occidentales respetasen finalmente el compromiso que habían
adquirido con Moscú respecto de la ceremonia de Berlín. A primera
hora de la tarde, una delegación procedente de Reims había llegado
finalmente a Karlshorst. Eisenhower había decidido que lo
representara en la ceremonia un escocés, el air chief marshal
Arthur William Tedder. Sin embargo, después de que éste
partiese, le había dado por pensar que tal vez, rememorando la
famosa escena de Pretty woman, no le estaba haciendo
suficientemente la pelota a los soviéticos (y, la verdad, no se la
estaba haciendo; que me perdone mister Tedder, pero mandarle a él
era como decir que aquella rendición se consideraba una rendición
de segunda o de tercera). Así que remitió urgentemente un cable
tanto a Londres como a Washington, en el que asimismo recomendaba
que, con urgencia, ambos gobiernos enviasen un mensaje escrito
al gobierno de la URSS (bueno, en realidad a la Secretaría General
del Comité Central del Partido Comunista, pero no nos vamos a poner
estupendos).
En
dicho mensaje, Eisenhower quería que los gobiernos occidentales
dejasen bien claro que en el acto de Reims los alemanes se habían
rendido y que, por lo tanto, cualquier continuación de acción
bélica por parte de unidades alemanas provocaría que éstas ya no
fuesen consideradas como soldados, y que el general Eisenhower
cooperaría con los soviéticos para eliminar esos focos de
resistencia. O sea, remachaba: “Nosotros no reputamos posible que
los alemanes sigan luchando contra los soviéticos sin que ello
suponga que siguen luchando contra nosotros”.
Fue
un movimiento inteligente. Buscaba dejar claro que no todo había
terminado; que era necesario que el Karlshorst los alemanes dejasen
clara su rendición incondicional. Buscaba dotar de contenido el acto
de rendición. Básicamente, pues, buscaba equilibrar la cagada
(porque lo fue) de que él ni se hubiera planteado estar allí.
Paradójicamente,
más o menos a la misma hora en la que Eisenhower estaba pidiendo a
los gobiernos occidentales que escribiesen aquel telegrama, el
mariscal de campo Schörner también estaba haciendo una alocución
por radio dirigida a sus tropas del Grupo de Ejércitos del Centro.
En dicha alocución se refería a los falsos rumores surgidos
en torno a una pretendida voluntad del Alto Mando alemán de rendirse
a los aliados occidentales y a los soviéticos. Y decía: “ésta es
una mentira miserable, que no debe minar vuestra voluntad de
resistir, resistencia que debéis presentar al enemigo del Este”.
“De acuerdo con las instrucciones del almirante Dönitz”,
continuaba, “la lucha continuará hasta que hayamos garantizado
nuestra seguridad frente a las tropas soviéticas”. Ciertamente,
decía, la rendición frente a las fuerzas occidentales se había
producido; pero frente a los soviéticos nunca habría tal cosa
porque, dijo, “eso sería la muerte para todos nosotros”.
Fue
la última vez que Schörner pudo soltar públicamente por la boquita
sus meconios. Probablemente él no lo sabía en el momento de
infatuar la voz en el micrófono; pero las tropas ucranianas que
estaban tomando Checoslovaquia habían formado una pequeña unidad de
gran movilidad con el objetivo de localizar el cuartel general del
devoto nazi, y ya lo habían hecho para entonces. El coronel Vasily
Buslaev, al mando de esta unidad, había conseguido hackear las
transmisiones de Schörner y, triangula que te va, triangula que te
viene, había conseguido adverar que el pollo estaba en Zatec.
La
unidad de Buslaev ejecutó un ataque sobre la pequeña villa checa.
Capturaron a nueve generales, un montón de oficiales y documentación
probablemente muy interesante que, en buena parte, se tragaron los
sótanos del Kremlin; pero no encontraron a su pieza mayor. Uno de
sus oficiales le confesó a los ucranianos que había huido con su
adjunto, que hablaba checo. Ambos se habían vestido de civil y
habían salido a campo abierto, al encuentro de las líneas
estadounidenses.
Mientras
Schörner se iba al Tirol a tratar de escapar (se acabó entregando a
los británicos, los cuales lo entregaron a los soviéticos, que lo
mandaron diez años al maco. Una vez de nuevo en Alemania, fue
encarcelado de nuevo porque, en ausencia, lo habían condenado por
haber fusilado a un soldado que se había emborrachado. No
recuperaría la libertad hasta 1963, y murió diez años después),
avanzaban los preparativos para la ceremonia de Karlshorst.
El punto
principal de la nueva ceremonia era la necesidad de introducir una
nueva cláusula sobre el texto firmado en Reims, en la cual se
afirmaba la rendición inmediata de todas las tropas y armas
alemanas. Los alemanes se ponían de canto en esto y argumentaban,
con bastante razón, que el texto valioso en términos de derecho
internacional era el primero de los firmados, esto es, el de Reims.
