Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido
Ante
aquel grupo de gente de la calle que había penetrado en el Palacio
Real se presentó el infante Francisco de Paula, apenas un niño de
catorce años, acompañado de uno de los grandes de España de su
casa. El encuentro con los madrileños fue cordial, y eso a pesar de
que Paquito era objetivo de buena parte de las maledicencias de los
españoles entonces, pues lo encontraban sospechosamente parecido a
Godoy. Se ofreció el miembro de la familia real a salir al balcón a
saludar a la multitud, cosa que hizo. Lo recibieron con vítores
ensordecedores y gritos continuados de “¡que no se vaya!”.
Los dos
franceses desenvainaron sus sables y allí mismo habría terminado su
vida si Alejandro Compigny, oficial de la guardia valona, no les
hubiera conminado a envainarlos y, apoyándose en ese gesto, lograse
eliminar los deseos de la multitud de atacarlos. Poco tardó en
llegar un grupo de soldados franceses, quienes los protegieron y
llevaron de vuelta al palacio de Murat.
O'Farril,
al parecer, salió al poco de Palacio y, con grandes aspavientos,
ordenó a la turba que se dispersase y se marchase. Supongo que, como
ministro que era de Fernando que conocía la situación de cada uno,
para entonces lo que tenía, por encima de todo, era el temor de que,
si el pueblo de Madrid se sublevaba, ello le costase a su jefe, más
que la corona, el gañote. Sin embargo, el de O'Farril fue un grito
que llegaba tarde a la cita de la Historia, pues para entonces el
pueblo de Madrid no estaba dispuesto a ceder ni un centímetro de
todos los que había ganado.
A tiro
de lapo del actual Senado, Murat se cogió un globo de la hostia
cuando La Grange regresó y le contó que había faltado poco para
que le separasen los testículos de la entrepierna unos pringaos. Su
resolución, muy francesa, fue sofocar aquel movimiento en su
raíz: practicaría una represión ineludible sobre los que ahora
estaban alrededor de Palacio y dentro del edificio. Así pues, ordenó
la salida de un batallón de granaderos y dos piezas de artillería;
signo inequívoco de que, ya en ese momento, al general francés se
le daba una higa el número de bajas que pudiera provocar. Esta tropa
disparó sobre los españoles sin previo aviso, pero no consiguió su
dispersión, puesto que los madrileños resolvieron atacarlos, aun
sin armas.
Con
todo, lo peor para los franceses no fue el ataque, sino Radio Macuto.
En una ciudad tan pequeña, la noticia de la descarga de fusilería
sobre los madrileños se conocía en todos los confines de Madrid en
bien poco tiempo; y aquí fue donde el 2 de mayo se convirtió en
algo inesperado, tanto para quienes lo llevaron a cabo como, sobre
todo, para quienes lo sufrieron. Apenas despuntaba la mañana, y ya
la ciudad entera era un campo de batalla para los franceses. Eran
atacados en todas partes, y cualquiera que fuese su actitud, pacífica
o violenta, individual o en grupo. Un buen ejemplo de que todo Madrid
estaba en matar al francés es el destino del hijo del general Claude
Juste Alexandre Legrand, conde de Legrand; era su vástago teniente
de coraceros y esa mañana percorría la calle Barquillo montado en
su caballo; unas manolas, desde un piso alto, le lanzaron una maceta,
con tan buen tino que le arrearon en todo el cabolo; estaba
muerto antes de tocar el suelo.
En
aquella jornada histórica, nombres hasta entonces desconocidos, y
desde luego candidatos a disolverse en el gazpacho de la Historia,
adquirieron relevancia como improvisados jefes de diferentes partidas
de hombres, mujeres y niños armados con lo que tenían: el sacerdote
Cayetano Miguel Manchón, jefe, por así decirlo, de las “milicias”
de la calle Toledo; Alfonso Sánchez, arquitecto y hombre de letras,
quien se colocó al lado de la iglesia de San Ginés con un armamento
que sacó supongo que de su casa, y lo iba facilitando a todo aquél
que pasaba; Cosme Mora, almacenista de carbón; José Fernández
Villamil, botillero; o José Albarrán, médico de la Real Casa,
quien formó una patota en el área de San Bernardo y se dirigió con
ella al parque de Artillería, aunque fue frenado por los franceses.
