Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido
Una vez
que las cosas se hubieron apaciguado, al menos relativamente, y
después de ese procedimiento, por otra parte sobradamente conocido,
en el cual los políticos se dijeron responsables de un proceso en el
que poco habían hecho, las autoridades de la Junta se retiraron al
Palacio Real, donde les esperaba el asténico y egoísta infante don
Antonio, auténtico producto él mismo de la rama podrida del árbol
Borbón. Una vez reunidos con su jefe formal, los españoles se
fueron a ver a Murat, quien seguía en el atasco de la cuesta de San
Vicente, no muy lejos pues, y le instaron a abandonar cualquier
violencia pues, le dijeron, “bajo la fianza de los poderes públicos
acaba de promulgarse la amnistía”. La verdad, no le reprocho a
Murat que pensara, si es que lo pensó, que vaya panda de anormales
le había venido a ver; ¿la Junta promulgando una amnistía de
qué? Aun así, taimado como era y había aprendido a ser, Murat les
dijo que sí, que guay, y los dejó marchar para, inmediatamente
después de verlos cómo se iban, dictarle a sus secretarios una
comunicación oficial para Antoñito el Borbonero.
Acto
seguido, haciendo gala de eso tan de político de decir una cosa y la
contraria, Murat instaba a los gobernantes españoles para que
aconsejasen “a los capitanes generales, a los arzobispos, a los
alcaldes y a los prelados de las órdenes religiosas” que se
sujetasen a Napoleón y de que serían responsables de cualesquiera
conflictos y rebeliones. Y seguía: “haced conocer a las cabezas
del clero y de la nobleza que la conservación de sus privilegios
penderá de la conducta que tengan con el Emperador”. Y, por fin:
“anunciad que todo pueblo en el que un francés haya sido
asesinado, será quemado inmediatamente”. Todo aquél que al día
siguiente fuere encontrado con armas, especialmente con puñales, en
Madrid, “será considerado enemigo de los españoles y de los
franceses, y será inmediatamente pasado por las armas”.
La
última perla del comunicado es ésta: “deseo también que hagáis
saber oficialmente a la Nación la protesta de Carlos IV, y que
continuéis gobernando en nombre del Rey de España, sin nombrar
cuál”. Según este limitadito, pues, los españoles podían salir a la calle a gritar: "¡Viva No Sabemos Quién!"
Una
hora después les envió otra comunicación a los de la Junta
prohibiéndoles toda relación con Cevallos, por ser ya servidor tan
sólo del príncipe de Asturias; y les ordenaba dirigirse
directamente a Carlos IV.
Poco
tiempo después, hechas estas comunicaciones, Murat hizo publicar un
decreto en español y francés por todo Madrid en el que quedaba
claro el sólido apoyo que daba a la amnistía de los sucesos de las
horas anteriores. Todos aquéllos que se encontraban presos tras
haber sido encontrados con armas en la mano (y eso, hay que
recordarlo, incluía hasta las facas) sería arcabuceado. Toda
reunión de más de ocho personas sería violentamente disuelta con
fuego de fusilería. Este bando, por cierto, se debe a la mano de un
español: José Marchena y Ruiz de Cuesta, secretario de Murat, de
quien Chateaubriand dice que era “un sabio inmundo y un aborto
lleno de talento”.
En
realidad, el bando era una formalidad puesto que desde bastante antes
que lo comenzó a conocer el pueblo de Madrid, esto es desde las tres
de la tarde del 2 de mayo, y hasta bien entrado el 4, habían
comenzado a verificarse los fusilamientos.
El
día 3, con Madrid en manos ya del pérfido Macron, el infante
Paquito de Paula dejó Madrid. El día 4 lo hizo el infante Antonio,
quien ni soñó con oponerse, ni de palabra, ni de obra, ni de
omisión, a las órdenes de Murat. Un valiente, el chavalote. Ni
siquiera se despidió de los miembros de la Junta que presidía.
Ese mismo día, 4, pues, con la pólvora del fusilamiento de
centenares de españoles todavía trufando el aire de la montaña del
Príncipe Pío, Murat le escribe a la Junta comunicándole que toma
el mando de la misma entretanto Napoleón no dirime la querella entre
los dos Borbones, padre e hijo. O sea, el famoso “todos tranquilos,
ahora vendrá una autoridad, militar por supuesto, que dirá qué
hacer”, del 23 de febrero de 1981, pero en versión gabacha.
