viernes, abril 21, 2023

El otro Napoleón (23: Pidiendo pista)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica 



El emperador, de regreso a París, le contó a su gobierno lo justo sobre las conversaciones que había tenido en Suiza. Aquello era un proyecto personal y los demás no tenían por qué saber sino en el momento procesal oportuno. Para cuando regresó a la capital, Espinasse había dejado ya de ser ministro del Interior, sustituido por Claude Alphonse Delangle, el presidente del tribunal que había enviado a Orsini a la guillotina. Fue un nombramiento mal recibido por los aliados católicos del Imperio, dado el anticlericalismo cerril que practicaba aquel ministro. Al príncipe Napoleón lo hicieron ministro de Argelia y las Colonias; en realidad, se le estaba reservado un espacio de líbero para que pudiese negociar con los piamonteses.

Inmediatamente, y como por arte de magia, porque estas cosas siempre son casualidad como todo el mundo sabe, los tertulianos de La Sexta Imperial comenzaron a arrearle unos cebollazos de la hostia a lo que llamaban política represiva de Austria en sus posesiones italianas. Preparaban el terreno. En ese momento se produjo el conocido como escándalo Mortara, del que hoy nadie sabe una mierda pero que en su momento fue como el fichaje de Messi por el PSG. Eduardo Mortara era un niño de seis años de padres judíos, que fue secuestrado por orden del PasPas con el motivo de que había sido bautizado como católico. Pío IX, el Juana Rivas decimonónico pues, se quedó con el chaval, lo arrancó de los brazos de sus padres, y le dio una educación tan plenamente católica que el chaval, pese a tener el pene biselado, se haría sacerdote de mayor.

El escándalo Mortara fue como hacer saltar el tapón de corcho de la espumosa bebida del anticlericalismo, más o menos contenida hasta el momento en diversas partes de Europa. Al Francisquito le llamaron de todo y, por lo general, el PasPas se quedó solo y sin amigos; la campaña #SantoPadreYoSiTeCreo no la siguió, literalmente, ni Dios. En Francia, de hecho, a pesar de ser un país más católico que el fontanero de Rouco Varela, apenas hubo periódicos que se atrevieron a defender el secuestro, y eso con argumentos por lo general febles. Pero, claro, eran otros tiempos; entonces, secuestrar niños estaba feo.

Napoleón, en ese momento, estaba focalizado en el hecho de que estaba pronta (2 de agosto) una visita de Vicky & Berto a Cherburgo. Luis Napoleón esperaba que aquella cita tenía que servirle para bienquistarse con Inglaterra pero, en realidad, fue todo lo contrario. La visita de Cherburgo sacralizó el alejamiento y la frialdad entre los antiguos amigos y conmilitones de Crimea. La reina no paró de decirle al emperador que por qué estaba fletando tantos barcos de guerra.

Visto que lo de Inglaterra no le funcionaba, el emperador inició movimientos más taimados. En primer lugar, instruyó a su ministro Walewski para que se trabajase a Joseph Alexander Hafenbredl, quien se cambió el apellido por Hübner y era conde de Hübner y, además, era el embajador austríaco en París. Walewski comenzó a decirle al embajador que la simpatía del emperador por la causa piamontesa era cosa evidente; pero que eso tenía sus límites. La idea era tranquilizarlo, pero sin comprometer la paz.

El siguiente paso fue enviar al príncipe Napoleón a Varsovia. Teóricamente iba poco menos que a un besamanos pero, en realidad, su misión era proponerle al zar, que estaba allí, una alianza con Francia. La jugada era ésta: Rusia movería su ejército hacia la frontera de Galitzia, cediendo con ello presión sobre los húngaros que, previsiblemente, reaccionarían alzándose contra su metrópoli. A cambio de esta ayuda, Francia ofrecía olvidarse de la cláusula del tratado de 1856 por la cual se desmilitarizaba el Mar Negro. Alejandro II, con un ejército nada preparado para una eventual guerra, se mostró más neutral que otra cosa.

