La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
La vuelta al redil
Enrique
de Castilla estaba interesado en controlar como pulga cojonera el
viaje italiano de Pedro de Luna. Llevaba el Papa de Aviñón unos
aliados un poco sospechosos. Inicialmente, De Luna había buscado, y
conseguido, un medio compromiso por parte de franceses y aragoneses,
en el sentido de que ellos le prestarían la flotilla en la que iba a
viajar. Sin embargo, quienes finalmente se comprometieron fueron
Martín, hijo del Humano y rey de Sicilia; y Luis de Anjou. Las dos
potencias, Francia y Aragón, prefirieron pasar del asunto, y esto a
Enrique, en el fondo, no le gustaba demasiado. Por lo demás, la gran
prioridad del rey castellano, que ya no quería más cierres en
falso, era conocer a fondo, y si era posible, controlar, la
previsible entrevista entre los dos papas, que todo el mundo esperaba
terminase en fracaso dados los antecedentes. Para satisfacer sus
necesidades, el rey de Castilla envió a la expedición italiana a un
peso pesado: Alfonso Egea, arzobispo de Sevillla. Egea era un talibán
cismático, así pues no había peligro de que el Papa aviñonés
viese en su presencia problema alguno.
Génova,
en esas semanas, se convirtió en la capital del mundo. Allí se
llegaron centenares de prohombres de la grey cristiana, a cuál más
importante. El 5 de julio, en la ceremonia central de su estancia, el
Papa aviñonés realizó una consagración general de beneficios
eclesiásticos a la muy variada multitud de obispos y cardenales que
las habían recibido en los últimos tiempos. Sin embargo, mientras
estos actos litúrgicos se desarrollaban, en realidad De Luna estaba
preparando la guerra. Había llegado el aragonés a la conclusión de
que la única forma de imponer su magisterio apostólico era llegarse
a Roma e imponerse por la fuerza de las hostias mundanas. Así pues,
comenzó a negociar con Pisa y Florencia los necesarios pactos para
poder pasar hacia el sur, llegándose a Roma; amén de enviar
emisarios al siempre importante duque de Milán. Aprovechó para
ello, sobre todo, la rebelión de los pisanos contra Florencia, unas
veces poniéndose al lado de unos, otra de otros.
A
principios de octubre, el Papa cismático tuvo que abandonar Génova
a causa de la peste; pero aun así mantenía todos sus planes de
entrar en Italia. La razón fundamental de su optimismo es que, por
fin, la implicación aragonesa en su causa se hizo más evidente, y
comenzó a recibir tropas y pertrechos que le eran muy necesarios.
Era además consciente De Luna de que el momento era propicio para el
golpe de mano, pues en Roma las cosas no iban bien. El nuevo Papa
pronto había probado las miles del mando, lo cual, como suele
ocurrir, le había llevado a extrañarse de sus otrora padres
políticos. En consecuencia, en Roma había un enfrentamiento a tres
bandas entre las familias Orsini, Colonna y los propios del Papa, que
debilitaba notablemente la causa de éste. Ladislao, rey de Nápoles
y uno de los baluartes del Papa cismático en Italia, estaba muy
presente en aquellas banderías, y las excitaba a menudo.
En
esas circunstancias, la causa de Pedro de Luna ganó un alfil,
realmente inesperado, en Castilla. Pedro de Frías cardenal de
España, cayó en desgracia frente al rey Enrique. Frías era un
viejo enemigo de De Luna; aunque no tenemos una información muy
precisa de cómo se produjo aquella enemiga, sí sabemos que cuando
menos alcanzó el punto de ebullición durante los tiempos de la
sustracción de obediencia. Frías había optado para la cátedra
primada toledana cuando quedó vacante; sede arzobispal que, como
sabemos, el aragonés quería para su sobrino. Este conflicto acabó
por ponerlos a uno contra el otro. El 10 de junio de 1404, haciendo
uso de las atribuciones que le había devuelto el rey castellano, De
Luna ordenó que a Frías se le retirasen los beneficios inherentes a
la rica sede de Osma.
Frías,
sin embargo, seguía siendo un personaje muy escuchado por el rey, y
eso le valía para mantener gabelas y poderes. Sin embargo, en 1405,
ya pues en el año de la tournée italiana
del Papa aviñonés, tuvo una violentísima discusión con Juan
Vázquez de Cepeda, obispo de Segovia. La discusión fue tan brutal y
violenta que ambos llegaron a las manos, brillaron las dagas, y
Frías, de no haber estado presente el infante Fernando que los
separó, tal vez habría dado el poco edificante espectáculo de,
siendo él cardenal, haber hecho un pincho moruno de obispo. Enrique,
bastante horrorizado, lo hizo encerrar en un monasterio de
franciscanos. En puridad, pensó en enviarlo a la Corte teocrática
de Aviñón, pero sus asesores se apresuraron a convencerle de que
era muy mala idea.