En la
Junta, la verdad, nunca había habido nadie con capacidad de estar a
la altura de la Historia; la supervivencia de todos sus miembros a
los hechos del 2 de mayo lo atestigua mejor que nada. Ellos, al
contrario que la mayoría del pueblo de Madrid, sí tenían muchas
cosas que perder: Haciendas, señoríos, privilegios, gabelas. Se
quedaron quietecitos y se limitaron a informar a Fernando de todo lo
sucedido y preguntarle qué debían hacer. En la noche del 4, los
hombres del gobierno de España recibieron la visita del francés,
quien no tuvo oposición para ser nombrado presidente de aquel
ominoso órgano de gobierno compuesto por: fray Francisco Gil y
Lemus, Miguel José de Azanza, Sebastián Piñuela y Gonzalo
O'Farril, todos ellos como secretarios de despacho; el duque de
Granada, presidente del Consejo de las Órdenes; el marqués de
Caballero, presidente del Consejo de Hacienda; el marqués de Las
Amarillas, decano del Consejo de la Guerra; Arias Mon y Velarde,
decano del Consejo de Castilla y conde de Montarco, consejero de
Estado; y, finalmente, como secretario, el conde de Casa-Valencia.
No
debió de ser una noche fácil para O'Farril, quizá el miembro de
todos ellos con más prurito, pues en la sesión del día 5 presentó
su dimisión por decirse en desacuerdo con la presidencia de Murat.
Eso espoleó algo los ánimos puesto que al día siguiente lo
seguirían en la decisión Francisco Gil y el marqués de Las
Amarillas. Sin embargo, el día 7, con dos cojones muratones, la
Junta aprobó una norma por la cual nadie podía dimitir. Ese mismo
día la Junta recibió el decreto firmado por Carlos IV en Bayona
tres días antes, por el que se re-proclamaba rey de España y
nombraba al gran duque de Berg su lugarteniente en el país. Sin
embargo, la Junta, dado que no había recibido ninguna notificación
oficial de la renuncia de Fernando, quiso darse por enterada del
decreto, pero no lo publicó.
La
renuncia borbonera llegó a Madrid el día 9. En dicho decreto, se
revocaban los poderes de gobierno otorgados a la Junta y se le
ordenaba sujetarse a todo lo que Carlos IV les quisiera mandar. Hay
que decir que esta comunicación estaba dirigida al infante Antonio
Pascual; pues Fernando, en Bayona, a pesar de ser otro cobarde como
su pariente, supongo que no se pudo ni imaginar que había dejado
Madrid.
El ominoso día 5, a Bayona había llegado Evaristo
Pérez de Castro, oficial de la primera Secretaría de Estado,
acompañado por un militar español, José de Zayas. Traía una
comunicación de la Junta (verbal, para evitar interceptaciones) en
la que básicamente consultaba al que en ese momento era su rey si
deseaba comenzar las hostilidades contra el francés, y si quería
disponer el nombramiento de una Junta clandestina que pudiera operar
desde algún lugar con libertad si a la legal le faltaba dicha
libertad. La comunicación incluso insinuaba la posibilidad de
convocar Cortes.
Conocida
esta propuesta de la Junta, Fernando expidió dos decretos en la
mañana del día 5. El primero, a la Junta de Gobierno, de declaraba
preso de los franceses y autorizaba a la Junta a trasladarse adonde
considerare conveniente, y añadía que las hostilidades deberían
comenzar una vez que los reyes fuesen recluidos en Francia. En la
segunda comunicación, al Consejo Real, reiteraba la información de
que no tenía libertad de movimientos, e instaba una convocatoria de
Cortes en algún lugar seguro de España.
Una
vez ocurridos los hechos del 2 de mayo, y una vez que Napoleón se
hubo quitado la careta y hubiese declarado su apoyo a Carlos IV en la
querella dinástica, pero sólo para poder dominar la corona de
España por sí mismo; una vez que todo esto ocurrió, digo, y sólo
entonces, Fernando se abonó a la idea de que España debía
presentar algún tipo de resistencia al francés; y, para colmo, lo hizo durante una mañana solamente. Hasta entonces,
como he dicho, todo lo que le había importado era prevalecer
personalmente frente a su padre Carlos IV, y yo, por lo menos,
no albergo ninguna duda de que, si Napoleón le hubiera insinuado que
él era su caballo Borbón ganador, no habría tenido ningún
problema en lamerle los pies al francés; porque todo lo que quería
Fernando era ganar la pelea dinástica. Ahora, sin embargo, la pelea
dinástica se había ido a la mierda; la había ganado un tercero, la
mano que, en realidad, llevaba ya meses, sino años, meciendo la cuna
de España. Ahora, casi repentinamente, Fernando se acordaba de los
españoles, de sus derechos históricos, del papel de las Cortes, de toda esa mierda de la que hasta entonces había pasado, y volvería a pasar.