Un tanto desesperado por buscar aliados, Luis Napoleón se fijó en el príncipe regente de Prusia, al que, de forma decididamente bocachancla, trató de convencer con el argumento de que, si Austria se encontraba enfangada en una guerra italiana, él podría anexionarse Hannover y Holstein. El emperador contaba con que Prusia le haría cucamonas gracias al apoyo que se le había prestado en el asunto Neufchâtel. Os cuento. Esta ciudad y entorno, que había sido posesión de toda la vida de Hohenzollern, se había incorporado en 1848 al territorio suizo. En septiembre de 1856, una insurrección interior, pagada y animada por la nobleza local, ensayó la recolocación del territorio bajo el pañuelo prusiano. La rebelión fracasó y sus cabecillas acabaron en el maco. En ese momento, el rey Federico Guillermo de Prusia le había pedido a Napoleón que interviniese en favor de los prisioneros. Luis Napoleón cumplió lo que se le pedía y obtuvo la clemencia para los detenidos. Se reunió una conferencia que reguló definitivamente el estatus del cantón de Neufchâtel. En octubre de 1857, una apoplejía se pulió al rey Federico Guillermo; y su hijo, el Willy, que se convertiría en rey en 1861, cambió bastante las cosas. De hecho, limpió su gobierno de galófilos y lo petó de galófobos, el primero de ellos su primo Antonio de Hohenzollern, para el cual una rata de alcantarilla valía más que un francés. Consecuentemente, aunque formalmente los prusianos le debían una al emperador, cuando éste vino con sus insinuaciones sobre Austria, le dijeron que se fuera a tomar por culo.

Por mucho que lo intentó, pues, Luis Napoleón no consiguió liberarse de la gran incógnita que le aconsejaba no hacer las cosas que quería hacer en favor de la causa italiana: ¿cuál sería la actitud de Inglaterra si finalmente había guerra? ¿Se haría la orejas, aceptaría el fait accompli, se movería para reglar el tema bajo las reglas del Congreso de Viena? Napoleón y su gobierno se fueron a Compiègne (era normal este traslado durante la época de caza); el emperador decidió invitar a las cacerías a los dos conspicuos miembros de la oposición whig inglesa, Palmerston y Clarendon.

Allí, entre tirito y tirito, Luis Napoleón le fue contando a los dos sazatorniles británicos sus planes. Les confesó que él siempre había querido un nuevo estatus europeo que resolviese los problemas sempiternos de Polonia e Italia. El tema polaco prefería olvidarlo, al menos de momento, porque no quería mosquear al zar. Pero, insistía, el tema italiano era otra cosa. De hecho, les vino a decir que el tema italiano estaba chupado, ante lo que Palmerston reaccionó sugiriéndole que no mamase tanto calvados. Los ingleses, siempre amigos del acuerdo y del consenso, le vinieron a decir a Napoleón, y la verdad es que no era mal consejo, que lo que tenía que hacer no era enfrentarse con Austria, sino acercarse a ella; pues en connivencia con Viena se podía formar un frente que obligase al PasPas a generar en sus Estados un estatus quo político y un gobierno constitucional digno de los tiempos que se estaban viviendo, y alejado de los tufos de la Contrarreforma en los que todavía vivían la mayoría de los cardenales. Algo de Radio Macuto debió de haber de aquellas reuniones, pues casi inmediatamente la reina Vicky le escribió una carta al emperador advirtiéndole de que se olvidase de la amistad entre ambos si se empeñaba en agitar el avispero europeo. En una carta a un miembro del gobierno inglés, Victoria dejó claro por esos tiempos su pensamiento: si Francia iba a la guerra en Italia, probablemente acabaría guerreando con Alemania y con Bélgica. Dado que los diversos tratados firmados por Londres lo vinculaban a la defensa conjunta con alguno de estos contendientes, tendría que incluirse en el conflicto con lo que, ésta era la conclusión de la reina, Francia podría volver a encontrarse sola contra el mundo, como en 1814.

La reina Victoria también decía tener muy claro que Luis Napoleón sólo veía lo que quería ver. Y en eso, la verdad, no se equivocaba. Al emperador, todas estas argumentaciones y advertencias le hicieron el mismo efecto que la homeopatía. Para cuando la reina Victoria estaba compartiendo con su gobierno sus inquietudes sobre los siguientes pasos del emperador, éste ya estaba discutiendo con su primo el príncipe Napoleón y con Cavour los términos precisos de una alianza con el Piamonte.

Cavour, por otra parte, estaba haciendo sus deberes. Recordad que el principal de todos ellos era aportar una rebelión creíble que pudiera disparar las hostilidades. Para eso contaba con la participación de los revolucionarios más arrechos de la causa italiana: Giuseppe La Farina, Giuseppe Garibaldi, Emilio Pallavicini di Priola... Todos ellos resucitaron la Sociedad Nacional Italiana que, en todos los rincones de la península, comienza a crear comités y juntas y a preparar insurrecciones. En ese momento, Austria ya no se hace ninguna ilusión de una salida pactada o pacífica al conflicto. Está convencida de que Francia irá a la guerra con el Piamonte, que le entregará Lombardía a Víctor Manuel, Nápoles a Murat, y se quedará con el territorio que mejor rima (la Saboya).