Aunque
no lograron llegar a Artillería, no por eso en el Parque no se había
dejado de formar la oposición. En el cuartel, dos de sus capitanes,
Luis Daoiz y Pedro Velarde, al tener conocimiento de que un batallón
de Westfalia avanzaba por la calle Fuencarral para apoderarse del
establecimiento, reunieron a toda la tropa en el patio y, aun y a
pesar de que las órdenes del Capitán General de Madrid y otras
autoridades españolas eran quedarse quietecitos, decidieron
proclamar a Fernando rey legítimo y juraron defenderlo. Entre los
que prestaron el juramento requerido estaba el teniente de infantería
Jacinto Ruiz de Mendoza. A estos tres militares, quienes al fin y al
cabo juraron eterna fidelidad a un rey absoluto, ya no sé si
algún día algún ayuntamiento de Madrid les retirará las calles
por fachas; porque fachas, fachas, lo que se dice fachas, formalmente
eran bastante más fachas que el
almirante Cervera, quien al fin y al cabo sirvió a las órdenes
de un rey constitucional.
La
subida de los de Westfalia por la colina de Fuencarral no fue fácil.
El personal los hostigaba desde las casas con todo lo que podía; y
podéis creerme que algunos de los proyectiles que les lanzaban no
olían muy bien. Al llegar al parque, que probablemente reputaban
suyo pues sus mandos tenían que conocer las órdenes de Capitanía
General, los recibieron tres disparos de artillería y una descarga
cerrada de fusilería que los puso en fuga; a los que pudieron huir,
claro.
Tras
esta victoria, y una vez que los mandos del Parque consiguieron, con
buen criterio, que la tropa no saliese a perseguir a los
westfalianos, se colocaron tres piezas de artillería defendiendo los
muros y entradas del cuartel que daban a las tres calles de acceso:
ancha de San Bernardo, Fuencarral y San Joaquín. Frecuentemente
llegaban partidas de franceses a hostilizar el cuartel En uno de esos
enfrentamientos, Ruiz fue herido por dos veces y hubo de ser
evacuado; incorporado en Trujillo a las Guardias Valonas que habían
huido de Madrid, acabó falleciendo como consecuencia de las heridas
sufridas en Madrid.
Finalmente,
Murat hizo llegar a la zona a una tropa más numerosa, con la
intención de tomar el cuartel de forma definitiva. La lucha duró,
según los testimonios, unos tres cuartos de hora. Casi una hora en
la que las bajas de mujeres no fueron pocas: Clara del Rey, Manuela
Malasaña, fallecida junto al Cañón de la Sororidad, pues estaba ya
totalmente atendido por mujeres a falta de artilleros, todos muertos;
María Beano, quien murió intentando llegar al Parque.
Charles
Tristan, conde de Montholon y entonces coronel, el hombre que escogió
acompañar a Napoleón en Santa Elena y acabar por cerrarle los ojos,
era el mando aquel 2 de mayo de la tropa que remontaba la calle
Fuencarral. Se convenció de que atacar por diversos frentes sería
poco efectivo, así pues, ordenó la concentración de sus fuerzas en
una sola espadaña. Con esa columna unida avanzó hacia el Parque,
pero se encontró con la sorpresa de que, por la calle de San Pedro
Nueva apareciera el capitán de voluntarios del Estado Melchor
Álvarez con un pañuelo blanco en la punta de su espada. Los
españoles tocaron alto el fuego y reclamaron el mismo gesto de
Montholon, quien respondió afirmativamente.
Álvarez,
en ese momento, se enfrentó con Daoiz. Le dijo que venía encargado
por el gobierno de decirle que lo que estaba haciendo era una locura,
y le intimó para que bajase los brazos. Pero no pudo seguir porque,
muy cerca de él, un soldado, al grito de “¡Viva Fernando VII!”,
apuñaló a un francés que estaba allí, mientras que una pieza de
artillería disparaba, sin previo aviso, sobre la tropa de Montholon,
causando gran mortalidad.
En
realidad, la negociación de Melchor Álvarez era una quimera; no
sólo por cómo terminó, sino porque, para cuando el capitán de
voluntarios estaba intentando llevar a los artilleros a lo que él
consideraba que era la racionalidad, ya todo Madrid se había alzado
contra el pérfido francés. Murat, para entonces, ya tenía encima
de su mesa informes suficientes como para valorar adecuadamente la
situación, y hay que decir que, a pesar de ser genéticamente francés y personalmente bastante gilipollas, no le costó mucho tiempo entenderlos. Así pues, ordenó una movilización
general de todas las tropas acuarteladas en Madrid y sus alrededores.
Madrid, una ciudad entonces de 190.000 habitantes (como el actual
distrito de Hortaleza, más o menos) recibió el embate de 30.000
soldados franceses perfectamente pertrechados.