Los
dos decretos fueron enviados a Madrid a través de un discreto
mensajero, que consiguió entregárselos a Azanza el día 6 o el 7.
Por otra parte, Pérez de Castro, quien obviamente conocía también
la respuesta de Fernando, llegó el 8 a Madrid. Allí se encontró a
una Junta sumida en pruritos jurídicos a partir del 9 pues, decían,
cómo podían obedecer aquellos dos decretos de Fernando si resulta
que el Borbón, en esos papeles, los instaba a resistir; pero en el
decreto oficialmente anunciado por los franceses retiraba todo poder
a la Junta. Personalmente considero que el tema está claro: si
tienes un decreto oficial de tu rey que dice que tienes que dimitir y
luego tienes otros dos, también de su firma, que, entre otras cosas,
dice que carece de libertad, entonces todo lo que tienes que hacer es
concluir que tu rey no fue libre en el momento de redactar aquél en el que te cesa. Pero, claro, para concluir eso los miembros de la Junta
deberían ser mínimamente valientes, y no lo eran.
En lo
que no les critico es en el argumento de que, si publicaban los dos
decretos del rey llegados por intermedio de Pérez de Castro, no sólo
volverían a producirse, sin duda, los problemas de orden público,
sino que cabía sospechar que la vida del propio Fernando podría
estar en peligro. Azanza, de hecho, ocultó los dos textos entre las
páginas de un libro, para terminar quemándolos en el momento en que
el Borbón llegó a Valençay.
Esto
quiere decir, querido lector, que, efectivamente, las pruebas
fehacientes de estas órdenes son febles, pues los textos se
perdieron; Cevallos, en Bayona, también había destruido todas las
pruebas. A pesar de que esto deja lugar para pensar que todo esto es
una engañifa y una invención yo, la verdad, doy estos dos decretos
por existentes. En primer lugar, porque son varias las memorias que
los recuerdan y, lo que es más importante, lo hacen en los mismos
términos, lo cual hace pensar que varias de las personas implicadas
en todo aquello (Cevallos, O'Farril, Azanza) sí hicieron apuntes
personales, más o menos crípticos, con el texto de aquellos
decretos. La misión de Pérez de Castro y elementos de su propia
correspondencia también parecen abonar la tesis.
Dicho
esto, si alguna base hay para decir, o sospechar, que el día 5 de
mayo por la mañana, Fernando de Borbón tuvo un gesto que sus
partidarios pueden pensar de auténtico rey de España, la verdad es
que toda su valentía se acabó ahí. A partir de ese momento, todo
lo que veremos hacer, y sobre todo lo que veremos no hacer, a
Fernando de Borbón, tiene que ver con el simple y puro miedo. Un
miedo pastueño, corderil, entregado, yo diría que incluso presidido
por el recuerdo de esos dos decretos, pues, si verdaderamente
existieron, Fernando, quien ya de por sí tenía una personalidad
cobardona y debilucha en lo sicológico, tenía que pensar que, en el
momento en que, por una razón u otra, Napoleón llegase a tener la
inteligencia de que él había osado redactar aquellos textos y
hacérselos llegar a sus terminales en Madrid, tal vez su vida habría
acabado en ese mismo momento.
Ésta es la gran tragedia de la
Historia de España en los inicios del siglo XIX; la tragedia, no del
2 de mayo de 1808, sino del 5 de mayo. El día en el que, tal vez,
Fernando tuvo, en la mañana, un gesto de gallardía y valentía
dinástica en defensa de España (bueno, de
lo-que-estaba-a-punto-de-ser-España; hagamos una concesión a
quienes piensan que España no existe sino desde 1812); mientras que,
en la tarde, entregó la corona, el país, al pueblo español, su
Xbox, y todo lo que le pidieron. Gallardía y cobardía; agua y
aceite. Los españoles, en cambio, somos unos putos amos a la hora de
mezclarlos.
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