Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron
Francia apremia
La celada
El día que un vasco lloró por España delante de un rey putomierda
Bayona
Napoleón ya no se esconde
Padre e hijo, frente a frente
La carta del rey padre
La (presunta) carta de Fernando
La última etapa en la hoja de ruta de Napoleón
El 2 de mayo se cocina
Los madrileños no necesitamos que nos guarden las espaldas
De héroes, y de rocapollas
Murat se hace con todo, todo y todo
La chispa prende
Sevilla y Zaragoza
Violentos y guerrilleros
La Corte de Bayona
Las residencias del rey padre
Bailén
La "prisión" de Valençay
Dos cartas que dan bastante asco
Un ciruelo tras otro
El Tratado de Valençay
¡Vente p'a España, tío!
El rey, en España
El golpe de Estado
Recap: por qué este tío nos ha jodido
Los días
3 y 4 de mayo, efectivamente, Napoleón inicia una presión hacia los
reyes padres a base de referirles noticias, no todas ellas ciertas,
sobre la situación en España. La armonía existente en su inicio
entre las tropas francesas y los españoles se estaba resquebrajando,
y de ello responsabilizaba el emperador a Fernando de Borbón.
Asimismo, le enseñó cartas de Fernando (presuntas, claro) a la
Junta de Madrid que venían a demostrar que estaba confabulado contra
los franceses. Como digo, yo la veracidad de estas cartas la pongo en
salmuera, más que nada porque Fernando no tenía huevos de hacer
algo así desde Bayona; y los asesores que lo rodeaban, menos aún.
Este
decreto lleva fecha del 4 de mayo. Pero hay que entender que se
redactó y firmó sin conocimiento alguno de los sucesos del día 2
en Madrid. Eran otros tiempos, y las noticias tardaban en llegar. Las
noticias del 2 de mayo llegaron a Bayona en la tarde del día 5,
mediante un oficial francés, llamado Daneucourt, que venía de
Madrid a uña de caballo para informar a Napoleón, a quien encontró
dando uno de sus frecuentes paseos ecuestres por la ciudad. Savary,
que estaba con él durante la promenade, relata en sus
memorias que, conforme Napoleón fue leyendo los despachos, se fue
poniendo de una creciente mala hostia y que, cuando terminó, sin una
palabra, picó espuelas hacia la residencia del rey padre. Allí le
dio a leer los despachos a Carlos de Borbón, indicándole que estaba
hondamente consternado; el rey padre, por toda respuesta, en cuanto
terminó la lectura ordenó que llamaran a sus hijos Fernando y
Carlos.
Godoy
cuenta es sus memorias que él estaba con el rey padre en el momento
que Napoleón entró, en la media tarde del 5. Estaban, dice,
precisamente discutiendo la inquietud de Carlos por el hecho de que
Fernando no hubiese contestado a su carta (un indicio más de que la
misiva no fue enviada). Godoy confirma las impresiones de Savary al
decirnos que Napoleón estaba transportado, mezclando en su rostro la
palidez con el rubor del encabrone. Sus recuerdos de cómo venía,
sin embargo, son diferentes de la impresión de un Napoleón
sorprendido por las noticias que ha recibido. Según él, le dijo al
rey: “lo había previsto; aguardaba esto; la Inglaterra triunfa
sobre nosotros, la anarquía ha levantado su cabeza en España, se ha
degollado a mis soldados alevosamente; la sangre de franceses y
españoles, tan largo tiempo amigos y aliados, ha corrido por las
calles de Madrid. Todo ello se ha votado desde aquí, desde Bayona,
tengo las cartas y las pruebas en la mano.” Acto seguido le hizo
leer a Carlos la proclama de Murat, la de los fusilamientos y todo
eso; y , después, animó a Daneucourt a que contase, como testigo
directo, lo que había visto.
Como
vemos, pues, Napoleón no estaba en condiciones de admitir, ni le
convenía, que el levantamiento del 2 de mayo de 1808 fuese un
levantamiento popular. Primero, el era hijo de la Revolución
Francesa, pero estaba muy lejos de haber digerido todas las
consecuencias de ésta; y, segundo, él, como con posterioridad el
99% de todos los hijos culturales de la Ilustración (99,7% en el
caso de los españoles, 100% en el caso del subgrupo de los mismos
licenciados en Geografía e Historia) nunca logró entender que algo
tan ajado y jerarquizado como el Antiguo Régimen podía,
perfectamente, albergar e, incluso, justificar una reacción popular
soberana. Porque el Antiguo Régimen se basaba en un pacto de hierro
entre los soberanos y su pueblo y, por lo tanto, igual que el
incumplimiento de dicho pacto siempre justificó el
incumplimiento de dicho pacto por la parte agredida, también exigía
su defensa a ultranza en el caso de que alguien lo intentase quebrar.
Por eso, en realidad, todas esas mandangas que se dicen y se escriben
de que si en 1808 el pueblo español tomó conciencia de su papel y
de su fuerza son, eso, mandangas.