Asimismo,
llamó a su presencia a los generales La Grange y Lefranc, y les
ordenó ponerse al frente de una columna de 2.000 hombres para
resolver de una vez el puto problema del Parque de Artillería de los
cojones. De hecho, les dijo: “yo no he de saber sino del exterminio
de los insurrectos”.
En todo
caso, en el Parque la situación de los españoles era desesperada.
Además de Daoiz y Velarde, apenas quedaban los capitanes de
artillería Dalp, Cónsul y Córdova; un ayudante llamado Arango; el
teniente Torres; el subteniente Caspegna; diez artilleros, algunos
pocos soldados más y algo más de medio centenar de paisanos. En el
piso superior había más gente, entre voluntarios del Estado y
civiles.
El
cuartel se quedó sin metralla, pero siguió disparando piedras, de
las que obviamente ya tenían muchas. Una bala le destrozó la pierna
a Daoiz, quien seguiría dando órdenes apoyado en un cañón. Otra
bala mató instantáneamente a Velarde.
La lucha
terminó por falta de munición por parte de los españoles. La
Grange acabó por acercarse al cuartel y a Daoiz quien, como he
dicho, estaba apoyado en un cañón, ya sin poder moverse. Algo le
debió decir La Grange, pues Daoiz, después de contestarle (según
Galdós: “si fuerais capaz de hablar con vuestro sable, no me
trataríais así”), le agredió con su sable. Uno de los granaderos
franceses le clavó la bayoneta por la espalda; todo un gesto que, en
buena parte, quintaesencia la historia de las relaciones
francoespañolas. Los franceses, siempre macroneando.
Tras la
toma del cuartel, por parte francesa comenzó, según Mesonero, una
represión dura y generalizada de los inmuebles cercanos, desde donde
habían sido hostilizados. Entraron en muchas de las casas y, en no
pocas ocasiones, asesinaron a sus habitantes.
El
gobierno de España, reducido en la práctica en ese momento a Azanza
y O'Farril, se encontraba entonces en Palacio, reunido con otros
miembros y funcionarios de La Junta. Como ya sabemos, habían
intentado en un inicio convencer a los madrileños de que se fueran a
casa a ver el fútbol, pero no hubo tal. Allí estaban cuando
recibieron una comunicación de Murat, anunciando la más severa
represión si los españoles no conseguían retornar la paz a la
ciudad tout de suite. Era mediodía y, la verdad, la Junta ya
nada podía hacer. Decidió hacer pública una orden, firmada por
Arias Mon y dirigida al corregidor de la ciudad, exhortando a la
tranquilidad; así como un bando, que se distribuyó a las dos de
tarde, que, con una notable dosis de ceguera, afirmaba que “logrado
contener el alboroto del pueblo, conviene tomar precauciones para que
no se repita”.
El
infante don Antonio resolvió enviar a Azanza y O'Farril a
parlamentar directamente con Murat, quien se encontraba en la parte
alta de la cuesta de San Vicente, donde había formado su plana
mayor. Allí, según los testimonios que he podido leer, hicieron
algo muy propio de un político español: decir una cosa y la
contraria a la vez. Ambos ministros, en efecto, primero le dijeron al
francés que no podían parar aquello porque aquello no había
prendido de una sola mecha. Pero, acto seguido, le dijeron que, si
los franceses dejaban de disparar, ellos serían capaces de parar al
pueblo. Tan ciegos estaban estos dos notas que le dijeron a Murat que,
para convencer a los madrileños, deberían hacerse acompañar de
un general francés; lo cual demuestra que, a esas alturas, ya
pasada la hora de comer, no tenían ni puta idea de por dónde le
daba el viento al pueblo de Madrid desde primera hora de la mañana.
O'Farril
y Azanza nos cuentan que lo consiguieron. Que, acompañados por el
general Jean Isidore Harispe, aplacaron las calles de Madrid. Yo,
sinceramente, no lo creo. Lo que pasó fue que la lucha perdió
momento porque tenía que perderlo, pues el pueblo de Madrid no tenía
nada que oponer a los franceses y había perdido ya su principal
activo, que era el Parque de Artillería. No, el gobierno de España
no aplacó a los madrileños; constató su agotamiento, que no es lo
mismo.
Hablas de "...el capitán de voluntarios del Estado Melchor Álvarez", y luego le llamas "capitán de voluntarios", como si los tales "voluntarios" fueran una milicia irregular. En realidad era capitán del regimiento de infantería de línea Voluntarios de Estado, una unidad regular de los Reales Exércitos. El teniente Ruiz mandaba una compañía de ese regimiento, y los soldados que se sublevaron con él pertenecían a dicha compañía.
ResponderBorrarEborense