Cuando el mariscal de campo Keitel llegó aTempelhof, y sin salir del
aeropuerto, le fue facilitada una copia del documento que venía a
firmar. Esta nueva cláusula estaba claramente subrayada con una
indicación clara de que era nueva.
Keitel
se encaró con Zhukov y le dijo que él, cuando menos, no iba a
firmar esa cláusula a menos que se le aclarasen bien sus
consecuencias. Según sus memorias, argumentó que el ejército y el
gobierno alemán no estaban en condiciones de hacer llegar a tiempo
el comunicado del acuerdo a todas sus unidades, lo cual podría
provocar que algunos comandantes no cumplieran la cláusula. Por lo
tanto, exigía que el acuerdo llevase una cláusula más que dijese
que la rendición sólo sería exigible 24 horas después de que las
tropas hubieran recibido la oportuna comunicación; y que, por lo
tanto, antes ni soldados ni mandos podrían ser castigados por no
rendirse. Zhukov, finalmente, accedió a la propuesta, pero
recortando las 24 horas a la mitad.
Estas
últimas negociaciones se produjeron en medio de un clima de mutua
desconfianza en DEFCON 1. Los soviéticos estaban convencidos de que
lo que en el fondo buscaban los alemanes era rendirse sólo ante los
aliados occidentales, y por eso querían mantener sus pertrechos y
acometividad. Los alemanes, por lo tanto, querían ganar tiempo, para
conseguir que, en el descuento, algunas tropas consiguieran todavía
rendirse ante los aliados occidentales. Los soviéticos intentaron
metérsela a los alemanes, puesto que, a pesar de haber acordado la
cláusula de las 12 horas, no la metieron en el texto del acuerdo.
Pero los germanos, siempre tan meticulosos, se dieron cuenta. Eso
retrasó de nuevo el acto.
Entre
unas cosas y otras, por lo tanto, la ceremonia de rendición no se
pudo producir hasta las diez y media de la noche. La verdad es que
los aliados occidentales dejaron bastante claro que, para ellos,
todo aquello era un simple trámite. Su portentosa delegación estaba
formada por Tedder; el general Jean de Lattre de Tassigny, comandante
del I Ejército francés; y el general Carl Spaatz, jefe de la VIII
Fuerza Aérea de los Estados Unidos.
Los
alemanes (Keitel, Friedeburg y el general Hans-Jürgen Stumpff), una
vez sentados, sacaron a pasear de nuevo la puta cláusula de los
cojones. Keitel insistía en que necesitaba más tiempo para informar
a las unidades alemanas. La cláusula prometida por Zhukov seguía
sin estar en el documento. Y eran ya casi las once de la noche.
Siguieron
discutiendo, todos conscientes de que si seguían así, haciendo el
pollas, a las doce la noche, cuando tanto Truman como Churchill
habían ya anunciado que comenzaría el alto el fuego, podrían darse
por jodidos, ante la guerra y ante la Historia. Finalmente, Zhukov
gritó en medio de la sala: “¡Le doy mi palabra de soldado!”
De
hecho, habían pasado ya varios minutos desde la medianoche cuando
Tedder pudo preguntarle protocolariamente a los representantes
alemanes si habían leído el documento de rendición y si estaban
dispuestos a firmarlo, y lo germanos asintieron. Todavía durante el
momento físico de las firmas de firmantes y testigos, Keitel le
pidió a su intérprete de ruso que le preguntase a Zhukov sobre la
posibilidad de quitar del acuerdo la cláusula de la rendición
incondicional también ante los soviéticos. Esta actitud puso a los
de Moscú tan de los nervios que, a la una de la mañana,
interrogaron a Keitel sobre la sinceridad de las intenciones alemanas
respecto de la rendición.
El
principal interlocutor de Keitel era Iván Serov, jefe logístico del
I Frente Bielorruso. Serov le dejó claro al mariscal alemán que la
URSS no aceptaría retraso alguno en la rendición alemana. Keitel
ofreció enviar, en la tarde del día 9, un oficial a la plana mayor
aliada, con mapas que mostrasen las unidades alemanas desplegadas en
el Este, con indicación de sus comandantes.
Entonces,
Serov pasó a preguntar por el gobierno Dönitz. Le dijo a Keitel
que, en realidad, aquel gobierno estaba actuando como tal, cuando no
tenía nada, y prácticamente a nadie, sobre lo que gobernar. Keitel
entendió a la primera lo que buscaban los soviéticos (formar otro
gobierno) y le dio largas; le dijo que haría falta tiempo para
encontrar personas capaces de integrarse en un gobierno alemán que
colaborase con los aliados.
A la una
y media de la mañana, los aliados se reunieron de nuevo en la sala
donde se había firmado la rendición, donde ahora se habían
desplegado las inevitables viandas. Hasta trajeron una orquesta.
Estuvieron de farra hasta casi las seis.
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