Al
punto, siempre según Godoy, el emperador de Francia preguntó por la
respuesta de Fernando a la carta de su padre. Cuando supo que aquel
día, a aquellas horas, todavía no había contestado, dijo: “Es
necesario poner fin a tantos crímenes hoy mismo. Haced llamar a
vuestro hijo. ¡No más treguas!”
Cevallos,
desde la otra orilla del río por así decirlo, nos relata la
referencia de la llegada de Napoleón y la conferencia con Carlos,
seguida de llamada a Fernando. Cuando el Borbón llegó a casa del
otro Borbón, allí lo estaba esperando su padre con Napoleón, quien
le dedicó, nos dice Cevallos, unos epítetos tan denigrantes que se
negó a reproducirlos en sus escritos. Carlos, el rey padre, ni se
planteó, igual que Napoleón, que aquella rebelión pudiera ser una
rebelión española espontánea, y compró inmediatamente la idea de
que había sido instigada por su hijo; hay que entender, en este
sentido, que, como sabemos, para entonces tanto el rey como la reina
padres estaban convencidos de que todo lo que había pasado en
Aranjuez lo había montado Fernando, así pues no es nada extraño
que le atribuyesen estas habilidades propias de la CIA. Así las
cosas, Carlos de Borbón le ordenó a su hijo Carrie Mathison que
allí mismo firmase su renuncia absoluta a sus derechos dinásticos,
so pena de ser tratado, él y todo su equipo médico habitual, como
usurpador de la Corona y conspirador contra la vida de sus padres (el
cadalso, pues). Fernando, nos dice Cevallos con obsequiosidad
extrema, “no queriendo envolver en sus desgracias a muchos comprendidos en la amenaza de Carlos IV, hubo de hacer la renuncia”.
Como se puede ver, antes se atrapa a un mentiroso que a un cojo: en
los escritos de Cevallos, como en los de Escoiquiz, tan pronto
Fernando actúa por el bien del pueblo español, como del suyo propio
o, como ahora, para salvar la integridad de sus parciales. Ante la
multitud de respuestas, suele ocurrir que sólo haya una cierta; en
este caso, la segunda.
Fernando
firmó porque era un puto cobarde y no quería morir. Estoy seguro de
que en esa entrevista, padre y emperador le enseñaron, o le
insinuaron, la capucha del verdugo. Ocurre, sin embargo, que en este
mundo nuestro, todo el mundo tiene derecho a dar un paso atrás ante
la amenaza de la Parca; todo el mundo, menos un rey absoluto. Un rey
absoluto, como ya he dicho, lo es por efecto de un pacto de hierro
entre su familia y un pueblo que decide ser gobernado por ella. Entre
las cláusulas del pacto está, por parte del pueblo, hacer cosas
como la que hicieron los madrileños el 2 de mayo de 1808,
enfrentándose a pedradas con los panzer franceses que entraron por
esa plaza de Tiananmen que, aquella mañana, fue la Puerta del Sol.
Pero cláusulas como la que los madrileños cumplieron tienen otras
paralelas de la misma calidad; y especialmente está ahí ésa que
dice que un rey debe dar la vida por defender su Corona, pues
defender su Corona es defender a su pueblo. Si, verdaderamente,
Napoleón estaba dispuesto a terminar con la vida de Fernando de
Borbón, él debería haberla entregado, consciente de que ése era
el destino que le había reservado su alta misión.
En
primer lugar, es muy, muy cuestionable que Napoleón hubiese llevado
a cabo las amenazas que probablemente sustantivó en aquella
conversación. No era ningún gilipollas. A poco que reposase un poco
los hechos que acababa de conocer, se habría dado cuenta de algo
fundamental: si el pueblo español había montado la que había
montado porque creía que se llevaban a la familia real de Madrid,
¿cómo se habría quedado tras conocer la noticia de que su rey
había sido ejecutado? Fernando era inasesinable, y tanto el propio Fernando como Napoleón, que diría Julio Iglesias, lo sabían.
En
segundo lugar, aun llevándose a cabo la amenaza, ¿acaso no era más
importante la dinastía española que su propia persona? ¿No
supondría su muerte la entrega heroica de una vida a cambio de
estrechar los lazos entre un pueblo y su familia real? Pero, claro,
está el factor verdaderamente fundamental en esta historia, y es
éste: Fernando miraba únicamente por sí mismo. A ratos
decía que lo que hacía, lo hacía por el pueblo español; a ratos
que en favor de las gentes de su camarilla. Pero todo era mentira.
Fernando prefería ser depuesto por Napoleón a ser asesinado por él,
porque barruntaba que el emperador, una vez consumado su plan, le
daría un chalet para que viviese la vida loca. A España, de lejos,
le habría venido mucho mejor que lo matase, y no lo digo por lo mal
que se portaría después, sino porque ello habría contribuido a una
eclosión armónica de la autoconciencia del pueblo español. Pero,
claro, eso no es lo que pasó.