Frías
quedó obviamente desesperado, pues el cambio de estatus era tal que
yo creo que hoy no nos lo podemos imaginar. Hoy en día, estamos
acostumbrados a ver que políticos (pocos) caen en desgracia y acaban
siendo unos don nadie. Pero por lo menos pueden seguir caminando por
la calle, haciendo negocios, asistiendo a fiestas. En la Edad Media,
sin embargo, podías pasar, sin solución de continuidad, de ser el
puto amo a levantarte a las cuatro de la mañana para las maitines y
desfilar descalzo y malamente abrigado por un claustro mesetario, en
silencio total. La desesperación demostró la catadura de Frías,
pues no tuvo reparos en vender a su rey. El cardenal, en efecto,
envió a Savona, donde el Papa se había refugiado de la peste, una
serie de emisarios oficiosos haciéndole a De Luna ofertas contrarias
a los intereses de Enrique. El tema fue descubierto por Egea, quien
como sabemos estaba allí, y en una carta fechada el 14 de febrero de
1406 se despacha contra el cardenal en los peores términos: en
el fecho del cardenal, fablando con debida reverençia paresçeme que
devriades ser avisado que non toviesedes serpiente en vuestro seno
donde vos podiese recreçer dapno nin enojo.
Tengo
yo por muy probable que las noticias sobre la traición de Frías
acabaron por convencer a Enrique de Castilla de algo de lo que yo
creo que venía siendo consciente de tiempo atrás: la necesidad de
acabar con el cisma de una puta vez. Aquello estaba envenenando en
exceso las relaciones internacionales, siempre tan frágiles y
disponibles a generar guerras y enfrentamientos sin cuento; y, como
demostraban los hechos ligados al cardenal de España, también
amenazaba el tema con abrir grietas dentro de los propios Estados.
Este cansancio respecto de la dualidad al frente de la cristiandad le
movió a enviar a Francia una nueva embajada, formada por Fernán
Pérez de Ayala y fray Alfonso de Alcocer.
Ambos
embajadores llevaban una nueva proposición para Carlos VI: puesto
que ambos Papas se llenaban la boca afirmando su deseo de resolver el
cisma cuanto antes, y Benedicto se había empeñado en defender la
idea de que sólo una entrevista personal entre ellos podría allegar
dicha resolución, ambos deberían ser obligados a mantener dicha
entrevista, con el compromiso de partida según el cual, si no había
acuerdo, ambos se harían a un lado. Los asesores del rey francés
encontraron la idea muy propia y la llevaron al Consejo Real, que la
aclamó. Y no creo que sorprenda a nadie el dato de que, una vez que
el Consejo Real hizo cosa tal, los doctores de la Sorbona, todos, la
aclamaron como si fuera un gol de Messi.
Fue
un triple desde once metros de Enrique de Castilla, a quien le valió
de mucho ser un detallado y fino conocedor de las sutilezas de la
política francesa. Digamos, pues, que Ayala y Alcocer fueron
enviados a París en el momento adecuado; aprovechándose, además,
de que, como la Corte teocrática aviñonesa estaba de parranda en
Savona, no tenían que pasar por ahí y, por lo tanto, los tiempos
eran fáciles de controlar. La cosa es que, cuando se produjo la
embajada Juan sin Miedo, duque de Borgoña, que estaba fuertemente
apoyado en las fuerzas locales de París y por la propia universidad,
había decidido disputarle al duque de Orleáns su poder efectivo,
pues éste era, podríamos decir en lenguaje actual, el primer
ministro de Francia en ese momento. Los borgoñones, siempre atentos
a las posibilidades de distinguirse de los francos propiamente dichos
(“sucios borgoñones”, recordad, los apela el fiel siervo
Delcojón) eran decididos partidarios de la cesión.
Enrique, por lo tanto, sabía
que defecaba sobre estiércol. Para los sorboneros y, en general,
para las fuerzas vivas de la ciudad de París, la embajada castellana
y sus propuestas no eran otra cosa que munición para darle por culo
a Orleáns quien, como también sabemos, era un decidido cismático.
Antes
de que acabase el año 1405, la Universidad de París se pondría
manos a la obra, y envió una representación a Roma para suplicarle
al Papa que trabajase por la unidad. Enrique también envió la suya
algo más tarde, formada, en este caso, por fray Alonso de Alcocer,
Fernán López de Stúñiga y Alfonso Rodríguez. Los castellanos
estaban en febrero de 1406 en Savona, donde había sentado sus reales
la Corte del Papa aviñonés.