Cavour envía a París a Constantino Nigra, conde de Nigra, para que apañe los artículos del tratado. Francia se compromete a enviar 200.000 hombres a Italia “en el caso de que Austria cometa cualquier acto de agresión”. Asimismo, también se compromete a no firmar paz de ninguna naturaleza que no incluya la salida total de los austríacos de la península. El Piamonte recibirá el reino lombardo-veneciano, los ducados norteños y una parte de los Estados Pontificios. Francia se quedará con Niza y la Saboya. El tratado se acordó el 10 de diciembre de 1858, aunque se firmó oficialmente el 26 de enero de 1859.

El 1 de enero de 1859 se celebra en el Elíseo, como de costumbre, la recepción diplomática de Año Nuevo. Ese día, Luis Napoleón decide hacerse un Rodríguez Zapatero. Exactamente igual que el primer ministro español no se quiso levantar al paso de la bandera de los Estados Unidos, Luis Napoleón, ostentosamente, se niega a dirigirle la palabra al nuncio vaticano. Asimismo, se acerca al embajador austríaco y le dice: “Siento mucho que los informes que recibo no sean todo lo buenos que yo quisiera, pero le suplico que escriba a Viena que mis sentimientos personales hacia el emperador son los mismos”.

Muchas personas le escuchan decir esto. Y todas ellas están lo suficientemente entrenadas en las artes de la diplomacia como para entender que las palabras del emperador quieren decir exactamente lo contrario de lo que dicen. En Europa, ya todo el mundo habla de guerra. El Moniteur se desgañita aseverando que no hay ni un solo dato objetivo que alimente los temores. Pero es todo farfolla modelo Antena 3.

En Turín, el rey Víctor Manuel tiene muy claro que el momento está ahí. El 10 de enero se abre la primera sesión parlamentaria de la asamblea piamontesa; porque aquéllos eran tiempos en los que los diputados, en su mayoría condes y marqueses, trabajaban de verdad. Ante los diputados del Piamonte, su rey lanza una arenga belicosa al lado de la cual los discursos de Garibaldi parecen monólogos de Los Fruittis. Lo que poca gente sabe en ese momento es que ese discurso ha sido remitido previamente a París, y que el emperador lo ha aprobado.

El discurso, efectivamente, le permite al emperador decir eso de “nosotros no podemos permanecer ajenos al grito de angustia que nos llega de Italia...” Y que has redactado tú, macho. Con pretensiones de urgencia, aunque yo creo que el gesto estaba más preparado que los robados de Marujita Díaz y Dinio, el emperador da órdenes de que le echen gasofa al Falcon y, acompañado del general Niel, se presenta en Turín. Niel, de todas formas, llevaba ya semanas conferenciando casi cada día con los jefes del ejército piamontés.

No todo lo que reluce es oro, en realidad. En París, las gentes cada vez se muestran más frías ante la perspectiva de tener que participar en una nueva guerra europea. A los franceses les da la impresión de que las cosas van muy deprisa; y es que van a toda hostia. Cavour ya ha hecho votar en su parlamento un préstamo extraordinario para hacer frente a las medidas que los austríacos están tomando en el Milanesado. Al mismo tiempo, aparece en París un panfleto anónimo cuyas pruebas de imprenta, a parecer, corrigió el emperador de su propia mano. El papelito se llama Napoleon III et l'Italie y es, sobre todo, una viva invectiva contra los príncipes italianos feudatarios de Austria, como el duque de Módena, la duquesa de Parma o el gran duque de Toscana. Asimismo, el folleto carga con todo lo que tiene contra los reyes de Nápoles, a los que acusa (con razón) de ser absolutamente renuentes a cualquier reforma política. Y, por supuesto, la obrita carga de frente contra el PasPas.

Este folleto tiene un fuerte sentido histórico, por mucho que hoy esté básicamente olvidado, cosa que sólo se puede explicar a través de la ignorancia. Aunque fue una pieza de propaganda muy burda y hasta torpe, no deja de ser una de las primeras veces que, en el siglo XIX, se formula de una forma más o menos estructurada la teoría de las nacionalidades o, si lo preferís, de los soberanismos territoriales, étnicos y culturales. Europa, el mundo, se liberaba de la identificación dinástica, para pasar a apostar por otro tipo de identificaciones que consideraba más sólidas y menos dañinas.

A lo primero, bueno. A lo segundo: ja.

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