El 2 de
mayo, España estuvo a la altura de la Historia. El 5, su rey no lo
estuvo.
Según
Savary, quien probablemente lo cuenta porque se lo contó Napoleón
ya que nadie, salvo Fernando, los reyes padres y el emperador estuvo
presente en la entrevista, el emperador acusó al Borbón de estar
detrás de la conspiración que había terminado en el levantamiento
del 2 de mayo; para añadir, acto seguido, que hasta entonces había
transigido, pero que enough is enough. “Yo no reconoceré
por Rey de España a quien, primeramente, ha roto la alianza que,
desde hace tantos años, le unía a Francia; he aquí hasta donde lo
han arrastrado los malos consejos”, le dijo. Acto seguido, se
mostró dispuesto a llevar a Carlos IV a Madrid inmediatamente, a lo
que el rey padre se negó, pues, se preguntó, “¿qué puedo hacer
yo en un país en el que todas las pasiones se han desatado contra
mí?”. Siempre según el militar francés, el rey padre no es que
intimase la renuncia de su hijo, sino que lo dejó en manos del
emperador: “mira los males que has acarreado a España. Seguiste
malos consejos y yo ya no puedo hacer nada; sálvate como puedas”.
[Obsérvese que, en la conversación entre Borbones padre e hijo, todo lo que se barrunta entre ellos es la salvación personal. De España ya, si eso, hablarían si quedaba tiempo...]
Fue, por
lo tanto, Napo quien le dijo a Nando: “si de aquí a medianoche no
habéis reconocido a vuestro padre como rey legítimo, seréis
tratado como un rebelde”. Fernando, al parecer, asintió levemente (lo cual quiere decir que ni de palabra protestó),
y se retiró.
Ya solos
el emperador y los reyes padres, Napoleón completó la última etapa
de su hoja de ruta: “Si VM no quiere que yo cumpla el deber de
colocarle nuevamente en el Trono, yo me haré dueño de la España,
pues no puedo permitir que reine el Príncipe de Asturias ni su
hermano; vuestro otro hijo exigiría una Regencia, y no están los
tiempos para regencias. Hay que impedir que Inglaterra infecte la
península. Si VM no quiere, o no se atreve, a tomar parte de este
empeño, yo le daré un asilo en mis Estados y VM me hará una
renuncia de los suyos”.
Y bien,
ya estaba ahí: la última, en realidad, primera, jugada de Napoleón
Bonaparte. El embargo de España en favor de Francia. El viejo sueño
de los penúltimos luises, el que ya habían intentado enviando a un
miembro de la familia a gestionar el colmao; lo que siempre habían
ambicionado los Capetos desde que se convencieron de que en Europa no
cabían dos grandes monarquías católicas.
Los
testimonios dicen, y yo les creo, que Carlos IV se quedó de piedra
cuando escuchó las palabras de labios de su amigo. Nada dijo
mientras Napoleón le hablaba, primero, de lo que era mejor para los
españoles (¿cuándo ha sido lo mejor para los españoles que les
comande un francés?) y, después, de la peripecia personal del
anciano rey padre; el cual, lo convenció, lo mejor que podía hacer,
viejo y ajado como estaba, era retirarse. Como Diocleciano. Como
Carlos I.
La
magnitud de la traición cometida por Carlos IV debe ser valorada en
el entorno real en el que se encontraba aquella entrevista. Nosotros,
desde el balcón del futuro, sabemos cómo termina esta película.
Sabemos que el pueblo español (y el ejército inglés) acabó
ganando aquella guerra. Pero Carlos, en ese momento, ni pensaba que
se fuera a producir una guerra; ni que fuese a durar más de unos
días; ni, mucho menos, que Francia fuese a perderla. En
consecuencia, el rey de España (en ese momento no sé si lo era,
pero así se consideraba a sí mismo) tenía que ser consciente que
permanecer en su silloncito en silencio, escuchando mientras el torvo
francés le contaba sus milongas, equivalía a hacer desaparecer a
España (sí, hacer desaparecer a España; porque, el 5 de mayo de
1808, España existía para cualquiera que tenga dos dedos de frente;
esto es, neto de personas de bajo cociente intelectual e
historiadores en general) en el turbión de realidades que era en ese
momento el Imperio francés. Y le dio igual. Como nos cuenta Savary,
Napoleón se apresuró a ofrecerle un asilo en Francia, una casita
con vistas y un coto para cazar. Porque Carlos no quería más.
Se dice,
muy a menudo, que en los primeros años del siglo XIX cayó el
Antiguo Régimen en España. Personalmente, considero que lo que cayó
fue el egoísmo borbónico. Parece lo mismo, pero son cosas
distintas.
¡Hola! Solo una corrección. En esta frase, la coma entre Napoleón y entró debe ser borrada...
ResponderBorrarGodoy cuenta es sus memorias que él estaba con el rey padre en el momento que Napoleón, entró, en la media tarde del 5.