La
embajada de Ayala y Alcocer a París tenía un objetivo fundamental y
tal vez no del todo evidente, pero que, en cualquier caso, se
consiguió: con un apoyo tan decidido y oficial a la via
compromissi, Enrique iba
buscando gripar el proyecto de Pedro de Luna de entrar con sus tropas
en Italia. Y lo consiguió. Tuvo un inesperado aliado en la peste,
que se obstinó en no desaparecer del norte de Italia y,
consecuentemente, retrasó en exceso los planes de De Luna. Las
guerras son caras cuando se libran, pero no lo son menos cuando están
a la espera de ser libradas; y mucho menos en los tiempos en que los
ejércitos cobraban su soldada adecuadamente, y no los cuatro
cochinos euros al mes que el Estado español nos pagaba a los
obligados miembros del
Ejército del pueblo (y no es una forma de hablar; eran cuatro
euros). Las cosas fueron tornando poco a poco, e igual de poco a poco
el Papa aragonés se fue dando cuenta de que no sólo sus planes de
entrar en Italia se hacían más lejanos, sino que incluso le cabía
temer por su seguridad. Siendo que fue siempre Pedro de Luna una
persona bastante temerosa de su estatus personal y de morir por mano
violenta, pronto dio instrucciones de que se situase una galera surta
a los pies de su palacio-residencia, preparada en todo momento para
permitir su huida.
Cada
vez que intentaba allegar Benedicto las voluntades que una vez le
habían prometido marchar a su lado cuando pusiera el belfo hacia el
sur, alguien le faltaba. O le faltaban todos los importantes. El 5 de
noviembre de ese año, sin embargo, recibió una buena noticia: la
muerte de Inocencio VII. Pero esta vez el colegio cardenalicio romano
no perdió el tiempo ni vaciló, y eligió un nuevo
consejero-delegado en la persona de Angelo Corario, quien eligió
para reinar sobre la cristiandad el nombre de Gregorio XII. Con esta
elección, las insistencias de París para que abandonase su proyecto
italiano se redoblaron; así pues, Benedicto regresó a Marsella sin
haber logrado su objetivo de hacer Italia suya, de haber asediado
Roma, física y teológicamente, hasta haber obligado al Papa romano
a besarle los pies.
Los
vientos habían cambiado y, además, por fin, después de tres
intentos, la Paloma Muda había acertado. Al elegir Papa a la persona
de Corario, los romanos habían ejecutado un gambito inteligente,
pues a este pontífice le sobraba la inteligencia estratégica que le
faltaba a sus dos predecesores, y de que Luna no carecía, aunque a
menudo permitía que su orgullo y terquedad tan aragoneses se la
nublaran. Goyo, en efecto, se apresuró a escribirle una carta a
Benedicto, que éste pudo leer en Tolón camino ya de Marsella, en
la que se mostraba partidario de la via compromissi y
se ofrecía para dimitir si él hacía lo propio. Roma siempre había
entendido que lo que tenía que hacer ante el conflicto del cisma era
sostenella y no enmendalla.
Pero, por fin, en la sede vaticana había una persona lo
suficientemente inteligente como para saber que, antes de atacar, hay
que ejecutar un gambito. Que hay un momento para enrocarse, y otro
para intercambiar piezas. Esto es algo que Pedro de Luna,
sinceramente, no esperaba.
Buenas tardes.
ResponderBorrarEn un párrafo que comienza con "Frías..." se ha colado unas "gavelas" cuando en español se escribe con "B". Puede ser que como herencia portuguesa la escriba usted con "V", o así venía en el documento que consultó.
Es una gilipollez mía. Cada cual tiene sus manías. Usted ha explicado en multitud de ocasiones su uso de terminología "distinta" para que los posibles copiadores/pegadores quedasen con el culo al aire si no leían el trabajo presentado. No se si estaba usted pensando en el Doctor Pedro Sánchez.
Por otro lado, estoy dsifrutando de las novelas de A. Dánvila que recomendó (bueno, no las recomendó pero yo también tengo mis vicios). En verdad no son del gusto del siglo XXI pero para los que estudiamos Historia a mediados de los años 80 son muy interesantes. Aunque están en las antípodas me recuerdan a algunas que leí de Manuel Fernández y Gonzáles, aunque éste no sabía practicamente nada de Historia
Tienes razón. Es un error que cometo con facilidad, y no me viene del portugués, sino simplemente de que dentro de la cabeza me "suena" mejor con v.
BorrarY, sí, Danvila era un escritor un tanto barroco, pero su erudición lo compensa crecientemente.